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Columnista - 14 octubre, 2019

El juglar sin cabeza

Mientras José Aníbal estaba fajado con su acordeón interpretando “La Chencha”, el Dr. Pumarejo Molina, levantándose de su asiento, le dijo en voz alta, delante de todos: − ¡Calla esa vaina. ¡He escuchado mucho acordeonero bueno como para tener que aguantarme semejante peladera de pito! El juglar, un poco sorprendido, le pidió otra oportunidad, aun […]

Mientras José Aníbal estaba fajado con su acordeón interpretando “La Chencha”, el Dr. Pumarejo Molina, levantándose de su asiento, le dijo en voz alta, delante de todos: − ¡Calla esa vaina. ¡He escuchado mucho acordeonero bueno como para tener que aguantarme semejante peladera de pito!

El juglar, un poco sorprendido, le pidió otra oportunidad, aun sabiendo que estaba tocando bien su acordeón y que ese acto no dejaba de ser una borrachera del dueño de casa, que no estaba prestando atención y quiso lucirse frente a los invitados de la capital presentes en la parranda, poseído por una soberbia descomunal, había decidido humillarlo, echándolo como a un perro para no pagarle.

José Aníbal, agraviado, salió de la vieja casona y cuando caminaba por la plaza principal, se puso a tocar el acordeón con indignación, con rabia, para que todo el pueblo lo escuchara, partió los pitos, pero no le importaba, no quería parar, era la primera vez que en su carrera como músico le sucedía algo tan deprimente.

Al otro día, el chisme se regó como perfume en el aire, de boca en boca, deslizándose por las ventanas y por debajo de cada una de las puertas de las treinta casonas de bahareque con techo de palmas que conformaban el pueblo.

Hacia el mediodía, todos se burlaban de José Aníbal por ser mal músico, le echaban en cara que no sabía tocar. No pudo superar la pena moral, se sumergió en la depresión y la tristeza, abandonó la música para siempre, se dedicó al alcohol y en una de esas borracheras, tomó la fatal decisión de colgarse con su acordeón al pecho, en el palo de mango de la plaza, una noche de octubre.

Cuando los pobladores encontraron el cuerpo frío y tieso, se impresionaron; la mayoría se sentían culpables por lo que había pasado con el único acordeonero de la comarca. Desde entonces se dice que su espíritu vaga por cada espacio de la plaza y cada vez que hay luna llena, en el mes de octubre, sale sin cabeza a tocar su acordeón, con notas de lamento provinciano que atemorizan a todos los vecinos del sector, especialmente al Dr. Pumarejo Molina.

Columnista
14 octubre, 2019

El juglar sin cabeza

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jacobo Solano Cerchiaro

Mientras José Aníbal estaba fajado con su acordeón interpretando “La Chencha”, el Dr. Pumarejo Molina, levantándose de su asiento, le dijo en voz alta, delante de todos: − ¡Calla esa vaina. ¡He escuchado mucho acordeonero bueno como para tener que aguantarme semejante peladera de pito! El juglar, un poco sorprendido, le pidió otra oportunidad, aun […]


Mientras José Aníbal estaba fajado con su acordeón interpretando “La Chencha”, el Dr. Pumarejo Molina, levantándose de su asiento, le dijo en voz alta, delante de todos: − ¡Calla esa vaina. ¡He escuchado mucho acordeonero bueno como para tener que aguantarme semejante peladera de pito!

El juglar, un poco sorprendido, le pidió otra oportunidad, aun sabiendo que estaba tocando bien su acordeón y que ese acto no dejaba de ser una borrachera del dueño de casa, que no estaba prestando atención y quiso lucirse frente a los invitados de la capital presentes en la parranda, poseído por una soberbia descomunal, había decidido humillarlo, echándolo como a un perro para no pagarle.

José Aníbal, agraviado, salió de la vieja casona y cuando caminaba por la plaza principal, se puso a tocar el acordeón con indignación, con rabia, para que todo el pueblo lo escuchara, partió los pitos, pero no le importaba, no quería parar, era la primera vez que en su carrera como músico le sucedía algo tan deprimente.

Al otro día, el chisme se regó como perfume en el aire, de boca en boca, deslizándose por las ventanas y por debajo de cada una de las puertas de las treinta casonas de bahareque con techo de palmas que conformaban el pueblo.

Hacia el mediodía, todos se burlaban de José Aníbal por ser mal músico, le echaban en cara que no sabía tocar. No pudo superar la pena moral, se sumergió en la depresión y la tristeza, abandonó la música para siempre, se dedicó al alcohol y en una de esas borracheras, tomó la fatal decisión de colgarse con su acordeón al pecho, en el palo de mango de la plaza, una noche de octubre.

Cuando los pobladores encontraron el cuerpo frío y tieso, se impresionaron; la mayoría se sentían culpables por lo que había pasado con el único acordeonero de la comarca. Desde entonces se dice que su espíritu vaga por cada espacio de la plaza y cada vez que hay luna llena, en el mes de octubre, sale sin cabeza a tocar su acordeón, con notas de lamento provinciano que atemorizan a todos los vecinos del sector, especialmente al Dr. Pumarejo Molina.