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Columnista - 25 marzo, 2011

El espejismo democrático

Por: Andrés Eduardo Quintero. La Constitución colombiana de 1991 no trajo únicamente elementos positivos. Como toda reforma política trascendental dejó en el tintero algunos elementos sociales importantes. Recordemos que, previo a la actual carta magna y a la reforma constitucional de 1984 (de Betancur), tantos los alcaldes como gobernadores eran nombrados -mas no elegidos- de […]

Por: Andrés Eduardo Quintero.

La Constitución colombiana de 1991 no trajo únicamente elementos positivos. Como toda reforma política trascendental dejó en el tintero algunos elementos sociales importantes. Recordemos que, previo a la actual carta magna y a la reforma constitucional de 1984 (de Betancur), tantos los alcaldes como gobernadores eran nombrados -mas no elegidos- de manera democrática. El gobernador era nombrado por el poder ejecutivo, y éste nombraba a la vez a los alcaldes de su departamento.
Por ende, fue sólo hasta 1988 y 1992 que los alcaldes y gobernadores fueron, respectivamente, elegidos de manera democrática. La elección popular democratizó el acceso a los puestos políticos, lo que implica que, en teoría, a partir de ese entonces cualquier ciudadano podía y puede ser elegido como representante político de su municipio o departamento. Sin embargo, en general, toda medida político-social tiende a tener una vertiente negativa.
En tiempos de la apertura comercial del país, los colombianos nos preguntábamos si Colombia estaba preparada para ella. Lo mismo debió preguntarse la sociedad cuando se abrieron las puertas de la democracia a nivel departamental y municipal. El caso colombiano confirma las sospechas que Winston Churchill tenía cuando afirmó que la democracia era el “menos malo” de los sistemas políticos y esto, a nivel regional, se evidencia de dos maneras.
Por un lado, si bien la política debería ser un fin en sí mismo, algunos lastimosamente lo utilizan como un medio de lucro. En los países en vía de desarrollo, la política se utiliza más como un medio a través del cual los individuos ven oportunidades para enriquecerse. Esta atracción económica tergiversó el rol de la política: descarriló a la res pública (del latín, la cosa pública) y, al pasar del interés general al individual, se desvirtuó el fin único de la actividad administrativa. Por otro lado, el hecho de que no existan topes en los montos de financiación de las campañas políticas electorales y que no haya una financiación pública adecuada y exhaustiva (ilustraré este tema en un posterior artículo) ha dado lugar a que la democracia esté circunscrita entre los más poderosos económicamente o entre aquellos que tienen intereses económicos en controlar la res publica.
Por consiguiente, independientemente del tamaño o de la importancia de la gobernación o alcaldía, sólo llegan a ser elegidos quienes tienen suficiente dinero para soportar el tropezón económico de una campaña política (y ni mencionemos el tema del uso de la violencia o la interferencia de los grupos armados ilegales en las elecciones). De esta manera, la mayoría de los gobernantes de nuestro país son o empresarios ricos o procedentes de aquellos, o meros títeres de intereses económicos. O, peor aún, simples individuos que ven en la política un herramienta para llenar sus bolsillos.
Por tanto, ante los efectos de una democracia desenfrenada y desregulada, nuestros gobernantes regionales se destacan más por su insaciable interés en querer controlar los recursos públicos, que por sus capacidades intelectuales, imprescindibles para ocupar tales puestos. Esto conlleva a un espejismo democrático en donde se elige, una y otra vez, a la élite económica regional y no a la élite intelectual. Nos estamos alejando cada vez más del establecimiento de una administración tecnocrática idónea, elemento trascendental –pero no único- de nuestra mala gestión pública regional y del goteo permanente de nuestros recursos públicos.

Columnista
25 marzo, 2011

El espejismo democrático

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Andrés E. Quintero Olmos

Por: Andrés Eduardo Quintero. La Constitución colombiana de 1991 no trajo únicamente elementos positivos. Como toda reforma política trascendental dejó en el tintero algunos elementos sociales importantes. Recordemos que, previo a la actual carta magna y a la reforma constitucional de 1984 (de Betancur), tantos los alcaldes como gobernadores eran nombrados -mas no elegidos- de […]


Por: Andrés Eduardo Quintero.

La Constitución colombiana de 1991 no trajo únicamente elementos positivos. Como toda reforma política trascendental dejó en el tintero algunos elementos sociales importantes. Recordemos que, previo a la actual carta magna y a la reforma constitucional de 1984 (de Betancur), tantos los alcaldes como gobernadores eran nombrados -mas no elegidos- de manera democrática. El gobernador era nombrado por el poder ejecutivo, y éste nombraba a la vez a los alcaldes de su departamento.
Por ende, fue sólo hasta 1988 y 1992 que los alcaldes y gobernadores fueron, respectivamente, elegidos de manera democrática. La elección popular democratizó el acceso a los puestos políticos, lo que implica que, en teoría, a partir de ese entonces cualquier ciudadano podía y puede ser elegido como representante político de su municipio o departamento. Sin embargo, en general, toda medida político-social tiende a tener una vertiente negativa.
En tiempos de la apertura comercial del país, los colombianos nos preguntábamos si Colombia estaba preparada para ella. Lo mismo debió preguntarse la sociedad cuando se abrieron las puertas de la democracia a nivel departamental y municipal. El caso colombiano confirma las sospechas que Winston Churchill tenía cuando afirmó que la democracia era el “menos malo” de los sistemas políticos y esto, a nivel regional, se evidencia de dos maneras.
Por un lado, si bien la política debería ser un fin en sí mismo, algunos lastimosamente lo utilizan como un medio de lucro. En los países en vía de desarrollo, la política se utiliza más como un medio a través del cual los individuos ven oportunidades para enriquecerse. Esta atracción económica tergiversó el rol de la política: descarriló a la res pública (del latín, la cosa pública) y, al pasar del interés general al individual, se desvirtuó el fin único de la actividad administrativa. Por otro lado, el hecho de que no existan topes en los montos de financiación de las campañas políticas electorales y que no haya una financiación pública adecuada y exhaustiva (ilustraré este tema en un posterior artículo) ha dado lugar a que la democracia esté circunscrita entre los más poderosos económicamente o entre aquellos que tienen intereses económicos en controlar la res publica.
Por consiguiente, independientemente del tamaño o de la importancia de la gobernación o alcaldía, sólo llegan a ser elegidos quienes tienen suficiente dinero para soportar el tropezón económico de una campaña política (y ni mencionemos el tema del uso de la violencia o la interferencia de los grupos armados ilegales en las elecciones). De esta manera, la mayoría de los gobernantes de nuestro país son o empresarios ricos o procedentes de aquellos, o meros títeres de intereses económicos. O, peor aún, simples individuos que ven en la política un herramienta para llenar sus bolsillos.
Por tanto, ante los efectos de una democracia desenfrenada y desregulada, nuestros gobernantes regionales se destacan más por su insaciable interés en querer controlar los recursos públicos, que por sus capacidades intelectuales, imprescindibles para ocupar tales puestos. Esto conlleva a un espejismo democrático en donde se elige, una y otra vez, a la élite económica regional y no a la élite intelectual. Nos estamos alejando cada vez más del establecimiento de una administración tecnocrática idónea, elemento trascendental –pero no único- de nuestra mala gestión pública regional y del goteo permanente de nuestros recursos públicos.