El relato del Evangelio que se lee este domingo (Juan 6, 55. 60-69) concluye un largo discurso que Jesús ha dirigido a la multitud que le seguía. En este discurso el Señor, luego de haber multiplicado cinco panes y dos peces para dar de comer a una muchedumbre, insiste en la necesidad de “trabajar no […]
El relato del Evangelio que se lee este domingo (Juan 6, 55. 60-69) concluye un largo discurso que Jesús ha dirigido a la multitud que le seguía. En este discurso el Señor, luego de haber multiplicado cinco panes y dos peces para dar de comer a una muchedumbre, insiste en la necesidad de “trabajar no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece y que da vida eterna”. Acto seguido enseña Jesús cuál es ese alimento: “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”, dice y también: “si no coméis la carne y no bebéis la sangre del Hijo del Hombre no tendréis vida en vosotros”.
Las reacciones de la gente no se hacen esperar: en medio del asombro por aquellas palabras tan extrañas algunos simplemente callan, como intentando comprender algo en apariencia ilógico: ¿comer su carne? ¿Beber su sangre? Otros, tal vez, comprendieron a lo que se refería el Maestro y permanecían absortos en la contemplación de tan elevadas palabras. Pero muchos dieron paso al escándalo en sus pensamientos y corazones: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne y a beber su sangre?” Esas palabras resultaban difíciles y duras y “muchos se volvieron atrás y ya no andaban con él”.
El Señor ve cómo mucha gente le abandona, se marchan murmurando que sus palabras son duras y cada vez son menos los que quedan con Él. Pudo haberse ideado en el momento una estrategia para conservar el “rating” o para perder la menor cantidad de seguidores, pudo haber rectificado sus palabras o suavizado su discurso haciendo correcciones y pidiendo disculpas a quienes se alejaban, pudo cambiar su predicación por una disertación falaz que intentara a todo costo mantener consigo a la mayor cantidad de adeptos posibles, a ejemplo de algunos antiguos sofistas o de algunos modernos políticos; pudo prometer para nunca cumplir o pudo darle a la gente una religión a la medida de cada quien y un Dios que pudiera ser manipulado a capricho personal.
Pero no lo hizo. Su verdad no está en venta. Al ver que muchos se marchaban se volvió con aire desafiante hacia los doce, sus más íntimos amigos y les dijo: “¿También vosotros queréis marcharos?”. De inmediato se da a conocer la personalidad explosiva de Pedro, que toma la palabra y responde en nombre de todos: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Sólo tú tienes Palabras de Vida Eterna”.
Leyendo este relato siempre me ha asaltado una duda: ¿Hacia dónde se dirigieron luego las personas que se marcharon? Es probable que hayan ido a buscar un maestro menos exigente, un maestro que se amoldara a sus necesidades o ideales religiosos o políticos, uno que no fuera tan duro como Jesús.
Tal vez encontrarían un maestro con discurso elocuente y convincente, que les dijera sólo lo que ellos querían oír, pero en ningún lugar iban a encontrar al Maestro que se entrega a sí mismo como alimento y que da Vida Eterna, aquél que afirma: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Feliz domingo.
El relato del Evangelio que se lee este domingo (Juan 6, 55. 60-69) concluye un largo discurso que Jesús ha dirigido a la multitud que le seguía. En este discurso el Señor, luego de haber multiplicado cinco panes y dos peces para dar de comer a una muchedumbre, insiste en la necesidad de “trabajar no […]
El relato del Evangelio que se lee este domingo (Juan 6, 55. 60-69) concluye un largo discurso que Jesús ha dirigido a la multitud que le seguía. En este discurso el Señor, luego de haber multiplicado cinco panes y dos peces para dar de comer a una muchedumbre, insiste en la necesidad de “trabajar no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece y que da vida eterna”. Acto seguido enseña Jesús cuál es ese alimento: “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”, dice y también: “si no coméis la carne y no bebéis la sangre del Hijo del Hombre no tendréis vida en vosotros”.
Las reacciones de la gente no se hacen esperar: en medio del asombro por aquellas palabras tan extrañas algunos simplemente callan, como intentando comprender algo en apariencia ilógico: ¿comer su carne? ¿Beber su sangre? Otros, tal vez, comprendieron a lo que se refería el Maestro y permanecían absortos en la contemplación de tan elevadas palabras. Pero muchos dieron paso al escándalo en sus pensamientos y corazones: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne y a beber su sangre?” Esas palabras resultaban difíciles y duras y “muchos se volvieron atrás y ya no andaban con él”.
El Señor ve cómo mucha gente le abandona, se marchan murmurando que sus palabras son duras y cada vez son menos los que quedan con Él. Pudo haberse ideado en el momento una estrategia para conservar el “rating” o para perder la menor cantidad de seguidores, pudo haber rectificado sus palabras o suavizado su discurso haciendo correcciones y pidiendo disculpas a quienes se alejaban, pudo cambiar su predicación por una disertación falaz que intentara a todo costo mantener consigo a la mayor cantidad de adeptos posibles, a ejemplo de algunos antiguos sofistas o de algunos modernos políticos; pudo prometer para nunca cumplir o pudo darle a la gente una religión a la medida de cada quien y un Dios que pudiera ser manipulado a capricho personal.
Pero no lo hizo. Su verdad no está en venta. Al ver que muchos se marchaban se volvió con aire desafiante hacia los doce, sus más íntimos amigos y les dijo: “¿También vosotros queréis marcharos?”. De inmediato se da a conocer la personalidad explosiva de Pedro, que toma la palabra y responde en nombre de todos: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Sólo tú tienes Palabras de Vida Eterna”.
Leyendo este relato siempre me ha asaltado una duda: ¿Hacia dónde se dirigieron luego las personas que se marcharon? Es probable que hayan ido a buscar un maestro menos exigente, un maestro que se amoldara a sus necesidades o ideales religiosos o políticos, uno que no fuera tan duro como Jesús.
Tal vez encontrarían un maestro con discurso elocuente y convincente, que les dijera sólo lo que ellos querían oír, pero en ningún lugar iban a encontrar al Maestro que se entrega a sí mismo como alimento y que da Vida Eterna, aquél que afirma: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Feliz domingo.