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Columnista - 6 diciembre, 2015

El día de la boda

El día de la boda Adriana se levantó antes del amanecer de una mañana nublada. No es que hubiera dormido mucho, había trasnochado haciéndose un vestido, su vestido, el mismo que por no estar listo la hizo levantar mucho antes de lo previsto. El vestido estaba hecho en chifón, una tela muy difícil de cortar […]

El día de la boda Adriana se levantó antes del amanecer de una mañana nublada. No es que hubiera dormido mucho, había trasnochado haciéndose un vestido, su vestido, el mismo que por no estar listo la hizo levantar mucho antes de lo previsto. El vestido estaba hecho en chifón, una tela muy difícil de cortar según ella, pero a la que sin embargo fue capaz de entrarle a tijeretazos sin medir ni patronar ni nada. El resultado fue que el corte se hizo sin tener en cuenta la caída de la tela y esto produjo una ola a la altura de la cintura, que resultaba bastante desfavorecedora. Además, figúrense, que tal una diseñadora de moda mal vestida. Eso hablaba mal de ella no solo como persona sino también como profesional; así que sin saber cómo debía solucionar el asunto de su vestido, su propio vestido, que ironía; sobre todo después de haber hecho sin problema los vestidos de una de sus sobrinas y el de una hermana, la menor; además de asesorar en peinado y maquillaje a casi todas las de la familia que asistieron al evento, como quince.

La tela era divina, con un estampado que parecía una roca que daba visos ocres pero que con la caída de la tela se hacía de un abstracto que solo dejaba la sensación de luz y movimiento tras su paso. La había comprado en Faraj.

Carísimo el metro, pero según ella era lo justo debido a la calidad y a lo poco convencional del diseño del estampado. Sin embargo se confió y cortó, sin tomar precauciones imperdonables por este tipo de textil, capaz de modificar su estructura con el capricho del paso del viento o el cambio de temperatura. Fue esto y no una contenida necesidad creativa lo que generó varios cambios en el diseño del atuendo, que varió desde camisón con cuello pajarito hasta uno de espalda afuera, escotado, con faldón de caída hasta los tobillos. La tela tuvo que acomodarse al primer error de corte y de ahí la solución no fue otra más que comprar más tela en el almacén de Faraj, y rogarle a Alá que no estuviera atendiendo el almacén el viejo sino el joven, que era un poco más flexible con los precios.

Aunque era de una sola pieza el vestido terminó siendo casi de dos piezas: falda y tela como tirada sobre el torso, que amenazaba con deshacerse a cada movimiento, a pesar de todo el andamiaje que gracias a nodrizas, alfileres y puntadas invisibles, sostenían los fragmentos para que no dejara al descubierto más de lo querido. Maquillaje y peinado ocurrieron justo después de terminar de armarse en el cuerpo el vestido. Después, la típica escena del espejo retrovisor del carro enmarcando a un ojo recibiendo pestañina, delineador y sombra. Después, la llegada apoteósica a la casa de la mamá del novio y el tinte uva esparciéndose en el pelo como quien hubiera metido la cabeza en un pote de pintura.

El resultado fue maravilloso, y las fotos así lo evidenciaron. Aunque se tomó poquitas por andar pendiente de ayudar a su hermana, a sus sobrinas, y por andar pendiente de la neura de su novio, que no hizo sino quejarse desde quince días antes del evento. Parecía un bebé haciendo pataletas por tener que comprarse un pantalón (y un cinturón) para el acontecimiento; pero ajá, finalmente lo convenció y fueron juntos y hasta disfrutaron de la fiesta, burlándose de los tonos capilares de unos invitados y conteniendo carcajadas ante mujeres de barrigas fajadas; mientras contemplaban el espectáculo macabro de los músicos acechando la torre de postres y finalmente devorándola, hasta los cimientos, ante las miradas estupefactas de organizadores e invitados.

Columnista
6 diciembre, 2015

El día de la boda

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jarol Ferreira

El día de la boda Adriana se levantó antes del amanecer de una mañana nublada. No es que hubiera dormido mucho, había trasnochado haciéndose un vestido, su vestido, el mismo que por no estar listo la hizo levantar mucho antes de lo previsto. El vestido estaba hecho en chifón, una tela muy difícil de cortar […]


El día de la boda Adriana se levantó antes del amanecer de una mañana nublada. No es que hubiera dormido mucho, había trasnochado haciéndose un vestido, su vestido, el mismo que por no estar listo la hizo levantar mucho antes de lo previsto. El vestido estaba hecho en chifón, una tela muy difícil de cortar según ella, pero a la que sin embargo fue capaz de entrarle a tijeretazos sin medir ni patronar ni nada. El resultado fue que el corte se hizo sin tener en cuenta la caída de la tela y esto produjo una ola a la altura de la cintura, que resultaba bastante desfavorecedora. Además, figúrense, que tal una diseñadora de moda mal vestida. Eso hablaba mal de ella no solo como persona sino también como profesional; así que sin saber cómo debía solucionar el asunto de su vestido, su propio vestido, que ironía; sobre todo después de haber hecho sin problema los vestidos de una de sus sobrinas y el de una hermana, la menor; además de asesorar en peinado y maquillaje a casi todas las de la familia que asistieron al evento, como quince.

La tela era divina, con un estampado que parecía una roca que daba visos ocres pero que con la caída de la tela se hacía de un abstracto que solo dejaba la sensación de luz y movimiento tras su paso. La había comprado en Faraj.

Carísimo el metro, pero según ella era lo justo debido a la calidad y a lo poco convencional del diseño del estampado. Sin embargo se confió y cortó, sin tomar precauciones imperdonables por este tipo de textil, capaz de modificar su estructura con el capricho del paso del viento o el cambio de temperatura. Fue esto y no una contenida necesidad creativa lo que generó varios cambios en el diseño del atuendo, que varió desde camisón con cuello pajarito hasta uno de espalda afuera, escotado, con faldón de caída hasta los tobillos. La tela tuvo que acomodarse al primer error de corte y de ahí la solución no fue otra más que comprar más tela en el almacén de Faraj, y rogarle a Alá que no estuviera atendiendo el almacén el viejo sino el joven, que era un poco más flexible con los precios.

Aunque era de una sola pieza el vestido terminó siendo casi de dos piezas: falda y tela como tirada sobre el torso, que amenazaba con deshacerse a cada movimiento, a pesar de todo el andamiaje que gracias a nodrizas, alfileres y puntadas invisibles, sostenían los fragmentos para que no dejara al descubierto más de lo querido. Maquillaje y peinado ocurrieron justo después de terminar de armarse en el cuerpo el vestido. Después, la típica escena del espejo retrovisor del carro enmarcando a un ojo recibiendo pestañina, delineador y sombra. Después, la llegada apoteósica a la casa de la mamá del novio y el tinte uva esparciéndose en el pelo como quien hubiera metido la cabeza en un pote de pintura.

El resultado fue maravilloso, y las fotos así lo evidenciaron. Aunque se tomó poquitas por andar pendiente de ayudar a su hermana, a sus sobrinas, y por andar pendiente de la neura de su novio, que no hizo sino quejarse desde quince días antes del evento. Parecía un bebé haciendo pataletas por tener que comprarse un pantalón (y un cinturón) para el acontecimiento; pero ajá, finalmente lo convenció y fueron juntos y hasta disfrutaron de la fiesta, burlándose de los tonos capilares de unos invitados y conteniendo carcajadas ante mujeres de barrigas fajadas; mientras contemplaban el espectáculo macabro de los músicos acechando la torre de postres y finalmente devorándola, hasta los cimientos, ante las miradas estupefactas de organizadores e invitados.