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Columnista - 1 agosto, 2010

El derecho a la vida

Por: Luis Rafael Nieto Pardo En vista del incremento en la ola de crímenes, sin acabar de colmarse nuestra capacidad de asombro, hoy hacemos estas reflexiones acerca de lo sagrada que es la vida, como nos lo recordaba permanentemente el profesor Antanas Mockus, cuando era el digno candidato a la presidencia en días pasados. La […]

Por: Luis Rafael Nieto Pardo

En vista del incremento en la ola de crímenes, sin acabar de colmarse nuestra capacidad de asombro, hoy hacemos estas reflexiones acerca de lo sagrada que es la vida, como nos lo recordaba permanentemente el profesor Antanas Mockus, cuando era el digno candidato a la presidencia en días pasados.

La vida, para comenzar, antes que un derecho es un hecho y, más concretamente, un hecho biológico. El hombre, único animal que habla de derechos en este planeta, comparte ese hecho con miles de seres vivos. Por tratarse de un hecho del que todo ser humano es protagonista por el mero hecho de vivir y sin necesidad de que se lo proclame como derecho, algunos llegan a pensar que no tiene sentido hablar de un derecho a la vida. Cuando mucho se podría decir que la vida es el hecho básico que requerimos para que se puedan reconocer, ejercer y hacer respetar los derechos. La vida, por lo tanto, no sería uno de esos derechos que se pueden gozar a partir de ella misma, sino su fundamento.

Hablar de derecho a la vida, sin embargo, consiste en elevar ese hecho, que de momento compartimos todos los que ahora estamos vivos, a la categoría de un título que debe ser reconocido por el Estado, un título que obliga al Estado a respetarla y hacerla respetar por parte de todos los ciudadanos. Claro, a diferencia de otros valores que, en virtud de la cultura de los Derechos Humanos, los Estados han llegado a reconocer y proteger como derechos (la libertad, la igualdad, etc.), la vida no es algo que el Estado tenga que crear por la vía legal a través del hecho fáctico lingüístico de proclamarlo, o por la vía policial o judicial a través del hecho punitivo de hacer cumplir la ley.

Así, por ejemplo, proclamar la libertad es partir de un hecho contra-fáctico que comienza a cambiar la realidad una vez se da la proclamación. Proclamar el derecho a la vida, sin embargo, no parece crear la vida. Más bien el Estado llega tarde, si se puede decir así, a un hecho cumplido y solamente puede rodearlo de garantías. Para hacer eso no requirió, hasta muy recientemente, de elevar la vida a la categoría de derecho básico. Bastaba con que fuera el más preciado de los bienes que hacían parte de la sociedad, para que regímenes políticos, desde el despertar mismo de las civilizaciones, consideraran al homicidio como uno de los más horrendos crímenes y lo castigaran con las penas más severas. Hablar de un derecho a la vida, por lo tanto, no es sólo suponer que la vida es lo más valioso, sino elevarla a la categoría de título con respecto al cual las codificaciones jurídicas tienen una relación fundamental, que opera para ellas como un axioma incuestionable. Significa elevar la vida a la categoría de un derecho básico.

A partir de una apreciación subjetiva se dice que la vida es “lo más valioso”, ante todo, para quien vive y mientras quiera seguir viviendo. Decir que la vida es un derecho básico es, en parte, sacarla de la esfera de influencia de quien vive y establecer un relación fundamental, no sólo en atención a quien vive esa vida, sino en atención al orden político mismo.

Es bueno que quede claro que esa relación compromete al orden político, no a la naturaleza, a los dioses o a la muerte. Derecho a la vida, por ejemplo, no significa derecho a la inmortalidad. Es evidente que ningún derecho humano tiene potestad para impedir la muerte, conmover a los dioses o revertir los procesos bioquímicos que rigen nuestro cuerpo y marcan, ya desde el nacimiento, las condiciones inexorables de su deterioro, ni ante las fuerzas de la naturaleza que pueden aniquilarlo desde afuera. Así como nos encontramos con la vida como hecho, antes que como un derecho, también nos encontramos con el hecho de la mortalidad de los seres vivos, incluyendo a los humanos.
Aunque todo esto es obvio, había que decirlo para enfatizar que los Derechos Humanos son títulos que sólo son exigibles delante de otros humanos y de los Estados bajo los cuales ellos viven. Ya de esa forma vamos estableciendo, además, que no siempre la muerte de alguien es una violación al derecho a la vida, pues tal derecho se refiere a esa porción de la vida sobre la que, por acción o por omisión, tienen injerencia los seres humanos y sobre la cual la injerencia regulativa de los Estados es posible.
En conclusión, reivindicar un derecho a la vida no implica en ningún momento asignarle a la vida biológica un valor absoluto. Significa elevar la vida a la categoría de un título exigible e indisolublemente ligado a la dignidad, la realización personal y el desarrollo de las libertades. Sólo en su calidad de título se puede invocar la fuerza del Estado contra las condiciones de inseguridad y violencia y hacer que se proteja la vida biológica contra la agresividad de los mismos seres humanos.

Columnista
1 agosto, 2010

El derecho a la vida

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Luis Rafael Nieto Pardo

Por: Luis Rafael Nieto Pardo En vista del incremento en la ola de crímenes, sin acabar de colmarse nuestra capacidad de asombro, hoy hacemos estas reflexiones acerca de lo sagrada que es la vida, como nos lo recordaba permanentemente el profesor Antanas Mockus, cuando era el digno candidato a la presidencia en días pasados. La […]


Por: Luis Rafael Nieto Pardo

En vista del incremento en la ola de crímenes, sin acabar de colmarse nuestra capacidad de asombro, hoy hacemos estas reflexiones acerca de lo sagrada que es la vida, como nos lo recordaba permanentemente el profesor Antanas Mockus, cuando era el digno candidato a la presidencia en días pasados.

La vida, para comenzar, antes que un derecho es un hecho y, más concretamente, un hecho biológico. El hombre, único animal que habla de derechos en este planeta, comparte ese hecho con miles de seres vivos. Por tratarse de un hecho del que todo ser humano es protagonista por el mero hecho de vivir y sin necesidad de que se lo proclame como derecho, algunos llegan a pensar que no tiene sentido hablar de un derecho a la vida. Cuando mucho se podría decir que la vida es el hecho básico que requerimos para que se puedan reconocer, ejercer y hacer respetar los derechos. La vida, por lo tanto, no sería uno de esos derechos que se pueden gozar a partir de ella misma, sino su fundamento.

Hablar de derecho a la vida, sin embargo, consiste en elevar ese hecho, que de momento compartimos todos los que ahora estamos vivos, a la categoría de un título que debe ser reconocido por el Estado, un título que obliga al Estado a respetarla y hacerla respetar por parte de todos los ciudadanos. Claro, a diferencia de otros valores que, en virtud de la cultura de los Derechos Humanos, los Estados han llegado a reconocer y proteger como derechos (la libertad, la igualdad, etc.), la vida no es algo que el Estado tenga que crear por la vía legal a través del hecho fáctico lingüístico de proclamarlo, o por la vía policial o judicial a través del hecho punitivo de hacer cumplir la ley.

Así, por ejemplo, proclamar la libertad es partir de un hecho contra-fáctico que comienza a cambiar la realidad una vez se da la proclamación. Proclamar el derecho a la vida, sin embargo, no parece crear la vida. Más bien el Estado llega tarde, si se puede decir así, a un hecho cumplido y solamente puede rodearlo de garantías. Para hacer eso no requirió, hasta muy recientemente, de elevar la vida a la categoría de derecho básico. Bastaba con que fuera el más preciado de los bienes que hacían parte de la sociedad, para que regímenes políticos, desde el despertar mismo de las civilizaciones, consideraran al homicidio como uno de los más horrendos crímenes y lo castigaran con las penas más severas. Hablar de un derecho a la vida, por lo tanto, no es sólo suponer que la vida es lo más valioso, sino elevarla a la categoría de título con respecto al cual las codificaciones jurídicas tienen una relación fundamental, que opera para ellas como un axioma incuestionable. Significa elevar la vida a la categoría de un derecho básico.

A partir de una apreciación subjetiva se dice que la vida es “lo más valioso”, ante todo, para quien vive y mientras quiera seguir viviendo. Decir que la vida es un derecho básico es, en parte, sacarla de la esfera de influencia de quien vive y establecer un relación fundamental, no sólo en atención a quien vive esa vida, sino en atención al orden político mismo.

Es bueno que quede claro que esa relación compromete al orden político, no a la naturaleza, a los dioses o a la muerte. Derecho a la vida, por ejemplo, no significa derecho a la inmortalidad. Es evidente que ningún derecho humano tiene potestad para impedir la muerte, conmover a los dioses o revertir los procesos bioquímicos que rigen nuestro cuerpo y marcan, ya desde el nacimiento, las condiciones inexorables de su deterioro, ni ante las fuerzas de la naturaleza que pueden aniquilarlo desde afuera. Así como nos encontramos con la vida como hecho, antes que como un derecho, también nos encontramos con el hecho de la mortalidad de los seres vivos, incluyendo a los humanos.
Aunque todo esto es obvio, había que decirlo para enfatizar que los Derechos Humanos son títulos que sólo son exigibles delante de otros humanos y de los Estados bajo los cuales ellos viven. Ya de esa forma vamos estableciendo, además, que no siempre la muerte de alguien es una violación al derecho a la vida, pues tal derecho se refiere a esa porción de la vida sobre la que, por acción o por omisión, tienen injerencia los seres humanos y sobre la cual la injerencia regulativa de los Estados es posible.
En conclusión, reivindicar un derecho a la vida no implica en ningún momento asignarle a la vida biológica un valor absoluto. Significa elevar la vida a la categoría de un título exigible e indisolublemente ligado a la dignidad, la realización personal y el desarrollo de las libertades. Sólo en su calidad de título se puede invocar la fuerza del Estado contra las condiciones de inseguridad y violencia y hacer que se proteja la vida biológica contra la agresividad de los mismos seres humanos.