Vuelve el ex-presidente Álvaro Uribe a las tierras del Cesar, esa que visitó a primera hora del 8 de agosto de 2002, horas después de su posesión como el Presidente...
Vuelve el ex-presidente Álvaro Uribe a las tierras del Cesar, esa que visitó a primera hora del 8 de agosto de 2002, horas después de su posesión como el Presidente que iniciaba su mandato de 8 años en la mayor cruzada del Estado contra el desafío de la guerrilla colombiana. En una década el departamento recuperó buena parte de su tranquilidad y, salvo actuales escaramuzas de las Farc, nuevas esperanzas se fueron tejiendo.
En su primer cuatrienio los paramilitares, -que en Cesar adoptaron un matiz predominantemente contrainsurgente, y no narcotraficante como en otras latitudes -, se sintieron entusiasmados por la decidida política oficial, dejando, como sus adversarios, lagos de sangre, y al final de su gobierno, en medio de críticas, aquellos se acogieron a la política de Justicia y Paz, corregida por decisión de la Corte Constitucional.
Entonces un mejor ambiente produjo un renacimiento colectivo, expresado en la masiva elección de Cristian Moreno como gobernador bajo el entendido de que representaba un sentimiento contra gobernantes precedentes salpicados por presuntas relaciones con ese pasado. Al final nos quedamos con la desilusión de la gestión del gobernador, con una dirigencia parlamentaria decapitada y sin liderazgo nacional, sin Uribe y con Santos, sin autodefensas, pero con las Bacrim, con la guerrilla acorralada pero viva. Con el ganado en crisis, por la pugnacidad con Venezuela, después del auge que tuvieron a mediados de la década las exportaciones de carne en canal, un crecimiento de las plantaciones de palma de aceite, el incremento de la producción del carbón y unas infraestructuras rezagadas, la fluvial, la férrea y la vial, esta reactivada al final con la contratación de la ruta del Sol. Se mejoraron las coberturas de salud y educación, en medio de sus constantes fallas.
Sin embargo, el mejor juicio sobre la gestión de Uribe fue el tema de seguridad y en ese aspecto su desempeño fue satisfactorio y es justo reconocérselo!
Pero la seguridad en campos y vías no fue la de las ciudades, bastante agravada por la desmovilización de miles de autodefensas sin solución de reinserción laboral alguna y la continuación, estructural, del narcotráfico y la ilegal economía de frontera.
Y es de suponer que en la cabeza de Uribe se movía, después de su valerosa lucha contra la Farc, la búsqueda de la paz. Después del ascenso militar de los rebeldes, del Caguán y del mandato electoral recibido, Uribe asumió con responsabilidad y liderazgo su papel de primer soldado de la Nación. Pero intentó la paz al final de su mandato cuando buscó sigilosamente acercamientos con ella. Esa búsqueda no se la puede negar a su sucesor.
Si lo interpretamos Uribe no es el salvador, tampoco el villano. No es ni guerrerista como aparece, tampoco apaciguador. No ama la guerra, que ha vivido en carne propia, y, por supuesto, tampoco una frágil paz.
Se decía hace 130 años: “en Colombia que es la tierra de las cosas singulares los civiles hacen guerra y hacen paz los militares”.
Su sobredimensionamiento de la inseguridad reinante, su oposición al proceso de paz -¿ será Uribe el sempiterno crítico de los procesos de paz?-, la polarización verbal y el uso político que genera, no es el Uribe que anida en el fondo de su propio corazón. No desconocemos cómo el justo sentimiento de traición condiciona los impulsos. Y cómo el cálculo político enceguece los mejores propósitos humanos. Quisiéramos verlo subido en el bus del sueño altruista de la paz de Colombia, exhibiendo, con razón, cómo su mandato contribuyó a llevar a los rebeldes a negociar en condiciones favorables a la sociedad y al Estado democrático. Así, sí, el Cesar lo reconocerá.
Vuelve el ex-presidente Álvaro Uribe a las tierras del Cesar, esa que visitó a primera hora del 8 de agosto de 2002, horas después de su posesión como el Presidente...
Vuelve el ex-presidente Álvaro Uribe a las tierras del Cesar, esa que visitó a primera hora del 8 de agosto de 2002, horas después de su posesión como el Presidente que iniciaba su mandato de 8 años en la mayor cruzada del Estado contra el desafío de la guerrilla colombiana. En una década el departamento recuperó buena parte de su tranquilidad y, salvo actuales escaramuzas de las Farc, nuevas esperanzas se fueron tejiendo.
En su primer cuatrienio los paramilitares, -que en Cesar adoptaron un matiz predominantemente contrainsurgente, y no narcotraficante como en otras latitudes -, se sintieron entusiasmados por la decidida política oficial, dejando, como sus adversarios, lagos de sangre, y al final de su gobierno, en medio de críticas, aquellos se acogieron a la política de Justicia y Paz, corregida por decisión de la Corte Constitucional.
Entonces un mejor ambiente produjo un renacimiento colectivo, expresado en la masiva elección de Cristian Moreno como gobernador bajo el entendido de que representaba un sentimiento contra gobernantes precedentes salpicados por presuntas relaciones con ese pasado. Al final nos quedamos con la desilusión de la gestión del gobernador, con una dirigencia parlamentaria decapitada y sin liderazgo nacional, sin Uribe y con Santos, sin autodefensas, pero con las Bacrim, con la guerrilla acorralada pero viva. Con el ganado en crisis, por la pugnacidad con Venezuela, después del auge que tuvieron a mediados de la década las exportaciones de carne en canal, un crecimiento de las plantaciones de palma de aceite, el incremento de la producción del carbón y unas infraestructuras rezagadas, la fluvial, la férrea y la vial, esta reactivada al final con la contratación de la ruta del Sol. Se mejoraron las coberturas de salud y educación, en medio de sus constantes fallas.
Sin embargo, el mejor juicio sobre la gestión de Uribe fue el tema de seguridad y en ese aspecto su desempeño fue satisfactorio y es justo reconocérselo!
Pero la seguridad en campos y vías no fue la de las ciudades, bastante agravada por la desmovilización de miles de autodefensas sin solución de reinserción laboral alguna y la continuación, estructural, del narcotráfico y la ilegal economía de frontera.
Y es de suponer que en la cabeza de Uribe se movía, después de su valerosa lucha contra la Farc, la búsqueda de la paz. Después del ascenso militar de los rebeldes, del Caguán y del mandato electoral recibido, Uribe asumió con responsabilidad y liderazgo su papel de primer soldado de la Nación. Pero intentó la paz al final de su mandato cuando buscó sigilosamente acercamientos con ella. Esa búsqueda no se la puede negar a su sucesor.
Si lo interpretamos Uribe no es el salvador, tampoco el villano. No es ni guerrerista como aparece, tampoco apaciguador. No ama la guerra, que ha vivido en carne propia, y, por supuesto, tampoco una frágil paz.
Se decía hace 130 años: “en Colombia que es la tierra de las cosas singulares los civiles hacen guerra y hacen paz los militares”.
Su sobredimensionamiento de la inseguridad reinante, su oposición al proceso de paz -¿ será Uribe el sempiterno crítico de los procesos de paz?-, la polarización verbal y el uso político que genera, no es el Uribe que anida en el fondo de su propio corazón. No desconocemos cómo el justo sentimiento de traición condiciona los impulsos. Y cómo el cálculo político enceguece los mejores propósitos humanos. Quisiéramos verlo subido en el bus del sueño altruista de la paz de Colombia, exhibiendo, con razón, cómo su mandato contribuyó a llevar a los rebeldes a negociar en condiciones favorables a la sociedad y al Estado democrático. Así, sí, el Cesar lo reconocerá.