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Columnista - 7 marzo, 2015

El campo en el Plan de Desarrollo

Como lo ha reiterado el Gobierno mismo, con Farc o sin Farc, la vida rural y la producción agropecuaria ocupan la atención del Estado y de la gran sociedad urbana como nunca antes. Otrora, la preocupación del citadino del común se limitaba a la referencia lejana a una guerra también lejana, o bien, a la […]

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Como lo ha reiterado el Gobierno mismo, con Farc o sin Farc, la vida rural y la producción agropecuaria ocupan la atención del Estado y de la gran sociedad urbana como nunca antes. Otrora, la preocupación del citadino del común se limitaba a la referencia lejana a una guerra también lejana, o bien, a la esporádica conexión con ese otro país a donde se va a pasear, sin mayor preocupación por quienes vivieron –y viven– esa guerra, por quienes sufren la pobreza rural, que es doblemente pobreza, o por quienes todos los días producen con esfuerzo lo que Colombia entera se come.

Hoy el desarrollo rural parece volverse importante, no solo –o no tanto– porque las Farc lo hayan exigido como primer punto de las negociaciones y se hayan generado compromisos para el Gobierno, sino porque la producción agropecuaria se erige como gran alternativa a la crisis de ingresos del sector energético, del cual terminamos dependiendo en demasía, como dependimos del café hasta mediados del siglo pasado, sin que hayamos aprendido la lección. Me puedo volver ‘cantaletudo’, pero insisto en preguntarme: Colombia tiene todo para ser potencia agropecuaria, ¿por qué no serlo?

Es una decisión de Estado que debe reflejarse en el Plan Nacional de Desarrollo, presentado por el Ejecutivo y aprobado por el Congreso. He ahí el problema: no encuentro consistencia entre el valor estratégico del campo, ni entre las declaraciones gubernamentales y los compromisos de La Habana, con el Proyecto de Ley en el que solo nueve de los 200 artículos están dedicados expresamente a la recuperación del campo en el Capítulo III.

Y si un analista desprevenido mira el mismo capítulo a la luz de las cifras, notará que de los 703,9 billones en que está valorado el Plan, solamente 49,2 están dedicados a la transformación del campo; y si hila más delgado, encontrará que, de esta última cifra, se espera que el sector privado ponga 35,5 billones, es decir, el 72% de la inversión rural, mientras que los recursos públicos en todas sus formas aportarían el 28% restante, apenas 13,7 billones, ¡el 1,9% del total del Plan!

Pero como el Plan tiene una muy válida concepción transversal, habría que buscar en otros lados, pero en la Educación, por ejemplo, que es uno de sus pilares, hay apenas referencias marginales a la educación rural, uno de los factores más protuberantes de inequidad y de las dificultades para la reconversión productiva. Lo mismo sucede en Salud, y tampoco encuentro el énfasis en lo rural que debería tener el componente de Ciencia, Tecnología e Innovación, como llave de la puerta a la competitividad productiva, que se requiere si en realidad tenemos vocación de potencia agropecuaria. De la misma manera, sin la asociatividad de los pequeños productores como política de Estado con recursos asegurados, que no se ven en el Plan, la reconversión productiva será imposible y la reforma agraria centrada en distribución de tierras una nueva frustración.

Entiendo que, de cualquier manera, los planes son ‘indicativos’, pero aun desde esa óptica no encuentro algo que me ‘indique’ la prioridad gubernamental para empezar a saldar la deuda histórica con el campo. Se percibe –eso sí– un énfasis en el tema de tierras y reforma agraria que parece responder a las exigencias de las Farc, pero muy poca orientación hacia un desarrollo verdaderamente integral que permita aprovechar las inmensas oportunidades de un mundo ávido de alimentos.

Nota bene: ¿De dónde saldrá tan voluminoso aporte privado, ¡el 70%!, después de una reforma tributaria que exigirá mayores sacrificios?

Columnista
7 marzo, 2015

El campo en el Plan de Desarrollo

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Félix Lafaurie Rivera

Como lo ha reiterado el Gobierno mismo, con Farc o sin Farc, la vida rural y la producción agropecuaria ocupan la atención del Estado y de la gran sociedad urbana como nunca antes. Otrora, la preocupación del citadino del común se limitaba a la referencia lejana a una guerra también lejana, o bien, a la […]


Como lo ha reiterado el Gobierno mismo, con Farc o sin Farc, la vida rural y la producción agropecuaria ocupan la atención del Estado y de la gran sociedad urbana como nunca antes. Otrora, la preocupación del citadino del común se limitaba a la referencia lejana a una guerra también lejana, o bien, a la esporádica conexión con ese otro país a donde se va a pasear, sin mayor preocupación por quienes vivieron –y viven– esa guerra, por quienes sufren la pobreza rural, que es doblemente pobreza, o por quienes todos los días producen con esfuerzo lo que Colombia entera se come.

Hoy el desarrollo rural parece volverse importante, no solo –o no tanto– porque las Farc lo hayan exigido como primer punto de las negociaciones y se hayan generado compromisos para el Gobierno, sino porque la producción agropecuaria se erige como gran alternativa a la crisis de ingresos del sector energético, del cual terminamos dependiendo en demasía, como dependimos del café hasta mediados del siglo pasado, sin que hayamos aprendido la lección. Me puedo volver ‘cantaletudo’, pero insisto en preguntarme: Colombia tiene todo para ser potencia agropecuaria, ¿por qué no serlo?

Es una decisión de Estado que debe reflejarse en el Plan Nacional de Desarrollo, presentado por el Ejecutivo y aprobado por el Congreso. He ahí el problema: no encuentro consistencia entre el valor estratégico del campo, ni entre las declaraciones gubernamentales y los compromisos de La Habana, con el Proyecto de Ley en el que solo nueve de los 200 artículos están dedicados expresamente a la recuperación del campo en el Capítulo III.

Y si un analista desprevenido mira el mismo capítulo a la luz de las cifras, notará que de los 703,9 billones en que está valorado el Plan, solamente 49,2 están dedicados a la transformación del campo; y si hila más delgado, encontrará que, de esta última cifra, se espera que el sector privado ponga 35,5 billones, es decir, el 72% de la inversión rural, mientras que los recursos públicos en todas sus formas aportarían el 28% restante, apenas 13,7 billones, ¡el 1,9% del total del Plan!

Pero como el Plan tiene una muy válida concepción transversal, habría que buscar en otros lados, pero en la Educación, por ejemplo, que es uno de sus pilares, hay apenas referencias marginales a la educación rural, uno de los factores más protuberantes de inequidad y de las dificultades para la reconversión productiva. Lo mismo sucede en Salud, y tampoco encuentro el énfasis en lo rural que debería tener el componente de Ciencia, Tecnología e Innovación, como llave de la puerta a la competitividad productiva, que se requiere si en realidad tenemos vocación de potencia agropecuaria. De la misma manera, sin la asociatividad de los pequeños productores como política de Estado con recursos asegurados, que no se ven en el Plan, la reconversión productiva será imposible y la reforma agraria centrada en distribución de tierras una nueva frustración.

Entiendo que, de cualquier manera, los planes son ‘indicativos’, pero aun desde esa óptica no encuentro algo que me ‘indique’ la prioridad gubernamental para empezar a saldar la deuda histórica con el campo. Se percibe –eso sí– un énfasis en el tema de tierras y reforma agraria que parece responder a las exigencias de las Farc, pero muy poca orientación hacia un desarrollo verdaderamente integral que permita aprovechar las inmensas oportunidades de un mundo ávido de alimentos.

Nota bene: ¿De dónde saldrá tan voluminoso aporte privado, ¡el 70%!, después de una reforma tributaria que exigirá mayores sacrificios?