“Todos los patios que lindaban con los callejones estaban circuidos con estacas de brasil, en los cuales había portillos que daban paso a los muchachos que transitaban de predio en predio”.
En la crónica anterior se realizó un recuento general de anécdotas y personajes protagonistas del famoso sitio conocido como ‘El callejón de la purrututú’, también se hizo alusión a los más asiduos visitantes de los callejones.
Entre la muchachada éramos: Jorge Luque (Bore), José Manuel Céspedes (Chenga), Leo Maya Martínez, José Rafael Ariza (el Pecoso), Hernán Araujo Rasgo, Tarsicio y Vicente Mendoza, Pedro y Calixto Ortega mis hermanos, Alberto y Ángel Pitre, Ramiro Leal, Rodolfo y Álvaro Martínez, Edinso Gámez, Álvaro Castro Castro y los más pequeños Napoleón Durán (Curuzú) y José Rodríguez (Calleja) a quienes protegíamos. No éramos una cofradía de querubes. A ratos, de travesuras pasábamos a maldades sin tener el alcance mental del mal resultado,
Cuando la brisa decembrina hacía remolinos de tierra y el cielo se graneaba de cometas, en el patio inmenso de Raúl Martínez y Felicia Zuleta, donde había todas las flores del mundo, se atestaba de gente del Cañahuate. Llegaban los Nieves, Galindo, Jiménez, Rodríguez, Triana, Pinto, Socarrás, Castilla y otros, para dar un saludo a Narciso y Aníbal, que venían de vacaciones como estudiantes de Medicina y Derecho, siendo el asombro de todos porque entonces los desposeídos de bienes no tenían espacio universitario.
La ultraliberal ‘Barra Chueca’ se hacía presente allí, en esa casa del callejón. A distancia, por ser menores, escuchábamos las guitarras y lo que ellos comentaban de la ‘Policía chulavita’, los asesinatos de labriegos liberales a mano de unos sicarios llamados “pájaros”, del gobierno de los godos, de la guerrilla roja de los Llanos y de los estragos de los “chusmeros” rebeldes del Tolima. Nunca imaginé en ese entonces, que un día venidero, a petición de la familia de Aníbal Martínez, me tocara escribir un panegírico sobre él, uno de los grandes nuestros, cuando ya fallecido, se empotró una placa memorativa en esa casa donde había llegado al mundo.
Nuestra “cancha” se abría en el callejón entre el patio de doña Felicia Zuleta y la casa del señor Pedro Nel Araujo. Julio Martínez ponía su pesado balón de básquet, pero otras veces llevábamos pelotas de caucho. Cuando estas caían en el patio de Mélida, su consorte, Luis Cotes imponía una multa para su devolución.
Si no había pago, nos devolvía la pelota chuzada a navaja. Él era un famoso clarinetista de las bandas viejas de la provincia, y es el autor de una tonadilla solemne que todavía se escucha en las procesiones de la Semana Mayor. Los días de escuela, a la hora del recreo, Mélida cruzaba el callejón con un rosquete de tela en la cabeza sobre la cual sostenía una olleta repleta de paletas de todos los sabores, para vender a los escolares.
Cuando en octubre, los ramalazos fosforescentes de las centellas rubricaban el cielo huracanado, Mélida Maestre corría por los callejones con los ojos desorbitados de pánico y las manos en la cabeza, pidiendo misericordia. Ella fue la madre del médico Luis Camilo Maestre, del Ingeniero Tirso Riveira y de Vilma, la bella esposa de ‘Chicho’ Ruíz, el artista del pincel.
En tiempo de vacaciones, César Pompeyo Mendoza, veía la ocasión de ejercitar su vocación de pedagogo que llevaba en el alma. Se integraba a la muchachada de los callejones, pateando las bolas de trapo o en el juego de la chequita, una especie de béisbol con tapas de gaseosas y palos de escoba como bates. Venía de un seminario y después como universitario de la frígida Tunja. Lo acatábamos como a un hermano mayor que nos ilustraba con relatos de la distante patria de los zaques.
En la parte media del callejón, residía Cecilia Villazón Zubiría, entonces muy bella. Sería el apoyo idílico de Jaime Mejía Duque, un caballero caldense, uno de los mejores críticos literarios de Latinoamérica, quien sería mi colega como asesor en el Congreso Nacional y después el prologuista de ‘Crónicas de Antier’, uno de mis libros.
En la cabecera opuesta de ‘El callejón de la Purrututú’, que a esa altura se llama de “Pedro Antonio”, tenía casa Gilberto Galván, conocido como ‘Cabirol’, un gran bacán. Al parecer llegó con el Batallón Bomboná y aquí se quedó con Enma Vega, su pareja de siempre.
El apelativo de ‘Cabirol’, corresponde a un sastre italiano de la nobleza en época del romanticismo con fama de vestir etiquetoso y pulquérrimo. Nuestro ‘Cabirol’ criollo, al atardecer transitaba por el callejón rumbo al centro del poblado. Sus pasos medidos y elásticos como los duelistas del Oeste, resonaban con unas botas vaqueras herradas de carramplones. Los pantalones de dril blanco, acartonados de almidón iban subidos al pecho sujetos con tirantes.
Además, usaba camisas con alamares bordados como los charros mejicanos. Unas patillas negras de su cara cetrina y angulosa bajaban hasta la quijada inferior. Se decía que, para evitar las arrugas en los pliegues de su pantalón, se vestía subido en una mesa. Era el típico bacán que vivía su mundo sin importarle la mofa ni “el qué dirán” de los demás habitantes del planeta.
Tenía fama de ser duro en su oficio artesanal haciendo hasta mil ladrillos cada día. Nadie pudo jamás probar que fumaba tabacos estimulantes, como se decía. Cuando pasaba las esquinas, a las personas que espiaban su paso de camaján elegante, les sonreía para mostrar sus dientes laminados en oro. Entonces, con un dedo se señalaba la dentadura para decir: “Aquí va el tesoro del pirata Morgan”.
LA AÑORANZA DE UNA ÉPOCA
En algunos atardeceres, despacio y reflexivo, suelo pasear los callejones, creyendo adivinar en ellos pasos que se fueron, risas que murieron, cadencias de guitarras lejanas, aromas de otras primaveras, visos de rostros olvidados que ya cruzaron el umbral de la nada. Entonces procuro retener en mi pensamiento esa realidad que se fue y ya no es, dolido de que se desdibuje ante mis ojos, poco a poco, un pequeño tramo del pasado aldeano y amable de aquél otro Valledupar que se deshizo.
POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN
“Todos los patios que lindaban con los callejones estaban circuidos con estacas de brasil, en los cuales había portillos que daban paso a los muchachos que transitaban de predio en predio”.
En la crónica anterior se realizó un recuento general de anécdotas y personajes protagonistas del famoso sitio conocido como ‘El callejón de la purrututú’, también se hizo alusión a los más asiduos visitantes de los callejones.
Entre la muchachada éramos: Jorge Luque (Bore), José Manuel Céspedes (Chenga), Leo Maya Martínez, José Rafael Ariza (el Pecoso), Hernán Araujo Rasgo, Tarsicio y Vicente Mendoza, Pedro y Calixto Ortega mis hermanos, Alberto y Ángel Pitre, Ramiro Leal, Rodolfo y Álvaro Martínez, Edinso Gámez, Álvaro Castro Castro y los más pequeños Napoleón Durán (Curuzú) y José Rodríguez (Calleja) a quienes protegíamos. No éramos una cofradía de querubes. A ratos, de travesuras pasábamos a maldades sin tener el alcance mental del mal resultado,
Cuando la brisa decembrina hacía remolinos de tierra y el cielo se graneaba de cometas, en el patio inmenso de Raúl Martínez y Felicia Zuleta, donde había todas las flores del mundo, se atestaba de gente del Cañahuate. Llegaban los Nieves, Galindo, Jiménez, Rodríguez, Triana, Pinto, Socarrás, Castilla y otros, para dar un saludo a Narciso y Aníbal, que venían de vacaciones como estudiantes de Medicina y Derecho, siendo el asombro de todos porque entonces los desposeídos de bienes no tenían espacio universitario.
La ultraliberal ‘Barra Chueca’ se hacía presente allí, en esa casa del callejón. A distancia, por ser menores, escuchábamos las guitarras y lo que ellos comentaban de la ‘Policía chulavita’, los asesinatos de labriegos liberales a mano de unos sicarios llamados “pájaros”, del gobierno de los godos, de la guerrilla roja de los Llanos y de los estragos de los “chusmeros” rebeldes del Tolima. Nunca imaginé en ese entonces, que un día venidero, a petición de la familia de Aníbal Martínez, me tocara escribir un panegírico sobre él, uno de los grandes nuestros, cuando ya fallecido, se empotró una placa memorativa en esa casa donde había llegado al mundo.
Nuestra “cancha” se abría en el callejón entre el patio de doña Felicia Zuleta y la casa del señor Pedro Nel Araujo. Julio Martínez ponía su pesado balón de básquet, pero otras veces llevábamos pelotas de caucho. Cuando estas caían en el patio de Mélida, su consorte, Luis Cotes imponía una multa para su devolución.
Si no había pago, nos devolvía la pelota chuzada a navaja. Él era un famoso clarinetista de las bandas viejas de la provincia, y es el autor de una tonadilla solemne que todavía se escucha en las procesiones de la Semana Mayor. Los días de escuela, a la hora del recreo, Mélida cruzaba el callejón con un rosquete de tela en la cabeza sobre la cual sostenía una olleta repleta de paletas de todos los sabores, para vender a los escolares.
Cuando en octubre, los ramalazos fosforescentes de las centellas rubricaban el cielo huracanado, Mélida Maestre corría por los callejones con los ojos desorbitados de pánico y las manos en la cabeza, pidiendo misericordia. Ella fue la madre del médico Luis Camilo Maestre, del Ingeniero Tirso Riveira y de Vilma, la bella esposa de ‘Chicho’ Ruíz, el artista del pincel.
En tiempo de vacaciones, César Pompeyo Mendoza, veía la ocasión de ejercitar su vocación de pedagogo que llevaba en el alma. Se integraba a la muchachada de los callejones, pateando las bolas de trapo o en el juego de la chequita, una especie de béisbol con tapas de gaseosas y palos de escoba como bates. Venía de un seminario y después como universitario de la frígida Tunja. Lo acatábamos como a un hermano mayor que nos ilustraba con relatos de la distante patria de los zaques.
En la parte media del callejón, residía Cecilia Villazón Zubiría, entonces muy bella. Sería el apoyo idílico de Jaime Mejía Duque, un caballero caldense, uno de los mejores críticos literarios de Latinoamérica, quien sería mi colega como asesor en el Congreso Nacional y después el prologuista de ‘Crónicas de Antier’, uno de mis libros.
En la cabecera opuesta de ‘El callejón de la Purrututú’, que a esa altura se llama de “Pedro Antonio”, tenía casa Gilberto Galván, conocido como ‘Cabirol’, un gran bacán. Al parecer llegó con el Batallón Bomboná y aquí se quedó con Enma Vega, su pareja de siempre.
El apelativo de ‘Cabirol’, corresponde a un sastre italiano de la nobleza en época del romanticismo con fama de vestir etiquetoso y pulquérrimo. Nuestro ‘Cabirol’ criollo, al atardecer transitaba por el callejón rumbo al centro del poblado. Sus pasos medidos y elásticos como los duelistas del Oeste, resonaban con unas botas vaqueras herradas de carramplones. Los pantalones de dril blanco, acartonados de almidón iban subidos al pecho sujetos con tirantes.
Además, usaba camisas con alamares bordados como los charros mejicanos. Unas patillas negras de su cara cetrina y angulosa bajaban hasta la quijada inferior. Se decía que, para evitar las arrugas en los pliegues de su pantalón, se vestía subido en una mesa. Era el típico bacán que vivía su mundo sin importarle la mofa ni “el qué dirán” de los demás habitantes del planeta.
Tenía fama de ser duro en su oficio artesanal haciendo hasta mil ladrillos cada día. Nadie pudo jamás probar que fumaba tabacos estimulantes, como se decía. Cuando pasaba las esquinas, a las personas que espiaban su paso de camaján elegante, les sonreía para mostrar sus dientes laminados en oro. Entonces, con un dedo se señalaba la dentadura para decir: “Aquí va el tesoro del pirata Morgan”.
LA AÑORANZA DE UNA ÉPOCA
En algunos atardeceres, despacio y reflexivo, suelo pasear los callejones, creyendo adivinar en ellos pasos que se fueron, risas que murieron, cadencias de guitarras lejanas, aromas de otras primaveras, visos de rostros olvidados que ya cruzaron el umbral de la nada. Entonces procuro retener en mi pensamiento esa realidad que se fue y ya no es, dolido de que se desdibuje ante mis ojos, poco a poco, un pequeño tramo del pasado aldeano y amable de aquél otro Valledupar que se deshizo.
POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN