La llegada del partido Conservador a la Unidad Nacional es como entrar a una fiesta cuando todos los invitados están para irse. En los próximos días seguramente se formaliza lo que ya es un hecho. Que el partido Conservador ingresa oficialmente a la Unidad Nacional. Una entrada que le pondrá la cereza al pastel al […]
La llegada del partido Conservador a la Unidad Nacional es como entrar a una fiesta cuando todos los invitados están para irse.
En los próximos días seguramente se formaliza lo que ya es un hecho. Que el partido Conservador ingresa oficialmente a la Unidad Nacional. Una entrada que le pondrá la cereza al pastel al culebreo y decepcionante dirección de David Barguil, aunque por lo menos termina con la ambigüedad de ser gobierno, ejercer la independencia crítica y la oposición, todas a la vez. No será un arribo triunfal, sino propio de un partido moribundo, cada vez más marginal, tanto en materia de representación como de impulso a los principales temas de la agenda nacional.
Claro que en honor a la verdad tampoco es que tenga opciones. Si ejerce la oposición comete un error porque no hay líderes y si adhiere corre el riesgo de que lo avasallen de cara a las elecciones presidenciales de 2018, en una Unidad Nacional en la que los principales partidos son tres personerías distintas y un solo dios verdadero: el proyecto del partido Liberal y de los antiguos liberales de la U y Cambio Radical.
En cualquier caso, no deja de ser lánguida la llegada a un gobierno del que nunca se ha ido y que es como entrar a una fiesta cuando todos los invitados están próximos a irse. Será además el reconocimiento implícito a los errores en la conducción del partido en materia de paz, y a los tumbos de su director, el representante Barguil, quien no tiene interlocución con el presidente Santos porque secundó a Marta Lucía Ramírez, y llegó a la dirección del partido con el apoyo de la excandidata presidencial, pero no se sabía si para complacerla porque hizo gala de falta de autonomía. Ahora la deja sola en espera de un mejor tratamiento gubernamental.
Pero también es el reconocimiento a la falta de posiciones audaces de Barguil, su engolosinamiento con temas que no constituyen políticas de largo aliento y a los malos resultados. Si el partido Conservador tenía 242 alcaldías en el 2007 y 194 en el 2011, el año pasado apenas eligió 157 más 21 en coaliciones, la mayoría en municipios muy pequeños. Y si en el 2007 tenía 74 diputados y 65 en el 2011, en el 2015 apenas logró elegir 56, con un descenso también en los ya exiguos concejales que tiene en todo el país. Un resultado que, como lo anticipé en esta misma columna (enero de 2015), no llegaba en conjunto con el Centro Democrático al 30 % de los votos en las elecciones regionales, el número más lánguido de toda su historia.
Pero si eso fuera poco, es un partido que también se queda sin opciones presidenciales. Lo de Alejandro Ordóñez es con dificultad una entelequia que reposará en los anaqueles de la historia por el daño institucional que ha causado al confundir la Procuraduría con una trinchera oposicionista y de posturas militantes, de la que además no se hablará tan pronto deje su cargo. La excandidata Marta Lucía Ramírez está cada vez más sola y a punto de que le inicien un casus belli por las secretarías que le dio, y no al partido, el alcalde Enrique Peñalosa. Y el ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, de quien han dicho no representa a nadie, tiene que capotear con el difícil panorama económico y la falta de estrategia comunicativa en la venta de Isagén. Así pues, el partido Conservador se entrega porque reconoce que no tiene el arrojo, líderes y menos la inspiración para asumir una postura con independencia crítica. El que, como decía Laureano Gómez en un editorial en El Siglo en 1946, se le considera “el bobo del pueblo por su posición pasiva, simplemente receptiva, y al que se le puede imponer el deseo omnímodo de cualquiera”.
Por John Mario González
La llegada del partido Conservador a la Unidad Nacional es como entrar a una fiesta cuando todos los invitados están para irse. En los próximos días seguramente se formaliza lo que ya es un hecho. Que el partido Conservador ingresa oficialmente a la Unidad Nacional. Una entrada que le pondrá la cereza al pastel al […]
La llegada del partido Conservador a la Unidad Nacional es como entrar a una fiesta cuando todos los invitados están para irse.
En los próximos días seguramente se formaliza lo que ya es un hecho. Que el partido Conservador ingresa oficialmente a la Unidad Nacional. Una entrada que le pondrá la cereza al pastel al culebreo y decepcionante dirección de David Barguil, aunque por lo menos termina con la ambigüedad de ser gobierno, ejercer la independencia crítica y la oposición, todas a la vez. No será un arribo triunfal, sino propio de un partido moribundo, cada vez más marginal, tanto en materia de representación como de impulso a los principales temas de la agenda nacional.
Claro que en honor a la verdad tampoco es que tenga opciones. Si ejerce la oposición comete un error porque no hay líderes y si adhiere corre el riesgo de que lo avasallen de cara a las elecciones presidenciales de 2018, en una Unidad Nacional en la que los principales partidos son tres personerías distintas y un solo dios verdadero: el proyecto del partido Liberal y de los antiguos liberales de la U y Cambio Radical.
En cualquier caso, no deja de ser lánguida la llegada a un gobierno del que nunca se ha ido y que es como entrar a una fiesta cuando todos los invitados están próximos a irse. Será además el reconocimiento implícito a los errores en la conducción del partido en materia de paz, y a los tumbos de su director, el representante Barguil, quien no tiene interlocución con el presidente Santos porque secundó a Marta Lucía Ramírez, y llegó a la dirección del partido con el apoyo de la excandidata presidencial, pero no se sabía si para complacerla porque hizo gala de falta de autonomía. Ahora la deja sola en espera de un mejor tratamiento gubernamental.
Pero también es el reconocimiento a la falta de posiciones audaces de Barguil, su engolosinamiento con temas que no constituyen políticas de largo aliento y a los malos resultados. Si el partido Conservador tenía 242 alcaldías en el 2007 y 194 en el 2011, el año pasado apenas eligió 157 más 21 en coaliciones, la mayoría en municipios muy pequeños. Y si en el 2007 tenía 74 diputados y 65 en el 2011, en el 2015 apenas logró elegir 56, con un descenso también en los ya exiguos concejales que tiene en todo el país. Un resultado que, como lo anticipé en esta misma columna (enero de 2015), no llegaba en conjunto con el Centro Democrático al 30 % de los votos en las elecciones regionales, el número más lánguido de toda su historia.
Pero si eso fuera poco, es un partido que también se queda sin opciones presidenciales. Lo de Alejandro Ordóñez es con dificultad una entelequia que reposará en los anaqueles de la historia por el daño institucional que ha causado al confundir la Procuraduría con una trinchera oposicionista y de posturas militantes, de la que además no se hablará tan pronto deje su cargo. La excandidata Marta Lucía Ramírez está cada vez más sola y a punto de que le inicien un casus belli por las secretarías que le dio, y no al partido, el alcalde Enrique Peñalosa. Y el ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, de quien han dicho no representa a nadie, tiene que capotear con el difícil panorama económico y la falta de estrategia comunicativa en la venta de Isagén. Así pues, el partido Conservador se entrega porque reconoce que no tiene el arrojo, líderes y menos la inspiración para asumir una postura con independencia crítica. El que, como decía Laureano Gómez en un editorial en El Siglo en 1946, se le considera “el bobo del pueblo por su posición pasiva, simplemente receptiva, y al que se le puede imponer el deseo omnímodo de cualquiera”.
Por John Mario González