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Columnista - 9 mayo, 2012

El amor es perenne

Desde mí cocina Por Silvia Betancourt Alliegro Si no fuera por esa extraña borrachera que domina cuerpo y alma, el ser humano jamás sobreviviría a las guerras, a las hambrunas, a las invasiones, a la enfermedad.  Es una especie de vacuna contra todos los males que puedan aquejarnos en tiempos de vida terrena.  Los caminos […]

Desde mí cocina
Por Silvia Betancourt Alliegro

Si no fuera por esa extraña borrachera que domina cuerpo y alma, el ser humano jamás sobreviviría a las guerras, a las hambrunas, a las invasiones, a la enfermedad.  Es una especie de vacuna contra todos los males que puedan aquejarnos en tiempos de vida terrena.  Los caminos del planeta son bellos aún en invierno, por obra y gracia del amor.

Es un milagro que algunos viven a conciencia y plenamente, a cielo abierto, otros, sintiéndose licenciosos se ocultan del transeúnte, dejan esparcidos los recuerdos en casas alquiladas donde el mobiliario será utilizado por otros iguales a ellos… ¡error!  Hay que habitar el instante plenamente, recrearlo desde su entorno mágico, palpar las paredes, las cortinas, el mobiliario, aspirar el olor irrepetible de ese lugar que se convirtió en cosmos desde la primera mirada cruzada.

Escribo esta nota después de haber leído todos los titulares del periódico, haber escuchado los noticieros y ver lo mismo en vivo y en directo por televisión; una llamada de un amigo que está enamorado me mostró un mundo extraño, vedado a los amargados, con una frase contundente: Estoy amando de nuevo, me entreabrió la puerta a una dimensión que pensé  había fenecido con mi juventud lejana.  El tono de esa voz era rítmico, inmediatamente miré por la ventana y de pronto el sol fue más brillante, las hojas de los árboles más verdes, el canto de los pájaros más nítido; más o menos rediseñó el mundo en que vivo poblado solo de guerras.

La lectura reemplaza, más o menos, esa sensación de querer saber y reaprender, que nos obsequia el amor.

Leyendo la Historia del Cerco de Lisboa, de José Saramago, volví a sentir a través de Raimundo Silva y María Sara, los maravillosos efluvios del ser humano enamorado de un semejante, que ve en los ojos del otro reflejado el universo entero, que bebe la respiración, rehace los pasos, imagina sentimientos, adquiere flores en el desierto y las revisa día a día, asimilado a ellas, solazándose con la idea de que si duran más de ocho días su amor de ahora será eterno.

Llegué al nudo de la cuestión: el factor tiempo.  Todos queremos que sea por los siglos de los siglos, pero algo tan largo se convierte en aburrido, empiezan los contratiempos y desde luego, se retorna a leer los periódicos, a ver los noticieros a informarse de cómo va el mundo; porque el nuestro, que queríamos para toda la eternidad, se ha enfriado, está agonizando, y la única manera de seguir conversando con el compañero es hablando de la última guerra que se inventaron otros seres aburridos de la felicidad, espantados por la rutina, imaginando que si el cielo es así mejor nos fabricamos un infierno a escala del planeta.

Para eludir el tedio, resultado del amor correspondido, el hombre decidió imaginar máquinas que facilitaran su vuelo lo más lejos posible de ese nido harto, y al querer superar al enemigo sometido al mismo tedio, facilitó la mecánica, las artes, la cibernética (por donde vamos), crecieron en calidad y cantidad los inventos que en nada contribuyen a reasumir el amor.  No importa, de todas formas siempre habrá almas nuevas y dispersas que deberán intentarlo para que la especie no se extinga.
[email protected]

Columnista
9 mayo, 2012

El amor es perenne

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Silvia Betancourt Alliegro

Desde mí cocina Por Silvia Betancourt Alliegro Si no fuera por esa extraña borrachera que domina cuerpo y alma, el ser humano jamás sobreviviría a las guerras, a las hambrunas, a las invasiones, a la enfermedad.  Es una especie de vacuna contra todos los males que puedan aquejarnos en tiempos de vida terrena.  Los caminos […]


Desde mí cocina
Por Silvia Betancourt Alliegro

Si no fuera por esa extraña borrachera que domina cuerpo y alma, el ser humano jamás sobreviviría a las guerras, a las hambrunas, a las invasiones, a la enfermedad.  Es una especie de vacuna contra todos los males que puedan aquejarnos en tiempos de vida terrena.  Los caminos del planeta son bellos aún en invierno, por obra y gracia del amor.

Es un milagro que algunos viven a conciencia y plenamente, a cielo abierto, otros, sintiéndose licenciosos se ocultan del transeúnte, dejan esparcidos los recuerdos en casas alquiladas donde el mobiliario será utilizado por otros iguales a ellos… ¡error!  Hay que habitar el instante plenamente, recrearlo desde su entorno mágico, palpar las paredes, las cortinas, el mobiliario, aspirar el olor irrepetible de ese lugar que se convirtió en cosmos desde la primera mirada cruzada.

Escribo esta nota después de haber leído todos los titulares del periódico, haber escuchado los noticieros y ver lo mismo en vivo y en directo por televisión; una llamada de un amigo que está enamorado me mostró un mundo extraño, vedado a los amargados, con una frase contundente: Estoy amando de nuevo, me entreabrió la puerta a una dimensión que pensé  había fenecido con mi juventud lejana.  El tono de esa voz era rítmico, inmediatamente miré por la ventana y de pronto el sol fue más brillante, las hojas de los árboles más verdes, el canto de los pájaros más nítido; más o menos rediseñó el mundo en que vivo poblado solo de guerras.

La lectura reemplaza, más o menos, esa sensación de querer saber y reaprender, que nos obsequia el amor.

Leyendo la Historia del Cerco de Lisboa, de José Saramago, volví a sentir a través de Raimundo Silva y María Sara, los maravillosos efluvios del ser humano enamorado de un semejante, que ve en los ojos del otro reflejado el universo entero, que bebe la respiración, rehace los pasos, imagina sentimientos, adquiere flores en el desierto y las revisa día a día, asimilado a ellas, solazándose con la idea de que si duran más de ocho días su amor de ahora será eterno.

Llegué al nudo de la cuestión: el factor tiempo.  Todos queremos que sea por los siglos de los siglos, pero algo tan largo se convierte en aburrido, empiezan los contratiempos y desde luego, se retorna a leer los periódicos, a ver los noticieros a informarse de cómo va el mundo; porque el nuestro, que queríamos para toda la eternidad, se ha enfriado, está agonizando, y la única manera de seguir conversando con el compañero es hablando de la última guerra que se inventaron otros seres aburridos de la felicidad, espantados por la rutina, imaginando que si el cielo es así mejor nos fabricamos un infierno a escala del planeta.

Para eludir el tedio, resultado del amor correspondido, el hombre decidió imaginar máquinas que facilitaran su vuelo lo más lejos posible de ese nido harto, y al querer superar al enemigo sometido al mismo tedio, facilitó la mecánica, las artes, la cibernética (por donde vamos), crecieron en calidad y cantidad los inventos que en nada contribuyen a reasumir el amor.  No importa, de todas formas siempre habrá almas nuevas y dispersas que deberán intentarlo para que la especie no se extinga.
[email protected]