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Editorial - 26 marzo, 2021

El agua se nos estanca debajo del puente

Entrando en reflexión de Semana Santa ha recordado el escritor Esteban Constain – el del perfil de Álvaro Gómez y su aproximación a la violencia y a la paz- un libro de 1912, ‘Las democracias latinas de América’, del peruano  Francisco García Calderón que “definía una serie de rasgos históricos y políticos de nuestros países […]

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Entrando en reflexión de Semana Santa ha recordado el escritor Esteban Constain – el del perfil de Álvaro Gómez y su aproximación a la violencia y a la paz- un libro de 1912, ‘Las democracias latinas de América’, del peruano  Francisco García Calderón que “definía una serie de rasgos históricos y políticos de nuestros países latinoamericanos: el caudillismo vesánico en Venezuela o el Perú, por ejemplo; el autoritarismo y la nostalgia imperial en México o Brasil, la dictadura perpetua en Paraguay, la intensidad ideológica en la Argentina.

El caso colombiano era muy curioso, decía García Calderón, porque aquí lo que había era una especie de “ardor jacobino” en la política: un odio visceral y ciego en el que las ideas eran un pretexto y un instrumento refinadísimo del más violento dogmatismo, del sectarismo como una forma de ser.

En todas partes era más o menos igual, sí, pero en Colombia más que en las demás. ¿Por qué? La respuesta (…) me parece mejor la que ya antes había dado Aníbal Galindo, un veterano de nuestras guerras del siglo XIX, que hablaba de la “religión de partido” como la gran maldición de nuestro país y su cultura política.

Como el tema que nos había dividido desde el principio era un poco el de Dios y sus límites, nada menos, decía Galindo, nuestros partidos se volvieron estructuras religiosas: iglesias y capillas y sectas más que espacios deliberativos y democráticos; congregaciones de la fe más que del pensamiento o la reflexión o la crítica, alimentadas esas congregaciones por el odio y la intención de lastimar al adversario: extirparlo como a un hereje.

Ese hábito feroz, que está detrás de las luchas por el poder en el siglo XIX, llegó a unos niveles aterradores de acrimonia, estupidez y virulencia en los años 30 y 40 del siglo pasado, cuando esa guerra civil no declarada entre los liberales y los conservadores que aquí llamamos ‘La Violencia’.

Eso era la Colombia de entonces hace ochenta años: un país embrutecido por sus pasiones malsanas, carcomido en el alma por su obsesión diaria de levantarse todos los días a odiar sin descanso al enemigo. Y no importaba nada, ni la razón ni los argumentos ni nada, este era un país con el puñal entre los dientes. Eso acabó muy mal, ya lo sabemos, con cientos de miles de muertos regados a cada lado, su banderita en la mano.

Y nadie pudo hacer nada para detener ese horror; nadie pudo o nadie quiso o nadie supo hacerlo. Porque además así es la historia, ningún sermón la conjura ni la evita. Lo que es muy triste es no aprender un poco de ella: no recordar que así fue, que eso ocurrió y fue posible y que somos capaces de lo peor casi sin darnos cuenta. Creer siempre que los malos son los otros, atizar el incendio que a la vez nos escandaliza y nos fascina.

Ni siquiera en medio de una pandemia este país agotador renuncia (más bien al revés) a sus mezquinas disputas de partido; ni siquiera un cataclismo verdadero nos redime del que somos ya.

Sí nos bañamos dos veces en el mismo río. Nosotros sí, siempre”, concluye Constain.

A esta región que conoció, y hoy parece superar, una última violencia, brindamos esta reflexión, para que juntos detengamos la siguiente.

Editorial
26 marzo, 2021

El agua se nos estanca debajo del puente

Entrando en reflexión de Semana Santa ha recordado el escritor Esteban Constain – el del perfil de Álvaro Gómez y su aproximación a la violencia y a la paz- un libro de 1912, ‘Las democracias latinas de América’, del peruano  Francisco García Calderón que “definía una serie de rasgos históricos y políticos de nuestros países […]


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Entrando en reflexión de Semana Santa ha recordado el escritor Esteban Constain – el del perfil de Álvaro Gómez y su aproximación a la violencia y a la paz- un libro de 1912, ‘Las democracias latinas de América’, del peruano  Francisco García Calderón que “definía una serie de rasgos históricos y políticos de nuestros países latinoamericanos: el caudillismo vesánico en Venezuela o el Perú, por ejemplo; el autoritarismo y la nostalgia imperial en México o Brasil, la dictadura perpetua en Paraguay, la intensidad ideológica en la Argentina.

El caso colombiano era muy curioso, decía García Calderón, porque aquí lo que había era una especie de “ardor jacobino” en la política: un odio visceral y ciego en el que las ideas eran un pretexto y un instrumento refinadísimo del más violento dogmatismo, del sectarismo como una forma de ser.

En todas partes era más o menos igual, sí, pero en Colombia más que en las demás. ¿Por qué? La respuesta (…) me parece mejor la que ya antes había dado Aníbal Galindo, un veterano de nuestras guerras del siglo XIX, que hablaba de la “religión de partido” como la gran maldición de nuestro país y su cultura política.

Como el tema que nos había dividido desde el principio era un poco el de Dios y sus límites, nada menos, decía Galindo, nuestros partidos se volvieron estructuras religiosas: iglesias y capillas y sectas más que espacios deliberativos y democráticos; congregaciones de la fe más que del pensamiento o la reflexión o la crítica, alimentadas esas congregaciones por el odio y la intención de lastimar al adversario: extirparlo como a un hereje.

Ese hábito feroz, que está detrás de las luchas por el poder en el siglo XIX, llegó a unos niveles aterradores de acrimonia, estupidez y virulencia en los años 30 y 40 del siglo pasado, cuando esa guerra civil no declarada entre los liberales y los conservadores que aquí llamamos ‘La Violencia’.

Eso era la Colombia de entonces hace ochenta años: un país embrutecido por sus pasiones malsanas, carcomido en el alma por su obsesión diaria de levantarse todos los días a odiar sin descanso al enemigo. Y no importaba nada, ni la razón ni los argumentos ni nada, este era un país con el puñal entre los dientes. Eso acabó muy mal, ya lo sabemos, con cientos de miles de muertos regados a cada lado, su banderita en la mano.

Y nadie pudo hacer nada para detener ese horror; nadie pudo o nadie quiso o nadie supo hacerlo. Porque además así es la historia, ningún sermón la conjura ni la evita. Lo que es muy triste es no aprender un poco de ella: no recordar que así fue, que eso ocurrió y fue posible y que somos capaces de lo peor casi sin darnos cuenta. Creer siempre que los malos son los otros, atizar el incendio que a la vez nos escandaliza y nos fascina.

Ni siquiera en medio de una pandemia este país agotador renuncia (más bien al revés) a sus mezquinas disputas de partido; ni siquiera un cataclismo verdadero nos redime del que somos ya.

Sí nos bañamos dos veces en el mismo río. Nosotros sí, siempre”, concluye Constain.

A esta región que conoció, y hoy parece superar, una última violencia, brindamos esta reflexión, para que juntos detengamos la siguiente.