MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco Desde la carretera vi la mañana humosa sobre el pueblo. Atravesé el puente sobre el cauce reseco por el verano y llegué hasta ahí, a la puerta del sitio sacro donde moran mis padres, tenía tiempo de no visitarlos y les llevé flores: pompones amarillos, pompones blancos, y los […]
MI COLUMNA
Por Mary Daza Orozco
Desde la carretera vi la mañana humosa sobre el pueblo. Atravesé el puente sobre el cauce reseco por el verano y llegué hasta ahí, a la puerta del sitio sacro donde moran mis padres, tenía tiempo de no visitarlos y les llevé flores: pompones amarillos, pompones blancos, y los puse en un cuenco frente a la lápida en las que aparecen los nombres de los dos, allí están sus despojos juntitos como siempre estuvieron en vida. Fue un momento altamente impresionante, a pesar de los años la herida sigue abierta y solo la calmo hablándoles, les llevo noticias y les cuento sobre las cosas bonitas que han ocurrido en la familia, en los últimos tiempos.
Al rato, pregunté curiosa dónde estaba la tumba de Luis Andrés Colmenares, la mujer que me acompañaba no sabía, dijo algo así como ‘se lo llevaron para Bogotá’, pero inmediatamente una voz, salida de una impresionante montaña de rosas blancas, dijo: ¡aquí está!, mientras agregaba más rosas a los tazones de mármol que rodean la tumba, era una de sus tías, el sol le daba de lleno y abrillantaba el sudor de su cara mezclando con lágrimas que no cesaban. Me contó que Oneida, la mamá de Luis Andrés, las envía semanalmente de Bogotá. Tomé fotos a la nube de rosas y por encima de ellas a un retazo de lápida en la que aparece el nombre del joven paisano asesinado en hechos que todos conocen.
Mientras limpiaba las gotas de sudor y las lágrimas, la tía, devota ante el jardín blanco, me contó del dolor permanente de la familia y me dijo que se tenía que hacer justicia, habló de las trabas que le han puesto al proceso y dijo algo que me dejó pensativa: ‘Ahora están cuestionando que el testigo, tiene cuentas con la justicia, cómo si se necesitara a un santo para que diga lo que vio; esas gentes que andan en el rebusque, a altas horas de la noche, nunca son trigo limpio, además, son las que ven y saben muchas cosas’, y mientras hablaba hundía más rosas en las macetas marcadas con la palabra LACE, despistada le pregunté por el significado, me contó: ‘Son las iniciales del nombre de mi sobrino y además es el nombre del grupo que pide justicia y que cada día crece más’, allí, inmediatamente, me sumé a ese grupo, aunque desde mi casa no fui indiferente al ominoso caso, pensé en la madre adolorida, en la vida de su hijo cortada de tajo cuando apenas comenzaba, en su padre, un gran señor enérgico y decente, villanueveros como yo, y sentí el dolor de mi pueblo.
La tumba de Luis Andrés es hoy por hoy un emblema de lo que es el país; en su muerte y en el intrincado juicio que se sigue está reflejada la confusión que vive la patria, la violencia, la impunidad, la indiferencia por las vidas valiosas, todas lo son, pero no todas prometedoras como la de ese muchacho que ya había ganado un puesto de orgullo para nuestra tierra.
El sol atesaba, otra vez la sensación de un ambiente humoso que se había cernido por el cementerio, me despedí de mis padres, de Luis Andrés, y recorrí pasillos en donde leí nombres de personas que conocí en mi niñez y en mi adultez; nombres que renuevan recuerdos; nombres que tienen que ver con mi historia personal, nombres de los que también arrasó la violencia; nombres de hombres preclaros que eran soporte de la sociedad pueblerina sana y serena; nombres y más nombres, es lo único que queda para recordar. La vida de Luis Andrés y su final prematuro, serán contados una y otra vez a los que se acerquen a su monumento tumulario, siempre habrá flores frescas a su alrededor, siempre habrá cariño para él a pesar del tiempo y de la eternidad; al fin y al cabo la historia de los pueblos se lee en el silencio de sus tumbas y en el vaivén de sus cunas.
MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco Desde la carretera vi la mañana humosa sobre el pueblo. Atravesé el puente sobre el cauce reseco por el verano y llegué hasta ahí, a la puerta del sitio sacro donde moran mis padres, tenía tiempo de no visitarlos y les llevé flores: pompones amarillos, pompones blancos, y los […]
MI COLUMNA
Por Mary Daza Orozco
Desde la carretera vi la mañana humosa sobre el pueblo. Atravesé el puente sobre el cauce reseco por el verano y llegué hasta ahí, a la puerta del sitio sacro donde moran mis padres, tenía tiempo de no visitarlos y les llevé flores: pompones amarillos, pompones blancos, y los puse en un cuenco frente a la lápida en las que aparecen los nombres de los dos, allí están sus despojos juntitos como siempre estuvieron en vida. Fue un momento altamente impresionante, a pesar de los años la herida sigue abierta y solo la calmo hablándoles, les llevo noticias y les cuento sobre las cosas bonitas que han ocurrido en la familia, en los últimos tiempos.
Al rato, pregunté curiosa dónde estaba la tumba de Luis Andrés Colmenares, la mujer que me acompañaba no sabía, dijo algo así como ‘se lo llevaron para Bogotá’, pero inmediatamente una voz, salida de una impresionante montaña de rosas blancas, dijo: ¡aquí está!, mientras agregaba más rosas a los tazones de mármol que rodean la tumba, era una de sus tías, el sol le daba de lleno y abrillantaba el sudor de su cara mezclando con lágrimas que no cesaban. Me contó que Oneida, la mamá de Luis Andrés, las envía semanalmente de Bogotá. Tomé fotos a la nube de rosas y por encima de ellas a un retazo de lápida en la que aparece el nombre del joven paisano asesinado en hechos que todos conocen.
Mientras limpiaba las gotas de sudor y las lágrimas, la tía, devota ante el jardín blanco, me contó del dolor permanente de la familia y me dijo que se tenía que hacer justicia, habló de las trabas que le han puesto al proceso y dijo algo que me dejó pensativa: ‘Ahora están cuestionando que el testigo, tiene cuentas con la justicia, cómo si se necesitara a un santo para que diga lo que vio; esas gentes que andan en el rebusque, a altas horas de la noche, nunca son trigo limpio, además, son las que ven y saben muchas cosas’, y mientras hablaba hundía más rosas en las macetas marcadas con la palabra LACE, despistada le pregunté por el significado, me contó: ‘Son las iniciales del nombre de mi sobrino y además es el nombre del grupo que pide justicia y que cada día crece más’, allí, inmediatamente, me sumé a ese grupo, aunque desde mi casa no fui indiferente al ominoso caso, pensé en la madre adolorida, en la vida de su hijo cortada de tajo cuando apenas comenzaba, en su padre, un gran señor enérgico y decente, villanueveros como yo, y sentí el dolor de mi pueblo.
La tumba de Luis Andrés es hoy por hoy un emblema de lo que es el país; en su muerte y en el intrincado juicio que se sigue está reflejada la confusión que vive la patria, la violencia, la impunidad, la indiferencia por las vidas valiosas, todas lo son, pero no todas prometedoras como la de ese muchacho que ya había ganado un puesto de orgullo para nuestra tierra.
El sol atesaba, otra vez la sensación de un ambiente humoso que se había cernido por el cementerio, me despedí de mis padres, de Luis Andrés, y recorrí pasillos en donde leí nombres de personas que conocí en mi niñez y en mi adultez; nombres que renuevan recuerdos; nombres que tienen que ver con mi historia personal, nombres de los que también arrasó la violencia; nombres de hombres preclaros que eran soporte de la sociedad pueblerina sana y serena; nombres y más nombres, es lo único que queda para recordar. La vida de Luis Andrés y su final prematuro, serán contados una y otra vez a los que se acerquen a su monumento tumulario, siempre habrá flores frescas a su alrededor, siempre habrá cariño para él a pesar del tiempo y de la eternidad; al fin y al cabo la historia de los pueblos se lee en el silencio de sus tumbas y en el vaivén de sus cunas.