Cinco años han pasado desde la partida del Cacique de la Junta, y aun siguen ahí su recuerdo, su espíritu y la grandeza musical que en sus cantos, perdurará por siempre en el sentimiento de toda su gente, porque es tan profunda la huella que dejó, que difícilmente el tiempo con sus perversos aliados podrán […]
Cinco años han pasado desde la partida del Cacique de la Junta, y aun siguen ahí su recuerdo, su espíritu y la grandeza musical que en sus cantos, perdurará por siempre en el sentimiento de toda su gente, porque es tan profunda la huella que dejó, que difícilmente el tiempo con sus perversos aliados podrán quitarle brillo.
Su perfil artístico alcanzó grandes connotaciones, que han pasado desapercibidas para sus biógrafos y seguidores y que hoy es importante destacar: él tenía una particular atención con el público, manteniendo siempre una especial sintonía con el pueblo que lo veía e identificaba como uno de ellos y que viniendo desde abajo logró llegar hasta insospechadas alturas.
Conocían la humildad de su cuna y las adversidades que con gran sensibilidad le tocó enfrentar desde muchacho, como la pérdida de un ojo, el rechazo inicial como cantante en las parrandas, su pobreza, la modestia en el vestir en sus primeras carátulas discográficas, la falta de un diente y sus rústicas gafas, fueron detalles que lo homologaron con la masa popular que lo seguía y que el en algún momento llamo su fanaticada. El término aplicado en el mundo vallenato fue su invención y distingue uno de sus más sentidos cantos dedicados a su gente. Posteriormente ya escucharíamos hablar de zuletismo, oñatismo, silvestrismo y otros más que seguirían el modelo.
Su afecto y cariño por el oyente fue retribuido con creces por el público que de la admiración y el fervor llegó hasta los linderos de la idolatría en casos extremos de personas que aun le piden milagros como a un santo.
Son abundantes los casos en nuestra historia musical de notables compositores que desligados del arte de tocar el acordeón se lucían cantando sus obras en diferentes conjuntos de reconocidos juglares, como fueron Esteban Montaño, Armando Zabaleta, Julio Herazo, Adolfo Pacheco y Pedro García, entre muchos. Pero es a finales de los años setenta con la aparición de Diomedes Díaz que comienza a emplearse el distintivo de “cantautor”, que identifica al cantante que vocaliza sus propias obras. Si bien es cierto que Poncho Zuleta lo realizó en sus comienzos, el término aun no surgía y Poncho decidió cambiar la inspiración por un hierro de marcar ganado dejándonos expectantes por tan bonitas canciones que mostró desde su arranque. A esto le sumamos a Diomedes su faceta de improvisador ya que no son todos los cantantes que manejan este recurso sin dominarlo. Rafael Orozco, Jorge Oñate, Beto Zabaleta e Iván Villazón, entre otros, son capaces de cantar algún verso que demuestre buena memoria pero no el ingenio repentista con que los aventajaba el hijo de Rafa y Elvira con sus versos perfectamente medidos y con una rima bien afinada. Cuando él, ya con la fama en el hombro inició con paso victorioso su ascenso hacia el más alto pedestal que tiene el vallenato y que solo él ha podido alcanzar, comenzó sin proponérselo a cambiar los hábitos que para divertirse tenían los que entraban a las casetas y posteriormente a los conciertos. La gente dejo de bailar, de cantar, de aplaudir, y de amacizar la pareja, solo para admirar a Diomedes. Miles de hombres y mujeres observándolo maravillados y sometidos por su forma de cantar se olvidaban de todo y con las más delirantes expresiones le pedían: ¡Otra!, ¡Otra!
Toda esa gran dimensión artística del Cacique de la Junta logre condensarla en una de las estrofas de mi composición titulada “Alucinaciones”, que Silvestre Dangond convirtió en una obra de arte musical: Yo vi la luna radiante/ alumbrando al medio día/ pero no he visto cantante/ igual a Diomedes Díaz.
Por Julio C. Oñate
Cinco años han pasado desde la partida del Cacique de la Junta, y aun siguen ahí su recuerdo, su espíritu y la grandeza musical que en sus cantos, perdurará por siempre en el sentimiento de toda su gente, porque es tan profunda la huella que dejó, que difícilmente el tiempo con sus perversos aliados podrán […]
Cinco años han pasado desde la partida del Cacique de la Junta, y aun siguen ahí su recuerdo, su espíritu y la grandeza musical que en sus cantos, perdurará por siempre en el sentimiento de toda su gente, porque es tan profunda la huella que dejó, que difícilmente el tiempo con sus perversos aliados podrán quitarle brillo.
Su perfil artístico alcanzó grandes connotaciones, que han pasado desapercibidas para sus biógrafos y seguidores y que hoy es importante destacar: él tenía una particular atención con el público, manteniendo siempre una especial sintonía con el pueblo que lo veía e identificaba como uno de ellos y que viniendo desde abajo logró llegar hasta insospechadas alturas.
Conocían la humildad de su cuna y las adversidades que con gran sensibilidad le tocó enfrentar desde muchacho, como la pérdida de un ojo, el rechazo inicial como cantante en las parrandas, su pobreza, la modestia en el vestir en sus primeras carátulas discográficas, la falta de un diente y sus rústicas gafas, fueron detalles que lo homologaron con la masa popular que lo seguía y que el en algún momento llamo su fanaticada. El término aplicado en el mundo vallenato fue su invención y distingue uno de sus más sentidos cantos dedicados a su gente. Posteriormente ya escucharíamos hablar de zuletismo, oñatismo, silvestrismo y otros más que seguirían el modelo.
Su afecto y cariño por el oyente fue retribuido con creces por el público que de la admiración y el fervor llegó hasta los linderos de la idolatría en casos extremos de personas que aun le piden milagros como a un santo.
Son abundantes los casos en nuestra historia musical de notables compositores que desligados del arte de tocar el acordeón se lucían cantando sus obras en diferentes conjuntos de reconocidos juglares, como fueron Esteban Montaño, Armando Zabaleta, Julio Herazo, Adolfo Pacheco y Pedro García, entre muchos. Pero es a finales de los años setenta con la aparición de Diomedes Díaz que comienza a emplearse el distintivo de “cantautor”, que identifica al cantante que vocaliza sus propias obras. Si bien es cierto que Poncho Zuleta lo realizó en sus comienzos, el término aun no surgía y Poncho decidió cambiar la inspiración por un hierro de marcar ganado dejándonos expectantes por tan bonitas canciones que mostró desde su arranque. A esto le sumamos a Diomedes su faceta de improvisador ya que no son todos los cantantes que manejan este recurso sin dominarlo. Rafael Orozco, Jorge Oñate, Beto Zabaleta e Iván Villazón, entre otros, son capaces de cantar algún verso que demuestre buena memoria pero no el ingenio repentista con que los aventajaba el hijo de Rafa y Elvira con sus versos perfectamente medidos y con una rima bien afinada. Cuando él, ya con la fama en el hombro inició con paso victorioso su ascenso hacia el más alto pedestal que tiene el vallenato y que solo él ha podido alcanzar, comenzó sin proponérselo a cambiar los hábitos que para divertirse tenían los que entraban a las casetas y posteriormente a los conciertos. La gente dejo de bailar, de cantar, de aplaudir, y de amacizar la pareja, solo para admirar a Diomedes. Miles de hombres y mujeres observándolo maravillados y sometidos por su forma de cantar se olvidaban de todo y con las más delirantes expresiones le pedían: ¡Otra!, ¡Otra!
Toda esa gran dimensión artística del Cacique de la Junta logre condensarla en una de las estrofas de mi composición titulada “Alucinaciones”, que Silvestre Dangond convirtió en una obra de arte musical: Yo vi la luna radiante/ alumbrando al medio día/ pero no he visto cantante/ igual a Diomedes Díaz.
Por Julio C. Oñate