Un día le describía la belleza de los árboles del parque que había frente al hospital; otro día le hablaba de la gente que pasaba y de lo que hacían... No obstante, a medida que pasaba el tiempo, el que estaba lejos de la ventana empezó a sentirse frustrado porque no podía ver las maravillas que su compañero le describía. Su antipatía continuó creciendo, y terminó odiándolo.
El ser humano amoroso es filántropo por excelencia, le encanta el bien común, odia la violencia y todo lo arregla con su mejor arma que es el diálogo. Sabe que vivir con las puertas abiertas del corazón es la consigna, porque el amor es la fiesta suprema del espíritu y el edén de la felicidad. Es muy escasa en la naturaleza humana la praxis de dar amor sin recibir nada a cambio. Quien brinda amor, quiere recibir amor.
Dios es el padre protector del amor y de la vida. Quien abre las puertas de su corazón a Dios disfruta a plenitud de los dones de las bienaventuranzas; pero quienes se blindan, para no sentir su soberana presencia, viven desorientados, maniatados en las densas sombras de las confusiones, lejos del horizonte sin una luz que los pueda guiar de modo pleno. En ocasiones, viven tan llenos de tribulaciones, que incluso se atreven a declarar que Dios no existe.
El amor y respeto por la vida nos incita a la búsqueda de armonía para superar las diferencias y conflictos. Una buena metáfora para describir la desavenencia entre dos personas es el relato publicado en el libro ‘Lecciones sobre la vida’, de Robín Sharma, que se puede resumir, así: “Un hombre gravemente enfermo fue llevado a la habitación de un hospital, en donde otro paciente ocupaba la cama con vista a la ventana. En poco tiempo, los dos se habían hecho ‘amigos’; como ninguno de los dos podía levantarse, el que estaba al lado de la ventana deleitaba a su compañero con las descripciones del mundo exterior.
Un día le describía la belleza de los árboles del parque que había frente al hospital; otro día le hablaba de la gente que pasaba y de lo que hacían… No obstante, a medida que pasaba el tiempo, el que estaba lejos de la ventana empezó a sentirse frustrado porque no podía ver las maravillas que su compañero le describía. Su antipatía continuó creciendo, y terminó odiándolo.
Una noche, el paciente que estaba cerca a la ventana tuvo un ataque de tos. El otro, en vez de apretar el interruptor para avisar, decidió no intervenir. El paciente de la ventana murió. Cuando llegó la enfermera, el otro, sin pérdida de tiempo, pidió que lo pasaran a la cama al lado de la ventana. Su petición fue atendida. Pero cuando se asomó, descubrió algo que lo hizo estremecer: la ventana daba a una desnuda pared de ladrillos”.
He aquí la dicotomía entre la luz y la sombra. Entre el amor y el desamor. Unos viven en esplendor de la luz, ofrendan amor, reparten afectos; otros se abrazan a la sombra, se vendan los ojos y caminan de espaldas a la luz. El paciente que estaba al lado de la ventana describía bellas cosas imaginarias, como un gesto de amor para hacer el mundo de su compañero más llevadero en los momentos difíciles; pero este, atribulado por la mísera mezquindad de la envidia, tenía cerradas las puertas del corazón y no podía ver la iluminada bondad de su compañero.
Un día le describía la belleza de los árboles del parque que había frente al hospital; otro día le hablaba de la gente que pasaba y de lo que hacían... No obstante, a medida que pasaba el tiempo, el que estaba lejos de la ventana empezó a sentirse frustrado porque no podía ver las maravillas que su compañero le describía. Su antipatía continuó creciendo, y terminó odiándolo.
El ser humano amoroso es filántropo por excelencia, le encanta el bien común, odia la violencia y todo lo arregla con su mejor arma que es el diálogo. Sabe que vivir con las puertas abiertas del corazón es la consigna, porque el amor es la fiesta suprema del espíritu y el edén de la felicidad. Es muy escasa en la naturaleza humana la praxis de dar amor sin recibir nada a cambio. Quien brinda amor, quiere recibir amor.
Dios es el padre protector del amor y de la vida. Quien abre las puertas de su corazón a Dios disfruta a plenitud de los dones de las bienaventuranzas; pero quienes se blindan, para no sentir su soberana presencia, viven desorientados, maniatados en las densas sombras de las confusiones, lejos del horizonte sin una luz que los pueda guiar de modo pleno. En ocasiones, viven tan llenos de tribulaciones, que incluso se atreven a declarar que Dios no existe.
El amor y respeto por la vida nos incita a la búsqueda de armonía para superar las diferencias y conflictos. Una buena metáfora para describir la desavenencia entre dos personas es el relato publicado en el libro ‘Lecciones sobre la vida’, de Robín Sharma, que se puede resumir, así: “Un hombre gravemente enfermo fue llevado a la habitación de un hospital, en donde otro paciente ocupaba la cama con vista a la ventana. En poco tiempo, los dos se habían hecho ‘amigos’; como ninguno de los dos podía levantarse, el que estaba al lado de la ventana deleitaba a su compañero con las descripciones del mundo exterior.
Un día le describía la belleza de los árboles del parque que había frente al hospital; otro día le hablaba de la gente que pasaba y de lo que hacían… No obstante, a medida que pasaba el tiempo, el que estaba lejos de la ventana empezó a sentirse frustrado porque no podía ver las maravillas que su compañero le describía. Su antipatía continuó creciendo, y terminó odiándolo.
Una noche, el paciente que estaba cerca a la ventana tuvo un ataque de tos. El otro, en vez de apretar el interruptor para avisar, decidió no intervenir. El paciente de la ventana murió. Cuando llegó la enfermera, el otro, sin pérdida de tiempo, pidió que lo pasaran a la cama al lado de la ventana. Su petición fue atendida. Pero cuando se asomó, descubrió algo que lo hizo estremecer: la ventana daba a una desnuda pared de ladrillos”.
He aquí la dicotomía entre la luz y la sombra. Entre el amor y el desamor. Unos viven en esplendor de la luz, ofrendan amor, reparten afectos; otros se abrazan a la sombra, se vendan los ojos y caminan de espaldas a la luz. El paciente que estaba al lado de la ventana describía bellas cosas imaginarias, como un gesto de amor para hacer el mundo de su compañero más llevadero en los momentos difíciles; pero este, atribulado por la mísera mezquindad de la envidia, tenía cerradas las puertas del corazón y no podía ver la iluminada bondad de su compañero.