Para ser considerada víctima de abuso sexual o violencia doméstica en Rusia hay que morir. Desde el año 2017 se despenalizó la violencia de género en ese país y ahora, lo que merece cárcel, es un asunto que puede resolverse con una multa de 400 euros. La cuestión es más irritante si conocemos la noción […]
Para ser considerada víctima de abuso sexual o violencia doméstica en Rusia hay que morir. Desde el año 2017 se despenalizó la violencia de género en ese país y ahora, lo que merece cárcel, es un asunto que puede resolverse con una multa de 400 euros. La cuestión es más irritante si conocemos la noción de “primerizo” que define esta multa. El “primerizo” es alguien que incurre por primera vez en una agresión, que si no tiene secuelas graves para la esposa y los hijos, se considera de índole administrativa al interior de la vida familiar. Luego pueden aumentarse tiempos de cárcel hasta por tres meses o trabajo social y una multa un poco más elevada. De ahí hasta la muerte de la víctima, el victimario no será juzgado y, las denuncias serán desestimadas por los agentes de policía, que no pueden hacer detenciones al no tener un marco legal que los respalde.
Catorce mil es la cifra estimada de mujeres que mueren anualmente a manos de su pareja o miembros de su familia, en un país donde el 40% de los delitos violentos ocurren en el seno de la misma. Y nadie puede hacer nada, como nada ha podido hacer la madre de Krestina, Angelina y María, las tres hermanas Jachaturían, quienes mataron a su padre cansadas de ser violadas y maltratadas. Ahora, enfrentan condenas de 20 años y 10 por asesinato premeditado. La madre, que había sido echada de la casa por el padre no ha logrado salvar a sus hijas de la suerte que les espera, como tampoco nada logró hacer para salvarse a sí misma del maltrato de su marido, a quien no se atrevía a denunciar justamente para evitar las agresiones hacia sus hijas. Pero en Rusia ni el silencio, ni la denuncia pueden salvar a ninguna mujer.
Y del lado de los agresores se encuentra la iglesia ortodoxa, anclada en los valores tradicionales de la Federación Rusa, que pretenden ponerse de tarima para la superpotencia. Este escenario le da juego al maltrato físico como método educativo para los miembros de la familia, pero realmente los únicos miembros que sufren son las mujeres. Apenas las más jóvenes empiezan a subir la voz para ser escuchadas y traspasar las fronteras rusas, donde su palabra es tan solo una queja histérica y a nadie conmueve su miedo. De este lado del mundo resulta casi impensable una Rusia pletórica de artistas, científicas y escritoras que en nada haya cambiado el derecho que creen tener los hombres sobre la vida de las mujeres. Ningún progreso debe admitirse, si a diario las mismas creadoras y trabajadoras pueden encontrar la muerte al regresar a casa.
Para ser considerada víctima de abuso sexual o violencia doméstica en Rusia hay que morir. Desde el año 2017 se despenalizó la violencia de género en ese país y ahora, lo que merece cárcel, es un asunto que puede resolverse con una multa de 400 euros. La cuestión es más irritante si conocemos la noción […]
Para ser considerada víctima de abuso sexual o violencia doméstica en Rusia hay que morir. Desde el año 2017 se despenalizó la violencia de género en ese país y ahora, lo que merece cárcel, es un asunto que puede resolverse con una multa de 400 euros. La cuestión es más irritante si conocemos la noción de “primerizo” que define esta multa. El “primerizo” es alguien que incurre por primera vez en una agresión, que si no tiene secuelas graves para la esposa y los hijos, se considera de índole administrativa al interior de la vida familiar. Luego pueden aumentarse tiempos de cárcel hasta por tres meses o trabajo social y una multa un poco más elevada. De ahí hasta la muerte de la víctima, el victimario no será juzgado y, las denuncias serán desestimadas por los agentes de policía, que no pueden hacer detenciones al no tener un marco legal que los respalde.
Catorce mil es la cifra estimada de mujeres que mueren anualmente a manos de su pareja o miembros de su familia, en un país donde el 40% de los delitos violentos ocurren en el seno de la misma. Y nadie puede hacer nada, como nada ha podido hacer la madre de Krestina, Angelina y María, las tres hermanas Jachaturían, quienes mataron a su padre cansadas de ser violadas y maltratadas. Ahora, enfrentan condenas de 20 años y 10 por asesinato premeditado. La madre, que había sido echada de la casa por el padre no ha logrado salvar a sus hijas de la suerte que les espera, como tampoco nada logró hacer para salvarse a sí misma del maltrato de su marido, a quien no se atrevía a denunciar justamente para evitar las agresiones hacia sus hijas. Pero en Rusia ni el silencio, ni la denuncia pueden salvar a ninguna mujer.
Y del lado de los agresores se encuentra la iglesia ortodoxa, anclada en los valores tradicionales de la Federación Rusa, que pretenden ponerse de tarima para la superpotencia. Este escenario le da juego al maltrato físico como método educativo para los miembros de la familia, pero realmente los únicos miembros que sufren son las mujeres. Apenas las más jóvenes empiezan a subir la voz para ser escuchadas y traspasar las fronteras rusas, donde su palabra es tan solo una queja histérica y a nadie conmueve su miedo. De este lado del mundo resulta casi impensable una Rusia pletórica de artistas, científicas y escritoras que en nada haya cambiado el derecho que creen tener los hombres sobre la vida de las mujeres. Ningún progreso debe admitirse, si a diario las mismas creadoras y trabajadoras pueden encontrar la muerte al regresar a casa.