Siempre me he visto fuertemente sorprendido por el poder evocador de hasta los elementos más básicos de la gastronomía colombiana cuando nos encuentran inesperadamente en algún punto improbable y errático del extranjero. Pasan de ser simples alimentos inanimados para convertirse en máquinas del tiempo y trasladores hechizados que en cuestión de décimas de segundo te […]
Siempre me he visto fuertemente sorprendido por el poder evocador de hasta los elementos más básicos de la gastronomía colombiana cuando nos encuentran inesperadamente en algún punto improbable y errático del extranjero. Pasan de ser simples alimentos inanimados para convertirse en máquinas del tiempo y trasladores hechizados que en cuestión de décimas de segundo te arrastran a lugares conocidos de otras épocas que recuerdas con grata familiaridad. Son la deliciosa nostalgia que efímeramente se materializa y se atraviesa en tu camino de forma dolosa, haciendo gala de la permisividad matizada de su inconsciente inocencia. Una sonrisa, un suspiro o un retorcijón en la tripa, sea cual sea nuestra reacción, es siempre la más auténtica que tendremos jamás.
Y, entonces, para cuando te das cuenta, ya has sido víctima de su embrujo y terminas haciendo cosas que vistas desde afuera, con la objetividad propia de aquel que no entiende el sentimiento, parecen absurdas: Inventar un paseo en metro de dos horas para asaltar un supermercado de Queens con tu billetera solo llevarte un botín de Cocosettes, Chocolatinas Jet, ponqués Gala, chocolates Corona y arequipes; rechazar el surtido inmediato de las tiendas de tu barrio para ir hasta otra específica, 20 cuadras más allá, porque es la única que tiene arepas rellenas de queso en todo Morningside; o entrar en cada uno de los bazares chinos de Madrid que ves por la calle, esperando dar con uno que le pertenezca a la mafia asiática correcta, la que decidió apostarle a la Pony Malta y al Gansito en sus escaparates.
“Y esa de ahí tan curiosa, qué es?” preguntó mi novia señalando una tapa de aspecto muy particular en el mostrador de una cafetería del famoso centro de Zaragoza. Era redonda y alargada como un delicioso cilindro de colesterol, marrón y crocante por el efecto de la fritura que le cubría desde el cogote hasta el alma con una grasienta armadura. “Es una falsa croqueta de yuca con mojo colombiano” respondió la dependiente con una mezcla concentrada de tonos caribeños que colapsaron mi rastreador de acentos. No pudimos contenernos ante un nombre tan rimbombante, debía ser toda una fusión de sabores. La pedimos y no fue necesario un segundo mordisco para darme cuenta de que nos acababan de embaucar con la empanada de yuca bañada en ají más cara del planeta.
Así va uno por la vida en una búsqueda incansable de recuerdos culinarios, aquí y allá, tratando de añorar un poco menos la comida con la que nos criaron. Improvisando ingredientes, siendo más laxo en las proporciones y hasta compensando partes originales con los sustitutos desabridos que haya disponible donde sea que estés ¿Y todo para qué? Pues para que la bandeja paisa te sepa siquiera al 20% de una real, para que el mute tenga una espesura decente y trate de parecerse al de tu abuela, y el ajiaco con el que estás experimentando adquiera el tono amarillo que recuerdas. Porque el estómago tiene memoria prodigiosa, una bastante difícil de engañar.
Siempre me he visto fuertemente sorprendido por el poder evocador de hasta los elementos más básicos de la gastronomía colombiana cuando nos encuentran inesperadamente en algún punto improbable y errático del extranjero. Pasan de ser simples alimentos inanimados para convertirse en máquinas del tiempo y trasladores hechizados que en cuestión de décimas de segundo te […]
Siempre me he visto fuertemente sorprendido por el poder evocador de hasta los elementos más básicos de la gastronomía colombiana cuando nos encuentran inesperadamente en algún punto improbable y errático del extranjero. Pasan de ser simples alimentos inanimados para convertirse en máquinas del tiempo y trasladores hechizados que en cuestión de décimas de segundo te arrastran a lugares conocidos de otras épocas que recuerdas con grata familiaridad. Son la deliciosa nostalgia que efímeramente se materializa y se atraviesa en tu camino de forma dolosa, haciendo gala de la permisividad matizada de su inconsciente inocencia. Una sonrisa, un suspiro o un retorcijón en la tripa, sea cual sea nuestra reacción, es siempre la más auténtica que tendremos jamás.
Y, entonces, para cuando te das cuenta, ya has sido víctima de su embrujo y terminas haciendo cosas que vistas desde afuera, con la objetividad propia de aquel que no entiende el sentimiento, parecen absurdas: Inventar un paseo en metro de dos horas para asaltar un supermercado de Queens con tu billetera solo llevarte un botín de Cocosettes, Chocolatinas Jet, ponqués Gala, chocolates Corona y arequipes; rechazar el surtido inmediato de las tiendas de tu barrio para ir hasta otra específica, 20 cuadras más allá, porque es la única que tiene arepas rellenas de queso en todo Morningside; o entrar en cada uno de los bazares chinos de Madrid que ves por la calle, esperando dar con uno que le pertenezca a la mafia asiática correcta, la que decidió apostarle a la Pony Malta y al Gansito en sus escaparates.
“Y esa de ahí tan curiosa, qué es?” preguntó mi novia señalando una tapa de aspecto muy particular en el mostrador de una cafetería del famoso centro de Zaragoza. Era redonda y alargada como un delicioso cilindro de colesterol, marrón y crocante por el efecto de la fritura que le cubría desde el cogote hasta el alma con una grasienta armadura. “Es una falsa croqueta de yuca con mojo colombiano” respondió la dependiente con una mezcla concentrada de tonos caribeños que colapsaron mi rastreador de acentos. No pudimos contenernos ante un nombre tan rimbombante, debía ser toda una fusión de sabores. La pedimos y no fue necesario un segundo mordisco para darme cuenta de que nos acababan de embaucar con la empanada de yuca bañada en ají más cara del planeta.
Así va uno por la vida en una búsqueda incansable de recuerdos culinarios, aquí y allá, tratando de añorar un poco menos la comida con la que nos criaron. Improvisando ingredientes, siendo más laxo en las proporciones y hasta compensando partes originales con los sustitutos desabridos que haya disponible donde sea que estés ¿Y todo para qué? Pues para que la bandeja paisa te sepa siquiera al 20% de una real, para que el mute tenga una espesura decente y trate de parecerse al de tu abuela, y el ajiaco con el que estás experimentando adquiera el tono amarillo que recuerdas. Porque el estómago tiene memoria prodigiosa, una bastante difícil de engañar.