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Editorial - 23 febrero, 2022

Del mural de Piedrahita al mural verde de la ciudad

A pesar de sus esfuerzos y aciertos en hacer parque, monumentos como el de Diomedes Díaz, en la vera del río, o haber obtenido con el concurso del Presidente Duque la declaración de Valledupar como Ciudad Creativa por la Unesco (que se ha dejado marchitar), el mal recuerdo entre los amigos de la cultura y visitantes de Valledupar perdurará para siempre. Son obras que viven en el alma, el imaginario; en el espíritu de una ciudad, de residentes y foráneos.

Si alguna cosa no se ha dejado de recordar de la pasada administración municipal fue la de con deliberación haber destruido el mural pictórico del artista y columnista Germán Piedrahita, en la plaza Alfonso López Pumarejo. A pesar de sus esfuerzos y aciertos en hacer parque, monumentos como el de Diomedes Díaz, en la vera del río, o haber obtenido con el concurso del Presidente Duque la declaración de Valledupar como Ciudad Creativa por la Unesco (que se ha dejado marchitar), el mal recuerdo entre los amigos de la cultura y visitantes de Valledupar perdurará para siempre. Son obras que viven en el alma, el imaginario; en el espíritu de una ciudad, de residentes y foráneos.

Hemos estado a punto de repetir la historia, en la actual Administración, permitiendo la destrucción del cerro Hurtado, un mural verde, emblemático de la ciudad, que ha sido lacerado, y que gracias a ser un cuerpo vivo, representado en plantas, aves, aire y color, se ha mantenido con el paso de los años, y al mayor desafío en ya más de un año desde que se inició la construcción de una vivienda, de varias proyectadas, generando, la reacción opositora de vecinos, ciudadanos del común, jóvenes, académicos y ambientalistas.

La posición de la corporación ambiental fue de complicidad frente a ese primer zarpazo sobre el cerro, que tumbó árboles, que Corpocesar, consideró, para desestimarlos, ‘rastrojos’, sin reparar tampoco en el hecho protuberante de que a pesar de que la normativa urbana establecía que debía preservarse la vegetación original del 70% de cada lote residencial, de 33 existentes en su ladera, se tumbó todo para preparar el terreno sin permiso ni ambiental ni de movimiento de tierra y sin haberse expedido, entonces, licencia urbana alguna.

Una agresión del constructor en la que la retroexcavadora hizo el papel del buldócer. La parálisis que ordenó la secretaría de gobierno de Valledupar, a través de la inspección de policía, también fue de indiferencia, y no se conoció finalmente ninguna sanción contra los propietarios. En otro contexto, la cosa habría sido distinta.

Una tutela interpuesta por los pueblos indígenas de la sierra, con el acompañamiento de sectores sociales, dio al traste, en primera instancia, con la pretendida construcción, pero luego la Sala Civil del Tribunal Superior de Valledupar la revocó, con argumentos que calificamos de equivocados (ahondar en ello ahora nos extendería este editorial), aunque siempre hemos llamado a la sociedad a respetar las decisiones jurisdiccionales y profesar respeto a los jueces.

Pero la decisión no era tanto legal sino política, y hasta ahora, sobre el tiempo, expuesto a una movilización ciudadana, parece haberlo entendido el alcalde Mello Castro. Nunca es tarde para rectificar, como también lo ha hecho Corpocesar. Fue política, en el sentido de direccionante, la declaración que hace más de 25 años hiciera el Concejo de Valledupar, apenas recién creado el Ministerio del Medio Ambiente y expedida la Ley 99/1993, al convertir el cerro, mediante el Acuerdo 032 de 1996, en reserva ecológica y patrimonio de la ciudad. Era consultar su motivación y finalidad. Y saber de qué lado estaba el bien común.

Editorial
23 febrero, 2022

Del mural de Piedrahita al mural verde de la ciudad

A pesar de sus esfuerzos y aciertos en hacer parque, monumentos como el de Diomedes Díaz, en la vera del río, o haber obtenido con el concurso del Presidente Duque la declaración de Valledupar como Ciudad Creativa por la Unesco (que se ha dejado marchitar), el mal recuerdo entre los amigos de la cultura y visitantes de Valledupar perdurará para siempre. Son obras que viven en el alma, el imaginario; en el espíritu de una ciudad, de residentes y foráneos.


Si alguna cosa no se ha dejado de recordar de la pasada administración municipal fue la de con deliberación haber destruido el mural pictórico del artista y columnista Germán Piedrahita, en la plaza Alfonso López Pumarejo. A pesar de sus esfuerzos y aciertos en hacer parque, monumentos como el de Diomedes Díaz, en la vera del río, o haber obtenido con el concurso del Presidente Duque la declaración de Valledupar como Ciudad Creativa por la Unesco (que se ha dejado marchitar), el mal recuerdo entre los amigos de la cultura y visitantes de Valledupar perdurará para siempre. Son obras que viven en el alma, el imaginario; en el espíritu de una ciudad, de residentes y foráneos.

Hemos estado a punto de repetir la historia, en la actual Administración, permitiendo la destrucción del cerro Hurtado, un mural verde, emblemático de la ciudad, que ha sido lacerado, y que gracias a ser un cuerpo vivo, representado en plantas, aves, aire y color, se ha mantenido con el paso de los años, y al mayor desafío en ya más de un año desde que se inició la construcción de una vivienda, de varias proyectadas, generando, la reacción opositora de vecinos, ciudadanos del común, jóvenes, académicos y ambientalistas.

La posición de la corporación ambiental fue de complicidad frente a ese primer zarpazo sobre el cerro, que tumbó árboles, que Corpocesar, consideró, para desestimarlos, ‘rastrojos’, sin reparar tampoco en el hecho protuberante de que a pesar de que la normativa urbana establecía que debía preservarse la vegetación original del 70% de cada lote residencial, de 33 existentes en su ladera, se tumbó todo para preparar el terreno sin permiso ni ambiental ni de movimiento de tierra y sin haberse expedido, entonces, licencia urbana alguna.

Una agresión del constructor en la que la retroexcavadora hizo el papel del buldócer. La parálisis que ordenó la secretaría de gobierno de Valledupar, a través de la inspección de policía, también fue de indiferencia, y no se conoció finalmente ninguna sanción contra los propietarios. En otro contexto, la cosa habría sido distinta.

Una tutela interpuesta por los pueblos indígenas de la sierra, con el acompañamiento de sectores sociales, dio al traste, en primera instancia, con la pretendida construcción, pero luego la Sala Civil del Tribunal Superior de Valledupar la revocó, con argumentos que calificamos de equivocados (ahondar en ello ahora nos extendería este editorial), aunque siempre hemos llamado a la sociedad a respetar las decisiones jurisdiccionales y profesar respeto a los jueces.

Pero la decisión no era tanto legal sino política, y hasta ahora, sobre el tiempo, expuesto a una movilización ciudadana, parece haberlo entendido el alcalde Mello Castro. Nunca es tarde para rectificar, como también lo ha hecho Corpocesar. Fue política, en el sentido de direccionante, la declaración que hace más de 25 años hiciera el Concejo de Valledupar, apenas recién creado el Ministerio del Medio Ambiente y expedida la Ley 99/1993, al convertir el cerro, mediante el Acuerdo 032 de 1996, en reserva ecológica y patrimonio de la ciudad. Era consultar su motivación y finalidad. Y saber de qué lado estaba el bien común.