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Columnista - 14 abril, 2019

De todos es la fe

La Semana Santa sigue guardando lo extraordinario, que bien puede ser la expresión colectiva de la fe, por la cual se vuelven semejantes los tan distintos. Cuando era niña vivía entre procesiones, rezos, visitas y dulces. La historia de los últimos días de Jesucristo, el gran salvador de occidente, venía a instalarse a mi casa […]

La Semana Santa sigue guardando lo extraordinario, que bien puede ser la expresión colectiva de la fe, por la cual se vuelven semejantes los tan distintos. Cuando era niña vivía entre procesiones, rezos, visitas y dulces. La historia de los últimos días de Jesucristo, el gran salvador de occidente, venía a instalarse a mi casa y de año en año se recreaba de manera poderosa. Era imposible no sentirse invadido por cierto halo misterioso, en el que había también un gran sentido de pertenencia a una fe que nos ha aliviado para siempre nuestro camino en este mundo, pues desde que nacimos hemos sido salvados porque ya Jesús pagó por todos nuestros pecados y porque además venimos de su amor y vamos hacia él. Sería suficiente para vivir en la gratitud y la tranquilidad. Y es justo esta fe la que se renueva y entorno a la cual también hay reconciliación.

El día que más me conmovía era el sábado santo. La procesión de la Dolorosa que salía de la Iglesia de la Concepción sigue en mi memoria con detalle. En medio de ese calor, siempre llegábamos a la iglesia para verla ahí, en su dolor. Su hijo amado había muerto el día anterior y entonces ella se vestía de luto, un gran vestido negro con capa bordada y su rostro lleno de lágrimas. Era imposible no compartir su pérdida, no decirse “mírala cómo sufre por su hijo”, como si estuviera a un instante de mirarnos de verdad. Las figuras de la iglesia, en general las figuras religiosas, tienen ese gran poder de significar, aunque sean yeso y no mucho más pueden elevar nuestro espíritu y acelerar nuestro corazón. Yo la seguía con gran dolor, y a mi alrededor, veía tantos ojos que hacían lo mismo, que sentía que la muerte de Jesucristo acababa de pasar y que todos habíamos asistido a ella. La figura de la Virgen siempre me ha parecido el mejor de los consuelos, parece extraño y lejano en una mujer de mi formación que pueda ser tan poderosa, parece que la fe debe escapar a las mentes racionales, pero no hay que olvidar que si se aparta la racionalidad queda lo esencial, y allí la experiencia solo depende de aquello que le dé luz a nuestra alma.

También estaban los dulces, como para aliviar el dolor de la pérdida o celebrar la alegría del regreso. El de mi casa vallenata es el de frijol y sigue siendo insuperable. Pero en Atánquez, es el de guandul y tantos otros que pasan en tacitas de casa en casa, compartiéndose, como el de papaya verde, el de papa, el de ñame. Todos son adorables y vienen acompañados de fe y de esperanza, sobre todo cuando llegan en la mañana del domingo de resurrección, como trayendo la buena nueva, junto con una visita prolongada y la alegría de la pascua. Allí nacimos, allí el abrazo es hondo y permanece.

A propósito, dedico esta columna a mi gran amigo Samuel Whelpley, con su fe intacta.

Columnista
14 abril, 2019

De todos es la fe

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
María Angélica Pumarejo

La Semana Santa sigue guardando lo extraordinario, que bien puede ser la expresión colectiva de la fe, por la cual se vuelven semejantes los tan distintos. Cuando era niña vivía entre procesiones, rezos, visitas y dulces. La historia de los últimos días de Jesucristo, el gran salvador de occidente, venía a instalarse a mi casa […]


La Semana Santa sigue guardando lo extraordinario, que bien puede ser la expresión colectiva de la fe, por la cual se vuelven semejantes los tan distintos. Cuando era niña vivía entre procesiones, rezos, visitas y dulces. La historia de los últimos días de Jesucristo, el gran salvador de occidente, venía a instalarse a mi casa y de año en año se recreaba de manera poderosa. Era imposible no sentirse invadido por cierto halo misterioso, en el que había también un gran sentido de pertenencia a una fe que nos ha aliviado para siempre nuestro camino en este mundo, pues desde que nacimos hemos sido salvados porque ya Jesús pagó por todos nuestros pecados y porque además venimos de su amor y vamos hacia él. Sería suficiente para vivir en la gratitud y la tranquilidad. Y es justo esta fe la que se renueva y entorno a la cual también hay reconciliación.

El día que más me conmovía era el sábado santo. La procesión de la Dolorosa que salía de la Iglesia de la Concepción sigue en mi memoria con detalle. En medio de ese calor, siempre llegábamos a la iglesia para verla ahí, en su dolor. Su hijo amado había muerto el día anterior y entonces ella se vestía de luto, un gran vestido negro con capa bordada y su rostro lleno de lágrimas. Era imposible no compartir su pérdida, no decirse “mírala cómo sufre por su hijo”, como si estuviera a un instante de mirarnos de verdad. Las figuras de la iglesia, en general las figuras religiosas, tienen ese gran poder de significar, aunque sean yeso y no mucho más pueden elevar nuestro espíritu y acelerar nuestro corazón. Yo la seguía con gran dolor, y a mi alrededor, veía tantos ojos que hacían lo mismo, que sentía que la muerte de Jesucristo acababa de pasar y que todos habíamos asistido a ella. La figura de la Virgen siempre me ha parecido el mejor de los consuelos, parece extraño y lejano en una mujer de mi formación que pueda ser tan poderosa, parece que la fe debe escapar a las mentes racionales, pero no hay que olvidar que si se aparta la racionalidad queda lo esencial, y allí la experiencia solo depende de aquello que le dé luz a nuestra alma.

También estaban los dulces, como para aliviar el dolor de la pérdida o celebrar la alegría del regreso. El de mi casa vallenata es el de frijol y sigue siendo insuperable. Pero en Atánquez, es el de guandul y tantos otros que pasan en tacitas de casa en casa, compartiéndose, como el de papaya verde, el de papa, el de ñame. Todos son adorables y vienen acompañados de fe y de esperanza, sobre todo cuando llegan en la mañana del domingo de resurrección, como trayendo la buena nueva, junto con una visita prolongada y la alegría de la pascua. Allí nacimos, allí el abrazo es hondo y permanece.

A propósito, dedico esta columna a mi gran amigo Samuel Whelpley, con su fe intacta.