La Olla Por: José Gregorio Guerrero R. Al otro lado del sueño Sentí atravesarla con el puñal que me fue dado. Ella, indefensa, tuvo que haber sentido morirse por dentro, porque su respiración desfiló por mi nuca como el último exhalo de vida emitido por un inerme cuerpo humano que se desvanece bajo el cuerpo […]
La Olla
Por: José Gregorio Guerrero R.
Al otro lado del sueño
Sentí atravesarla con el puñal que me fue dado. Ella, indefensa, tuvo que haber sentido morirse por dentro, porque su respiración desfiló por mi nuca como el último exhalo de vida emitido por un inerme cuerpo humano que se desvanece bajo el cuerpo de un culpable. !La pobre, pobre hija ajena!, solo me miraba con el rabito del ojo como queriéndome matar de un solo movimiento. En segundos tuve la impresión del hombre que vio al difunto recobrar vida para hacerle el reclamo debido a su victimario. Sus pestañas convulsionaron, su diafragma brincó en ráfagas sucesivas, su cabeza tomó su lugar inicial quedando su rostro frente al mío; entonces resucitó, y todo cambió.
Sus ojos se despernancaron de par en par mirándome con cierto halo de lenocinio. Aceleradamente tomó un buchado de aire, lo tragó, parecía tener el alma deshidratada, y me dijo: sigue matándome así hasta que me muera, quiero morirme por el resto de mi vida, mátame a tu manera; ¡muéreme así, puñetero de porra! fue entonces cuando saqué el puñal de su cuerpo y lo introduje por la misma herida una y mil veces hasta que la vi morir de verdad. Al menos ese método lo veía en las películas gringas, para perturbar el trabajo minucioso de los detectives de gabardinas largas.
En los sueños era ella la que intentaba matarme. Trataba de asfixiarme metiendo mi cabeza en una bolsa plástica de textura angelical. Siempre escapaba de sus intentos fallidos, y me imagino su cara, su rostro desconcertado cuando yo despertaba perturbado, tembloroso, y quedaba ella sola protagonista única de un sueño perdido en el limbo, sin protagonistas completos. Cuando volvía a conciliar el sueño, entonces la encontraba aburrida sentada en un jardín majestuoso, en ese mundo onírico deshojando margaritas: me quiere, no me quiere, me quiere… cuando percibía mi presencia en el sueño, y sabia que no estaba sola, continuaba con el cíclico conteo: me quiere, no me quiere; al verme continuaba, me quiere, me ama, me adora; por aquello del poder de la palabra, y la terquedad que tanto les luce. Entonces sus ojitos lloraban a raudales un llanto plañidero de lágrimas dulces, parecidas a las de los cocodrilos.
Seguía matándola a su antojo, en diferentes flancos. Sabía que si la dejaba con vida era como entregarle el arma al contrario. Ella siempre soñó con ser la victima de un fúcar y quien la tenía emplatada era un mozalbete (que dejó su papagayo atado a un cañaguate a la ley del verbo) con ínfulas de hombre. Estando allí en pleno holocausto, perdió la voz junto al brillo de sus ojos; el aliento de cayenas guardadas en cajas de cartón lo inhalé por completo, y cuando divisé el final del túnel, una centella de todos los kilovatios posibles cayó sobre mí. Mi corazón parecía redoblante loco con su musicalidad diastólica y sistólica; mis coyunturas aflojaron, sentí desprenderse del nudo interno de mi ombligo un chicote inmenso de vida; al punto de desplomarme sobre mi victima. Allí ambos agonizamos por unos minutos. Luego en la otra vida, al otro lado del sueño, donde los colores son a blanco y negro, tomó ella la iniciativa (que venganza más dulce) y al mirarme me dijo con la más amplia de las sonrisas: ¡ven puñetero para enseñarte para que te parieron!.
La Olla Por: José Gregorio Guerrero R. Al otro lado del sueño Sentí atravesarla con el puñal que me fue dado. Ella, indefensa, tuvo que haber sentido morirse por dentro, porque su respiración desfiló por mi nuca como el último exhalo de vida emitido por un inerme cuerpo humano que se desvanece bajo el cuerpo […]
La Olla
Por: José Gregorio Guerrero R.
Al otro lado del sueño
Sentí atravesarla con el puñal que me fue dado. Ella, indefensa, tuvo que haber sentido morirse por dentro, porque su respiración desfiló por mi nuca como el último exhalo de vida emitido por un inerme cuerpo humano que se desvanece bajo el cuerpo de un culpable. !La pobre, pobre hija ajena!, solo me miraba con el rabito del ojo como queriéndome matar de un solo movimiento. En segundos tuve la impresión del hombre que vio al difunto recobrar vida para hacerle el reclamo debido a su victimario. Sus pestañas convulsionaron, su diafragma brincó en ráfagas sucesivas, su cabeza tomó su lugar inicial quedando su rostro frente al mío; entonces resucitó, y todo cambió.
Sus ojos se despernancaron de par en par mirándome con cierto halo de lenocinio. Aceleradamente tomó un buchado de aire, lo tragó, parecía tener el alma deshidratada, y me dijo: sigue matándome así hasta que me muera, quiero morirme por el resto de mi vida, mátame a tu manera; ¡muéreme así, puñetero de porra! fue entonces cuando saqué el puñal de su cuerpo y lo introduje por la misma herida una y mil veces hasta que la vi morir de verdad. Al menos ese método lo veía en las películas gringas, para perturbar el trabajo minucioso de los detectives de gabardinas largas.
En los sueños era ella la que intentaba matarme. Trataba de asfixiarme metiendo mi cabeza en una bolsa plástica de textura angelical. Siempre escapaba de sus intentos fallidos, y me imagino su cara, su rostro desconcertado cuando yo despertaba perturbado, tembloroso, y quedaba ella sola protagonista única de un sueño perdido en el limbo, sin protagonistas completos. Cuando volvía a conciliar el sueño, entonces la encontraba aburrida sentada en un jardín majestuoso, en ese mundo onírico deshojando margaritas: me quiere, no me quiere, me quiere… cuando percibía mi presencia en el sueño, y sabia que no estaba sola, continuaba con el cíclico conteo: me quiere, no me quiere; al verme continuaba, me quiere, me ama, me adora; por aquello del poder de la palabra, y la terquedad que tanto les luce. Entonces sus ojitos lloraban a raudales un llanto plañidero de lágrimas dulces, parecidas a las de los cocodrilos.
Seguía matándola a su antojo, en diferentes flancos. Sabía que si la dejaba con vida era como entregarle el arma al contrario. Ella siempre soñó con ser la victima de un fúcar y quien la tenía emplatada era un mozalbete (que dejó su papagayo atado a un cañaguate a la ley del verbo) con ínfulas de hombre. Estando allí en pleno holocausto, perdió la voz junto al brillo de sus ojos; el aliento de cayenas guardadas en cajas de cartón lo inhalé por completo, y cuando divisé el final del túnel, una centella de todos los kilovatios posibles cayó sobre mí. Mi corazón parecía redoblante loco con su musicalidad diastólica y sistólica; mis coyunturas aflojaron, sentí desprenderse del nudo interno de mi ombligo un chicote inmenso de vida; al punto de desplomarme sobre mi victima. Allí ambos agonizamos por unos minutos. Luego en la otra vida, al otro lado del sueño, donde los colores son a blanco y negro, tomó ella la iniciativa (que venganza más dulce) y al mirarme me dijo con la más amplia de las sonrisas: ¡ven puñetero para enseñarte para que te parieron!.