Con el florecer de los cañaguates, el corazón palpita diferente. Y el corazón lo sabe. Es un sentir que todos los vallenatos hemos conocido.
Con el florecer de los cañaguates, el corazón palpita diferente. Y el corazón lo sabe. Es un sentir que todos los vallenatos hemos conocido. No importa cuántas veces lo hayamos vivido, los ojos se abren siempre como puertas al asombro. Se le despierta a uno el alma del letargo cotidiano para fundirse con esa belleza amarilla que en los meses de enero y febrero inunda la ciudad, para abrazarla y dejarse abrazar por ella.
Ese bienestar que genera admirar y vivir la belleza del entorno no es banalidad; es necesidad. De hecho – ya es materia estudiada — a mayor orden y belleza del espacio habitado, más feliz se es, punto. Así, cuando uno se pierde mirando los cañaguates, las trinitarias, el río y las imponentes montañas, así debería sentirse con cualquier cuadra y cada rincón de la ciudad: debería inspirar alegría.
Europa y el resto del mundo desarrollado tienen eso enraizado: las ciudades se planifican y organizan para hacer más felices a las personas, para reducir el estrés, para promover el ejercicio, para fortalecer la comunidad y la integración entre vecinos, para robustecer la identidad local, impulsar el turismo y el desarrollo económico y, por último, pero no menos importante, para prevenir la inseguridad.
No es casualidad que los lugares donde más crímenes se cometen suelen ser rincones oscuros de la ciudad, calles atestadas por el mal olor de la basura acumulada, calles donde impera el desorden. No es simple especulación, a juzgar por la teoría de la ventana rota (James Q. Wilson y George Kelling), que habla del contagio, dentro de la sociedad, de las conductas incívicas o inmorales. “Si no se mantiene en buen estado los elementos urbanos, seguramente se produce un aumento del vandalismo… El delito es mayor en las zonas donde la indiferencia, el descuido, la suciedad, el desorden y el maltrato son mayores… Si una comunidad exhibe signos de deterioro, sin que le importe a nadie, entonces allí se generará el delito…” (Daniel Eskibel). Es lógico. La estética es inseparable de la ética.
Cuando fui director de ciudades en el Ministerio de Vivienda constaté que, si bien el ejercicio de la autoridad es totalmente necesario, la renovación urbana es igual de fundamental. Darle la vuelta a la inseguridad implica darle la vuelta a la ciudad. Los ejemplos abundan, inclusive en Colombia.
La comuna 13 de Medellín, otrora uno de los lugares más peligrosos del planeta, hoy es uno de los sitios más turísticos de la capital antioqueña. ¿Qué hicieron? Nuevas vías, escaleras eléctricas, Metrocable, renovaron parques y espacios públicos, crearon nuevos equipamientos culturales y deportivos, y llevaron a cabo acciones de apropiación de espacios públicos mediante el arte urbano y la creación de murales, como una forma de reivindicar la cultura y la identidad de la Comuna 13.
Getsemaní, en Cartagena, hoy el barrio más turístico y colorido del país, fue unos años atrás uno de los más violentos y deteriorados de la ciudad. Esa transformación fue producto de una fórmula similar: participación ciudadana, trabajos de restauración y conservación del patrimonio arquitectónico del barrio y la creación de un circuito turístico-cultural para promover el turismo sostenible en la zona.
En Valledupar podemos hacer algo muchísimo más grande. Valledupar, rodeada por un sin igual paisaje natural, es colorida, planificada y con una identidad cultural arrolladora. Desafortunadamente, ¡siempre los malos gobiernos!, Valledupar hoy está desatendida, descuidada, desesperanzada, sus calles deterioradas y obscuras, inundada de basuras. Tanta la inseguridad, que la ley huye despavorida de ciertos espacios…
Es hora de despercudirnos y cambiar el rumbo. Pensemos a Valledupar con grandeza, planteándonos proyectos de alto calibre. Hagamos del barrio La Nevada, p.ej., un estruendoso caso de éxito, reconociéndole su talante formidable: en menos de 30 años, este barrio de invasión terminó más consolidado que otras áreas de la ciudad.
El experimento social debe empezar por La Nevada, dándoles título de propiedad a todos los hogares posibles. Construir nuevas vías, iluminadas y amplias, centros culturales y deportivos, nuevas plazas y parques. Llenar el barrio de más color y de murales. Incentivar actividades turísticas y artísticas. Promover el desarrollo económico y el fortalecimiento de la calle sexta y la actividad comercial circundante a ella. Involucrar a los jóvenes en actividades lúdicas positivas, para fomentar su liderazgo y participación comunitaria. El centro debe ser histórico, La Nevada contemporánea, moderna.
Soñémonos diferente a Valledupar, con grandeza, con una renovación urbana que disuada el crimen y genere tejido social. Con espacios que inviten a la gente a caminar sin zozobra y que cuando uno mire ¡pa’ lante!, los cañaguates sean lo de menos, ¡Valledupar!
Por Camilo Quiroz H.
Con el florecer de los cañaguates, el corazón palpita diferente. Y el corazón lo sabe. Es un sentir que todos los vallenatos hemos conocido.
Con el florecer de los cañaguates, el corazón palpita diferente. Y el corazón lo sabe. Es un sentir que todos los vallenatos hemos conocido. No importa cuántas veces lo hayamos vivido, los ojos se abren siempre como puertas al asombro. Se le despierta a uno el alma del letargo cotidiano para fundirse con esa belleza amarilla que en los meses de enero y febrero inunda la ciudad, para abrazarla y dejarse abrazar por ella.
Ese bienestar que genera admirar y vivir la belleza del entorno no es banalidad; es necesidad. De hecho – ya es materia estudiada — a mayor orden y belleza del espacio habitado, más feliz se es, punto. Así, cuando uno se pierde mirando los cañaguates, las trinitarias, el río y las imponentes montañas, así debería sentirse con cualquier cuadra y cada rincón de la ciudad: debería inspirar alegría.
Europa y el resto del mundo desarrollado tienen eso enraizado: las ciudades se planifican y organizan para hacer más felices a las personas, para reducir el estrés, para promover el ejercicio, para fortalecer la comunidad y la integración entre vecinos, para robustecer la identidad local, impulsar el turismo y el desarrollo económico y, por último, pero no menos importante, para prevenir la inseguridad.
No es casualidad que los lugares donde más crímenes se cometen suelen ser rincones oscuros de la ciudad, calles atestadas por el mal olor de la basura acumulada, calles donde impera el desorden. No es simple especulación, a juzgar por la teoría de la ventana rota (James Q. Wilson y George Kelling), que habla del contagio, dentro de la sociedad, de las conductas incívicas o inmorales. “Si no se mantiene en buen estado los elementos urbanos, seguramente se produce un aumento del vandalismo… El delito es mayor en las zonas donde la indiferencia, el descuido, la suciedad, el desorden y el maltrato son mayores… Si una comunidad exhibe signos de deterioro, sin que le importe a nadie, entonces allí se generará el delito…” (Daniel Eskibel). Es lógico. La estética es inseparable de la ética.
Cuando fui director de ciudades en el Ministerio de Vivienda constaté que, si bien el ejercicio de la autoridad es totalmente necesario, la renovación urbana es igual de fundamental. Darle la vuelta a la inseguridad implica darle la vuelta a la ciudad. Los ejemplos abundan, inclusive en Colombia.
La comuna 13 de Medellín, otrora uno de los lugares más peligrosos del planeta, hoy es uno de los sitios más turísticos de la capital antioqueña. ¿Qué hicieron? Nuevas vías, escaleras eléctricas, Metrocable, renovaron parques y espacios públicos, crearon nuevos equipamientos culturales y deportivos, y llevaron a cabo acciones de apropiación de espacios públicos mediante el arte urbano y la creación de murales, como una forma de reivindicar la cultura y la identidad de la Comuna 13.
Getsemaní, en Cartagena, hoy el barrio más turístico y colorido del país, fue unos años atrás uno de los más violentos y deteriorados de la ciudad. Esa transformación fue producto de una fórmula similar: participación ciudadana, trabajos de restauración y conservación del patrimonio arquitectónico del barrio y la creación de un circuito turístico-cultural para promover el turismo sostenible en la zona.
En Valledupar podemos hacer algo muchísimo más grande. Valledupar, rodeada por un sin igual paisaje natural, es colorida, planificada y con una identidad cultural arrolladora. Desafortunadamente, ¡siempre los malos gobiernos!, Valledupar hoy está desatendida, descuidada, desesperanzada, sus calles deterioradas y obscuras, inundada de basuras. Tanta la inseguridad, que la ley huye despavorida de ciertos espacios…
Es hora de despercudirnos y cambiar el rumbo. Pensemos a Valledupar con grandeza, planteándonos proyectos de alto calibre. Hagamos del barrio La Nevada, p.ej., un estruendoso caso de éxito, reconociéndole su talante formidable: en menos de 30 años, este barrio de invasión terminó más consolidado que otras áreas de la ciudad.
El experimento social debe empezar por La Nevada, dándoles título de propiedad a todos los hogares posibles. Construir nuevas vías, iluminadas y amplias, centros culturales y deportivos, nuevas plazas y parques. Llenar el barrio de más color y de murales. Incentivar actividades turísticas y artísticas. Promover el desarrollo económico y el fortalecimiento de la calle sexta y la actividad comercial circundante a ella. Involucrar a los jóvenes en actividades lúdicas positivas, para fomentar su liderazgo y participación comunitaria. El centro debe ser histórico, La Nevada contemporánea, moderna.
Soñémonos diferente a Valledupar, con grandeza, con una renovación urbana que disuada el crimen y genere tejido social. Con espacios que inviten a la gente a caminar sin zozobra y que cuando uno mire ¡pa’ lante!, los cañaguates sean lo de menos, ¡Valledupar!
Por Camilo Quiroz H.