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Columnista - 21 enero, 2017

Darle nombre a la corrupción

En este país que cualquier cosa es motivo de celebración o escándalo, este país que aprendió a gritar en coro acompañando los discursos falsos de muchos pastores y sacerdotes, este país que le resulta tan fácil promover caminatas contra la homofobia y la intolerancia, país que compara el baile entre guerrilleros y delegados de la […]

En este país que cualquier cosa es motivo de celebración o escándalo, este país que aprendió a gritar en coro acompañando los discursos falsos de muchos pastores y sacerdotes, este país que le resulta tan fácil promover caminatas contra la homofobia y la intolerancia, país que compara el baile entre guerrilleros y delegados de la ONU con un concierto para delinquir, debe impulsar una verdadera batalla contra la corrupción como causa incontrovertible de los grandes problemas del Estado colombiano, pero no se trata de hablar en abstracto de ella, irremediablemente se le debe dar nombre y apellido hasta los niveles más altos y en todos los sectores de nuestra sociedad.

El caso de Odebrecht puede ser la oportunidad para revelar el funcionamiento de estructuras mafiosas que delinquen con recursos públicos y establecen una relación criminal entre contratistas y funcionarios públicos que permita orientar la adjudicación de contratos en procesos en apariencia equilibrados, pero previamente se inclina la balanza a quien soborna u ofrece dádivas para obtener el premio mayor en este caso la adjudicación de un contrato estatal.

Darle nombre a la corrupción significa señalar a los responsables, exigir de instituciones como la Fiscalía llegar hasta lo más profundo en las investigaciones para que salgan a flote los responsables de hechos que generan desigualdad, pobreza, muerte, subdesarrollo mucho más que lo generado por la guerrilla que en últimas son grupos que surgieron precisamente en respuestas a esas élites podridas que disfrutan de las mieles del poder mientras le dan coscorrones al pueblo. Los medios y los columnistas debemos dejar a un lado tantas bobadas y en lugar de escribir sobre la parranda a la que nos invitaron o el entierro al que asistimos o amigos de nuestra infancia que a ninguno le interesa, señalemos con nombre propio a los corruptos y dejemos tanta lambonería barata para quedar bien con personajes del orden nacional, departamental o local; de lo contrario escriban un libro de sus experiencias.

En este nuevo episodio de ofrecimientos e ilícitos en el sector público cuyo protagonista hasta el momento es el exviceministro de transporte Gabriel García Morales y esperemos que no sea el único, se abre la oportunidad para que el país conozca la verdadera cara y los verdaderos rostros de la corrupción que se esconden en escritorios de ministerios, en curules del congreso, en alcaldías, gobernaciones, concejos, asambleas, juzgados, fiscalía, procuraduría, contraloría e incluso en el sector privado.

En casi veinte años el discurso para las campañas presidenciales ha sido “la paz”, Pastrana el primero en arriesgarse, Uribe con su mano firme y corazón grande gobernó durante ocho años, Santos acusado de traidor por su antecesor mantiene un proceso con las Farc a pesar de las múltiples dificultades, pero si queremos mantener el deseo de una paz estable y duradera llegó el momento de enfrentar el toro por los cachos y emprender quizá la guerra más difícil que pueda enfrentar sociedad alguna, la lucha contra la corrupción, el problema es que es una lucha que nos compromete a todos y en ese propósito los colombianos no somos dados a la autorregulación.

Como en la novela de Gustavo Álvarez Gardeazabal, ‘Cóndores no entierran todos los días’, el asesino del pueblo León María Lozano en la mesa del Happy Bar ordenaba los homicidios del día y asistía puntualmente a la misa de seis, así muchos roban desde los gobiernos y los encontramos los domingos en las iglesias arrodillados dando gracias por las bendiciones recibidas, que no es otra cosa que el producto del hurto cometido, sería mejor verlos pidiendo perdón arrepentidos por sus crímenes usando la fachada de “doctores” aprovechando la confianza depositada por las instituciones y la democracia.

Columnista
21 enero, 2017

Darle nombre a la corrupción

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Carlos Andrés Añez Maestre

En este país que cualquier cosa es motivo de celebración o escándalo, este país que aprendió a gritar en coro acompañando los discursos falsos de muchos pastores y sacerdotes, este país que le resulta tan fácil promover caminatas contra la homofobia y la intolerancia, país que compara el baile entre guerrilleros y delegados de la […]


En este país que cualquier cosa es motivo de celebración o escándalo, este país que aprendió a gritar en coro acompañando los discursos falsos de muchos pastores y sacerdotes, este país que le resulta tan fácil promover caminatas contra la homofobia y la intolerancia, país que compara el baile entre guerrilleros y delegados de la ONU con un concierto para delinquir, debe impulsar una verdadera batalla contra la corrupción como causa incontrovertible de los grandes problemas del Estado colombiano, pero no se trata de hablar en abstracto de ella, irremediablemente se le debe dar nombre y apellido hasta los niveles más altos y en todos los sectores de nuestra sociedad.

El caso de Odebrecht puede ser la oportunidad para revelar el funcionamiento de estructuras mafiosas que delinquen con recursos públicos y establecen una relación criminal entre contratistas y funcionarios públicos que permita orientar la adjudicación de contratos en procesos en apariencia equilibrados, pero previamente se inclina la balanza a quien soborna u ofrece dádivas para obtener el premio mayor en este caso la adjudicación de un contrato estatal.

Darle nombre a la corrupción significa señalar a los responsables, exigir de instituciones como la Fiscalía llegar hasta lo más profundo en las investigaciones para que salgan a flote los responsables de hechos que generan desigualdad, pobreza, muerte, subdesarrollo mucho más que lo generado por la guerrilla que en últimas son grupos que surgieron precisamente en respuestas a esas élites podridas que disfrutan de las mieles del poder mientras le dan coscorrones al pueblo. Los medios y los columnistas debemos dejar a un lado tantas bobadas y en lugar de escribir sobre la parranda a la que nos invitaron o el entierro al que asistimos o amigos de nuestra infancia que a ninguno le interesa, señalemos con nombre propio a los corruptos y dejemos tanta lambonería barata para quedar bien con personajes del orden nacional, departamental o local; de lo contrario escriban un libro de sus experiencias.

En este nuevo episodio de ofrecimientos e ilícitos en el sector público cuyo protagonista hasta el momento es el exviceministro de transporte Gabriel García Morales y esperemos que no sea el único, se abre la oportunidad para que el país conozca la verdadera cara y los verdaderos rostros de la corrupción que se esconden en escritorios de ministerios, en curules del congreso, en alcaldías, gobernaciones, concejos, asambleas, juzgados, fiscalía, procuraduría, contraloría e incluso en el sector privado.

En casi veinte años el discurso para las campañas presidenciales ha sido “la paz”, Pastrana el primero en arriesgarse, Uribe con su mano firme y corazón grande gobernó durante ocho años, Santos acusado de traidor por su antecesor mantiene un proceso con las Farc a pesar de las múltiples dificultades, pero si queremos mantener el deseo de una paz estable y duradera llegó el momento de enfrentar el toro por los cachos y emprender quizá la guerra más difícil que pueda enfrentar sociedad alguna, la lucha contra la corrupción, el problema es que es una lucha que nos compromete a todos y en ese propósito los colombianos no somos dados a la autorregulación.

Como en la novela de Gustavo Álvarez Gardeazabal, ‘Cóndores no entierran todos los días’, el asesino del pueblo León María Lozano en la mesa del Happy Bar ordenaba los homicidios del día y asistía puntualmente a la misa de seis, así muchos roban desde los gobiernos y los encontramos los domingos en las iglesias arrodillados dando gracias por las bendiciones recibidas, que no es otra cosa que el producto del hurto cometido, sería mejor verlos pidiendo perdón arrepentidos por sus crímenes usando la fachada de “doctores” aprovechando la confianza depositada por las instituciones y la democracia.