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Columnista - 30 agosto, 2015

Dark sésamo

Levantamos las fronteras que conforman nuestras propias cárceles. Nos dejamos ganar por la rabia, detonada casi siempre por una idiotez que genera un efecto en cadena. Nos parecemos más a los profetas sanguinarios del Antiguo Testamento que al hipismo proclamado del Nuevo Testamento. Buscamos en la compasión una salida estrecha para nuestras frustraciones. La beatitud […]

Levantamos las fronteras que conforman nuestras propias cárceles. Nos dejamos ganar por la rabia, detonada casi siempre por una idiotez que genera un efecto en cadena. Nos parecemos más a los profetas sanguinarios del Antiguo Testamento que al hipismo proclamado del Nuevo Testamento. Buscamos en la compasión una salida estrecha para nuestras frustraciones. La beatitud nos parece hipócrita. Sufrimos en carne propia los delirios cimentados sobre nuestros temores, inventamos miedos y vivimos bajo su paranoia, que es nuestra paranoia.

Permitimos que el porvenir nos sea arrebatado por las preocupaciones, por las calamidades. Hace rato confundimos la fe, la felicidad es una causa perdida, la esperanza fue destruida por la desconfianza; y así, poco a poco, nos hemos convertido en los despreciables seres humanos que actualmente somos; coaccionados por el pavor del uno al otro, auto justificándonos con la depredación salvaje que nuestra civilización no logra superar.

Somos el pasado del futuro, un escalón en falso sobre el cual no deberán apoyarse las próximas generaciones si realmente quieren avanzar; porque casi todo lo hacemos mal, con saña, con resentimiento, con el despecho de un terminal que no acepta su muerte. Somos piezas de rompecabezas sueltas en un camino que no conduce a ningún lado, somos un mapa que promete una guaca de dólares falsos, somos el deseo de la permanencia y la ilusión de la trascendencia.

Mientras la prensa vomita propaganda a través de la radio, impresos y televisión, se hacen realidad algunas de las fantasías proféticas proclamadas para nuestra generación por Huxley y Orwell; siendo el fenómeno mismo parte de la profecía. Porque todo está viciado y porque hay que desconfiar de lo que vemos, oímos, leemos, palpamos, etc; aunque sea eso mismo lo que nos produzca la sensación de acecho mortal permanente que nos convierte en unos neardentales de tenis y jeans, listos para estallar en una orgía de furia ante la mas mínima amenaza. Porque somos primates con ínfulas de poodle amaestrado para no hacerse popó sobre el tapete de la sala, y nuestros delirios de eternidad nos son más que la comprobación de nuestra falta de inteligencia para asumir nuestra caducidad como única verdad.

Somos tránsito, un trancón al medio día en hora pico; somos motores diesel entre las callecitas del centro histórico de una ciudad que nace y muere constantemente, viviendo múltiples vidas, indiferente a los intereses de quienes la habitan por estar sufriendo con consternación sus propios cambios, asumiendo con sorpresa permanente las transformaciones de su cuerpo. Y sin embargo todo está bien, todo está pasando nomás en nuestra cabeza porque en realidad no hay realidad salvo la que construimos a partir de nuestras experiencias y elucubraciones. Somos una idea en la cabeza de los otros y otra idea en nuestra propia cabeza, y así sucesivamente, hasta infinito y por siempre. Magnetismo y cronología, somos átomos contrayéndose y expandiéndose, una montaña desierta ensortijándose hacia la puesta de sol, somos la arena de un río seco, brisa revuelta con gasolina, acetaminofén, Coca cola y humo.

Columnista
30 agosto, 2015

Dark sésamo

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jarol Ferreira

Levantamos las fronteras que conforman nuestras propias cárceles. Nos dejamos ganar por la rabia, detonada casi siempre por una idiotez que genera un efecto en cadena. Nos parecemos más a los profetas sanguinarios del Antiguo Testamento que al hipismo proclamado del Nuevo Testamento. Buscamos en la compasión una salida estrecha para nuestras frustraciones. La beatitud […]


Levantamos las fronteras que conforman nuestras propias cárceles. Nos dejamos ganar por la rabia, detonada casi siempre por una idiotez que genera un efecto en cadena. Nos parecemos más a los profetas sanguinarios del Antiguo Testamento que al hipismo proclamado del Nuevo Testamento. Buscamos en la compasión una salida estrecha para nuestras frustraciones. La beatitud nos parece hipócrita. Sufrimos en carne propia los delirios cimentados sobre nuestros temores, inventamos miedos y vivimos bajo su paranoia, que es nuestra paranoia.

Permitimos que el porvenir nos sea arrebatado por las preocupaciones, por las calamidades. Hace rato confundimos la fe, la felicidad es una causa perdida, la esperanza fue destruida por la desconfianza; y así, poco a poco, nos hemos convertido en los despreciables seres humanos que actualmente somos; coaccionados por el pavor del uno al otro, auto justificándonos con la depredación salvaje que nuestra civilización no logra superar.

Somos el pasado del futuro, un escalón en falso sobre el cual no deberán apoyarse las próximas generaciones si realmente quieren avanzar; porque casi todo lo hacemos mal, con saña, con resentimiento, con el despecho de un terminal que no acepta su muerte. Somos piezas de rompecabezas sueltas en un camino que no conduce a ningún lado, somos un mapa que promete una guaca de dólares falsos, somos el deseo de la permanencia y la ilusión de la trascendencia.

Mientras la prensa vomita propaganda a través de la radio, impresos y televisión, se hacen realidad algunas de las fantasías proféticas proclamadas para nuestra generación por Huxley y Orwell; siendo el fenómeno mismo parte de la profecía. Porque todo está viciado y porque hay que desconfiar de lo que vemos, oímos, leemos, palpamos, etc; aunque sea eso mismo lo que nos produzca la sensación de acecho mortal permanente que nos convierte en unos neardentales de tenis y jeans, listos para estallar en una orgía de furia ante la mas mínima amenaza. Porque somos primates con ínfulas de poodle amaestrado para no hacerse popó sobre el tapete de la sala, y nuestros delirios de eternidad nos son más que la comprobación de nuestra falta de inteligencia para asumir nuestra caducidad como única verdad.

Somos tránsito, un trancón al medio día en hora pico; somos motores diesel entre las callecitas del centro histórico de una ciudad que nace y muere constantemente, viviendo múltiples vidas, indiferente a los intereses de quienes la habitan por estar sufriendo con consternación sus propios cambios, asumiendo con sorpresa permanente las transformaciones de su cuerpo. Y sin embargo todo está bien, todo está pasando nomás en nuestra cabeza porque en realidad no hay realidad salvo la que construimos a partir de nuestras experiencias y elucubraciones. Somos una idea en la cabeza de los otros y otra idea en nuestra propia cabeza, y así sucesivamente, hasta infinito y por siempre. Magnetismo y cronología, somos átomos contrayéndose y expandiéndose, una montaña desierta ensortijándose hacia la puesta de sol, somos la arena de un río seco, brisa revuelta con gasolina, acetaminofén, Coca cola y humo.