Nadie sabía lo que podía ocurrir. Fue un día de mal suceso que ni Marena Talco, la adivina de la aldea, pudo hacer el vaticinio como solía hacerlo con las tripas tibias de las cabras que destazaba Brígido en su traspatio.
Era ella la agorera que con su arte adivinatorio se adelantaba en el tiempo cuando en años caídos un forastero ponía sus pasos en el camino de Trapichejo, ese lugar punteado de casa pajizas en una hondonada serrana, que, por un borrón en la memoria de la gente de más allá de sus montes, lo habían dejado sin pasado y sin presente.
Aquella madrugada todos los pájaros levantaron vuelo hacia otros parajes, y hasta el palomar de Nacho había quedado vacío. Tampoco cantaron los gallos en ese amanecer que cambiados por los aullidos de los perros, advertía un ambiente de espanto. Sólo éstos, con los rabos contraídos, pero fieles a su devoto sino de lealtad, se encerraron con sus amos tras las trancas de las puertas.
Marena también se quedó bajo el techo de su rancho. Ella, hecha de una edad sin años, había llegado sin que dijera de dónde venía, en medio de una noche y de un turbulento huracán de octubre. Desde entonces vivía dando consejos, y auxiliando de comadrona, de curandera y sibila que le aseguraba su existencia, pues nunca faltaba bastimentos en su olla y leña en su fogón.
Sería la hora de la media mañana cuando un hedor se vino llenándolo todo. Algunos opinaban que eran como emanaciones de miasmas, pero en el olfato de otros era una ahogante sobaquina de sudores fermentados. Fue entonces cuando las flores se ajaron en una vejez de instante y hasta el croar de las ranas apagó su coro terco y aburrido en los codos de la quebrada.
Unos pasos apagados se escucharon. Una figura humana apareció atrapada en los andrajos de un sayo mugriento, con rostro ennegrecido de intemperie, la madeja colgante de un cabello sucio a la cintura, unas sandalias con polvo de errancia y unas barbas al pecho con maraña de estropajo. Era el vivo bosquejo de un peregrino en desamparo.
Las miradas ocultas lo siguieron cuando tomó el rumbo de la quebrada. De un zurrón de cuero que pendía cruzado en bandolera sobre el pecho, sacó un cacho de toro para recoger agua que bebió con ansias aplazadas. Luego, a la vista de todos se disolvió en la nada. Marena, la pitonisa y curandera de todos los males, exclamó: ¡Es el mismísimo judío errante!
Un tío abuelo, Demetrio Montero, Toto por apodo cariñoso, con su rostro sonrosado y hecho de bondad, me refirió haber oído todo eso de labios de Marena, tres días antes de que desapareciera en cuerpo y alma una noche de octubre en medio de un turbulento huracán.
Me dijo que ella le había enseñado que cuando Jesús iba cargando la cruz en la ahora Vía Dolorosa de Jerusalén rumbo a su crucifixión, cayó de rodillas bajo el peso del madero frente a la puerta de Samuel de Belibeth, un zapatero de oficio. Entonces éste, colérico le gritó: “Levántate y sigue tu camino. Vete de mi puerta”. El penitente de la cruz le contestó: “Mi camino termina en el monte de mi crucifixión, pero el tuyo te espera hasta el final de los tiempos cuando sea mi segunda venida”.
Confieso que el relato me atrapó. Me di al rebusque de ese mito o historia por un tiempo. Algunos estudiosos en el tema dicen que eso del judío errante es una alegoría que se refiere al destino errabundo de los hebreos por todo el mundo conocido de ese entonces, cuando las legiones romanas del emperador Vespasiano arrasaron a sangre y fuego la insurrección de ellos y la destrucción del segundo templo, que los obligó a abandonar Palestina, su territorio, por más de dos mil años. Esa dispersión judía es conocida como La Diáspora.
No han faltado los creyentes que aceptan el hecho del judío errante como una verdad ocurrida, aclarando algunos que el personaje no era zapatero sino que atendía el pórtico de Pilato y que tenía otros nombres, entre ellos Ahansversu, Cartafilo, Butadeo, Asuero o Malco. Añaden a sus versiones haberlo visto en distintas épocas y partes del mundo, así como el prodigio de que cada cien años su cuerpo, con la pesadumbre de la vejez, se deshacía para renacer de él otro vigoroso y joven, condenado a vagar así por otros cien años más. Además, que siempre llevaba cinco monedas de oro para cubrir los apremios y necesidades, pero que al gastar la última, se reponían por si solas en la taleguilla de cuero que llevaba en guinda de un cordón que le hacía de correa.
Fue en San Mateo, ahora Betulia, Antioquia, donde en 1876 llegó un caminante en medio de la contienda civil llamada Guerra de Las Escuelas. En el poblado lo miraron con recelo en la sospecha de ser un “topo” o espía del bando rojo. Compadecidos por la ripiosa indumenta del peregrino que suplicaba un poco de agua y un pedazo de arepa, la gente sencilla y devota de allí se movió a compasión atendiendo sus urgencias. Entonces dijo que era el judío errante.
Lo alojaron en una choza apartada y en abandono. De ahí en adelante no le faltaron los buñuelos, las mazamorras ni los chorizos. Allí se quedó viviendo de la caridad pública que alentaba trepado en un púlpito la voz consagrada de Baldomero Restrepo, reverendo de ese alejado curato.
No faltó en adelante la romería de paisanos ávidos de milagrerías y de temas misteriosos que refería el judío errante en su perpetuo periplo de castigo por tierras remotas del mundo. Decía que en el año 1271, en un cruce de caminos de un desierto de Asia, cerca a la vieja ciudad de Samarcanda, se había encontrado con Marco Polo, el mercader de Venecia que iba en viaje al otro lado del globo, a las tierras de Kublai Khan, el emperador de Catay, que ahora es China.
También refería que había visto la cabeza sangrante de María Antonieta de Austria para el año de 1793, en la Plaza de la Concordia de París en plena Revolución Francesa, cuando Henri Sansón, el verdugo que la decapitó, la exhibía suspendida del cabello ante una vociferante muchedumbre.
Entre las historias que repetía a petición de los parroquianos de San Mateo, decía que en 1486, había visto el entierro de Alonso Sánchez de Huelva, quien náufrago y moribundo logró llegar a una de las Islas Canarias, donde le había entregado a Cristóbal Colón, quien lo quiso auxiliar en su desgracia, una bitácora, mapas y coordenadas de unas tierras allende el mar.
En una de esas ocasiones en que la gente lo escuchaba embebida por las maravillas del relato, dijo que a su paso por Caracas en 1790, una negra esclava de nombre Hipólita, quien había amamantado a Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Blanco, o Simón Bolívar por nombres contraídos, le había regalado de ese crio un diente de leche de su primera muda, que él conservaba en un tarro con alcohol y que exhibía de cuando en cuando a sus boquiabiertos visitantes.
Sostenía también nuestro judío errante que Nerón no había quemado Roma, porque en esos días del año 64 lo había visto en el puerto de Ostia reponiéndose de una angina de pecho, siendo atendido allí por su esposa Popea Sabina quien le frotaba el torso con vino y sebo caliente.
Decía además este trotamundo maldecido, que a su paso por Santafé de Bogotá en 1827 había visto cuando el general Santander trataba de tirar a la calle desde un balcón a José Ignacio de Márquez, ambos presidentes después de Nueva Granada, en un ataque de celos por Nicolasa Ibáñez, una casada señora de Ocaña.
Otro testimonio fue cuando dijo que en el año 1509 en un taller de pintura de Florencia, Italia, un tal Leonardo da Vinci, sobre una tela pincelaba el retrato de Lisa Gerardini, la esposa de un rico comerciante, dando sitio a la Mona Lisa o Gioconda, y que los comentaristas de arte decían que la retratada exhibía una sonrisa indefinida como de desdén, o de coquetería o de tristeza, pero que él, por estar presente, sabía que ella crispaba los labios porque le faltaban cuatro dientes de adelante.
Gordo y feliz vivía en San Mateo el judío errante. Pero un día se quebró el encanto: al poblado llegó una mujer con dos niños montados en burro y se fue a la parroquia del bendecido cura Restrepo. Allí le dijo que el tal judío errante era Pascual Lalinde, su marido, maestro de historia en una escuela de Yolombó, que la había abandonado con dos hijos.
Con ira santa el cura y muchos feligreses de su grey, se fueron a la choza de ese penitente sin destino. Cuando llegaron, ya nuestro judío errante había puesto pies en polvorosa. Alguien dijo haberlo tropezado en un camino de la cordillera con un carriel peludo de becerro, unas alpargatas de lona, un bordón de arriero montañero, un poncho paisa sobre el hombro y una botella de anisado en un bolsillo trasero.
Después lo vieron en Tutunendo, un caserío del Chocó, vendiendo chontaduros y ostrones de piangua.
Confieso que ahí le perdí la pista a este judío errante, pero tal vez otro día sepa de su vagabundeo errátil por parajes inciertos de este espanto andariego, condenado a caminar sin reposo hasta el final de los tiempos.
Casa de campo Las Trinitarias, La Mina, territorio de la Sierra Nevada, noviembre 8 de 2025.
Por: Rodolfo Ortega Montero.











