Popayán, hacia 1768, era un lunar sobre el dorso de los Andes que dormitaba los tiempos coloniales. Allí tenía casa y hacienda Pedro Hermenegildo García de Lemos, casado con una dama etiquetosa llamada Juana Hurtado y Arboleda. Existía otro Pedro, socio del primero en asuntos de compras de mercancías llamado Pedro López Crespo, casado con […]
Popayán, hacia 1768, era un lunar sobre el dorso de los Andes que dormitaba los tiempos coloniales. Allí tenía casa y hacienda Pedro Hermenegildo García de Lemos, casado con una dama etiquetosa llamada Juana Hurtado y Arboleda. Existía otro Pedro, socio del primero en asuntos de compras de mercancías llamado Pedro López Crespo, casado con otra dama de alcurnia, Dionisia Mosquera y Bonilla. Los Pedros, que acortando llamaremos Pedro Crespo y Pedro Lemos, por turnos viajaban a Quito y a Las Antillas para proveerse de mercancías que revendían luego. Cuando esto sucedía, el Pedro que se quedaba hacía de albacea y administrador de los bienes del otro durante la ausencia. En una ocasión le correspondió viajar a Pedro Crespo, quien hizo testamento por si algo ocurría en un viaje tan riesgoso a Las Antillas. También encomendó la protección de su joven y bella esposa a su socio Pedro Lemos.
Ido en viaje Pedro Crespo, quedaron abiertas las puertas de su casa para el otro socio, quien se convirtió en el consuelo de doña Dionisia que frisaba las 26 primaveras y lloraba a su esposo ausente. De la consolación amable hubo tránsito a la frase galante y de esta cortesía hubo el paso del requerimiento amoroso. Correspondido Lemos en aquellos devaneos, dio pie para que entre ellos naciera una pasión sin freno y desorbitada. Comienza entonces una pavorosa novela. Los amantes sumergidos en un piélago de locura, ven roto su idilio cuando el otro Pedro, el ausente, por carta anuncia su pronto retorno.
Como la preñez de la infiel se hizo inocultable, convinieron en matar al inoportuno. De los esclavos para el crimen escogieron a tres a quienes les prometieron la libertad a cambio. El asesinato debía cumplirse en cualquier hondonada, en un monte, en un páramo o en un despeñadero. Parten los esclavos a caballo hacia el encuentro con don Pedro Crespo que venía con sus mulas cargadas de mercancías. En una vuelta de la cordillera se topan las recuas. Crespo en un arrebato de alegría por el encuentro con la servidumbre de su casa, les hace libres y les da regalos, lo que ablanda la decisión criminal que llevaban. Cuando él llegó a Popayán, subió a la alcoba de su esposa que arrebujada en sábanas ocultaba su preñez pretextando estar enferma. A pocos días los esclavos escogidos sorprendieron al amo dormido y con un rejo le anudaron el cuello y lo asfixiaron. Caía un fuerte aguacero sobre la ciudad en aquellas horas. Un cuerno vacuno fue hundido en el pecho del difunto y luego llevado al corral del patio. Dionisia con desgarradores gritos clamaba que su esposo había perecido al tratar de salvarla de la embestida de un toro.
La justicia indaga sobre algunos signos de estrangulamiento en el cadáver. Con la tortura, los esclavos hablaron. La causa criminal fue llevada en la Audiencia de Quito que dispuso la pena de horca con confiscación de bienes para los autores del crimen. Pedro Lemos huye a uña de caballo. Deambula por Las Antillas mientras prescribe la pena de su delito. Dionisia Mosquera se asila en el convento de las monjas carmelitas. De allí huye a una hacienda de Caloto, donde el cura, su hermano, le da protección.
Del embarazo de ella nació la niña Ana María, quien creció en el monte, entre peones. Ya adulta tuvo un hijo con un señor Iragorri a quien le dieron por nombre José María, el cual fue adoptado por María del Campo y Juan de Velásquez Obando, un matrimonio español de terratenientes del Cauca que no tenía descendencia. Ese niño adoptado a los dos años, sería el general y presidente Obando.
Treinta años después de aquel asesinato, un caminante encorvado por la edad llegó a un rancho caminero para pedir posada. Allí le informan de la pésima salud de una mujer y le piden consejo. Llegó hasta el borde de una cama cuando lo estremeció un grito que decía su nombre. Era ella… Dionisia, y él… Pedro Lemos. Algunas palabras torpes se escaparon de ambos, y él, después de hacer indicaciones apuradas de un remedio, se puso en el camino que llevaba a Popayán monologando frases delirantes.
Por Rodolfo Ortega Montero
Popayán, hacia 1768, era un lunar sobre el dorso de los Andes que dormitaba los tiempos coloniales. Allí tenía casa y hacienda Pedro Hermenegildo García de Lemos, casado con una dama etiquetosa llamada Juana Hurtado y Arboleda. Existía otro Pedro, socio del primero en asuntos de compras de mercancías llamado Pedro López Crespo, casado con […]
Popayán, hacia 1768, era un lunar sobre el dorso de los Andes que dormitaba los tiempos coloniales. Allí tenía casa y hacienda Pedro Hermenegildo García de Lemos, casado con una dama etiquetosa llamada Juana Hurtado y Arboleda. Existía otro Pedro, socio del primero en asuntos de compras de mercancías llamado Pedro López Crespo, casado con otra dama de alcurnia, Dionisia Mosquera y Bonilla. Los Pedros, que acortando llamaremos Pedro Crespo y Pedro Lemos, por turnos viajaban a Quito y a Las Antillas para proveerse de mercancías que revendían luego. Cuando esto sucedía, el Pedro que se quedaba hacía de albacea y administrador de los bienes del otro durante la ausencia. En una ocasión le correspondió viajar a Pedro Crespo, quien hizo testamento por si algo ocurría en un viaje tan riesgoso a Las Antillas. También encomendó la protección de su joven y bella esposa a su socio Pedro Lemos.
Ido en viaje Pedro Crespo, quedaron abiertas las puertas de su casa para el otro socio, quien se convirtió en el consuelo de doña Dionisia que frisaba las 26 primaveras y lloraba a su esposo ausente. De la consolación amable hubo tránsito a la frase galante y de esta cortesía hubo el paso del requerimiento amoroso. Correspondido Lemos en aquellos devaneos, dio pie para que entre ellos naciera una pasión sin freno y desorbitada. Comienza entonces una pavorosa novela. Los amantes sumergidos en un piélago de locura, ven roto su idilio cuando el otro Pedro, el ausente, por carta anuncia su pronto retorno.
Como la preñez de la infiel se hizo inocultable, convinieron en matar al inoportuno. De los esclavos para el crimen escogieron a tres a quienes les prometieron la libertad a cambio. El asesinato debía cumplirse en cualquier hondonada, en un monte, en un páramo o en un despeñadero. Parten los esclavos a caballo hacia el encuentro con don Pedro Crespo que venía con sus mulas cargadas de mercancías. En una vuelta de la cordillera se topan las recuas. Crespo en un arrebato de alegría por el encuentro con la servidumbre de su casa, les hace libres y les da regalos, lo que ablanda la decisión criminal que llevaban. Cuando él llegó a Popayán, subió a la alcoba de su esposa que arrebujada en sábanas ocultaba su preñez pretextando estar enferma. A pocos días los esclavos escogidos sorprendieron al amo dormido y con un rejo le anudaron el cuello y lo asfixiaron. Caía un fuerte aguacero sobre la ciudad en aquellas horas. Un cuerno vacuno fue hundido en el pecho del difunto y luego llevado al corral del patio. Dionisia con desgarradores gritos clamaba que su esposo había perecido al tratar de salvarla de la embestida de un toro.
La justicia indaga sobre algunos signos de estrangulamiento en el cadáver. Con la tortura, los esclavos hablaron. La causa criminal fue llevada en la Audiencia de Quito que dispuso la pena de horca con confiscación de bienes para los autores del crimen. Pedro Lemos huye a uña de caballo. Deambula por Las Antillas mientras prescribe la pena de su delito. Dionisia Mosquera se asila en el convento de las monjas carmelitas. De allí huye a una hacienda de Caloto, donde el cura, su hermano, le da protección.
Del embarazo de ella nació la niña Ana María, quien creció en el monte, entre peones. Ya adulta tuvo un hijo con un señor Iragorri a quien le dieron por nombre José María, el cual fue adoptado por María del Campo y Juan de Velásquez Obando, un matrimonio español de terratenientes del Cauca que no tenía descendencia. Ese niño adoptado a los dos años, sería el general y presidente Obando.
Treinta años después de aquel asesinato, un caminante encorvado por la edad llegó a un rancho caminero para pedir posada. Allí le informan de la pésima salud de una mujer y le piden consejo. Llegó hasta el borde de una cama cuando lo estremeció un grito que decía su nombre. Era ella… Dionisia, y él… Pedro Lemos. Algunas palabras torpes se escaparon de ambos, y él, después de hacer indicaciones apuradas de un remedio, se puso en el camino que llevaba a Popayán monologando frases delirantes.
Por Rodolfo Ortega Montero