José de Arimatea se había ganado el baloto. Mil denarios que a la conversación de dracmas griegos o a sestercios romanos, podría sacarlo de su triste condición de embalsamar difuntos para negociar en lana con los mercaderes que venían de fenicia y abrían toldas fuera de las murallas de Jerusalén. Para celebrar su buena suerte […]
José de Arimatea se había ganado el baloto. Mil denarios que a la conversación de dracmas griegos o a sestercios romanos, podría sacarlo de su triste condición de embalsamar difuntos para negociar en lana con los mercaderes que venían de fenicia y abrían toldas fuera de las murallas de Jerusalén.
Para celebrar su buena suerte había contratado a una papayera de Emaús, a los gaiteros de Betania, a un acordeonero de Palestina y a la tambora de Galilea.
Siempre apostaba al número siete ya que era una cifra cabalística porque las Sagradas Escrituras decían, en el Génesis, que en siete días se había creado al mundo; en el Éxodo, siete fueron las espigas y vacas gordas y flacas en el sueño de José, el esclavo hebreo, cuando le adivinó al Faraón, y siete habían sido las plagas de Egipto. Se acordó entonces de un viejo amigo, fácil para los buenos negocios. Su nombre era Judas Iscariote. Con él podría invertir la plata del baloto en la cría de camellos, la venta y compra de dátiles y de aceite de oliva.
Una mañana de la Pascua Judía marcó a un teléfono. Se perturbó ante el acento suave y desanimado de una mujer que respondió:
– Si? Familia Iscariote, a la orden?
Otra vez la voz sedosa y reposada respondió cuando preguntó por Judas
– Mi hermano anda por ahí con ese Jesús y su combo de hippies.
Era la segunda vez que oía de ese Jesús y sus alborotadores con unas teorías nuevas como el perdón de los pecados, el amor al prójimo y la otra vida después de ésta. Se comentaba que ese Jesús había sido criado en las cuevas del desierto por la secta de los esenios, llevado por un primo de nombre Juan que bautizaba en el río Jordán y era un rabioso predicador contra el rey Herodes porque éste le tenía el ojo echado a Herodías, su propia cuñada.
De Roma, la capital del mundo, en su palacio de la Casa Blanca, César Augusto Trump dispuso mandar a Judea nuevas cohortes de marines bajo la comandancia de Poncho Pilatos, el Gobernador, quien tenía la manía de lavarse las manos, pues le daba culillo cuando la chusma de judíos enardecidos gritaban: ¡Romanos, go home!
José de Arimatea buscó a Judas por el Atrio de los Gentiles en la sinagoga mayor de Jerusalén, donde cambiaba dólares y euros en el mercado negro, pero no lo encontró. Entonces se fue a cobrar su baloto afortunado, pero le descontaron el impuesto a la salud, estampillas pro palacio, retención en la fuente, ganancias ocasionales y el impuesto de guerra. Total, solo le quedó una doceava parte de lo que había ganado. Con ese resto siguió buscando a su amigo Iscariote hasta cuando lo encontró desenguayabando con una copa de mosto en una taberna, porque se le pasó la mano en una boda de Caná.
Se pusieron a idear inversiones en la compraventa de cítaras, puñales árabes, lamparillas de aceite y sandalias de cuero o vender túnicas fenicias con el color púrpura que sacaban de una almeja de mar y estaban exentas de IVA.
Finalmente convinieron contrabandear narcóticos y mercancías chinas que venían por la ruta de la seda.
Días después José de Arimatea escuchó al locutor de La Voz de Cafarnaúm dando la noticia que “a Jesús lo habían condenado a muerte de cruz en las lomas del Gólgota, que el Grupo Antinarcótico había decomisado en el Monte Hebrón, unos camellos con opio y porcelanas chinas, y que el dueño del matute, un señor Iscariote, arruinado, se había colgado de una encina. En su bolsa se encontró un manifiesto de aduana falso y 30 monedas de plata con la silueta de Trump, el emperador”.
Quiso atrapar todo el aire del mundo para asimilar lo que escuchaba, era su ruina, el final de su buena suerte.
Mañana volvería a su triste oficio de enterrar cadáveres con los tres crucificados que dijo el periodista.
Se venía la noche. Un último suspiro de la tarde atrapó el arrebol del sol muriente tinturando de sangre las aguas turbias del Mar Muerto.
Por Rodolfo Ortega Montero
José de Arimatea se había ganado el baloto. Mil denarios que a la conversación de dracmas griegos o a sestercios romanos, podría sacarlo de su triste condición de embalsamar difuntos para negociar en lana con los mercaderes que venían de fenicia y abrían toldas fuera de las murallas de Jerusalén. Para celebrar su buena suerte […]
José de Arimatea se había ganado el baloto. Mil denarios que a la conversación de dracmas griegos o a sestercios romanos, podría sacarlo de su triste condición de embalsamar difuntos para negociar en lana con los mercaderes que venían de fenicia y abrían toldas fuera de las murallas de Jerusalén.
Para celebrar su buena suerte había contratado a una papayera de Emaús, a los gaiteros de Betania, a un acordeonero de Palestina y a la tambora de Galilea.
Siempre apostaba al número siete ya que era una cifra cabalística porque las Sagradas Escrituras decían, en el Génesis, que en siete días se había creado al mundo; en el Éxodo, siete fueron las espigas y vacas gordas y flacas en el sueño de José, el esclavo hebreo, cuando le adivinó al Faraón, y siete habían sido las plagas de Egipto. Se acordó entonces de un viejo amigo, fácil para los buenos negocios. Su nombre era Judas Iscariote. Con él podría invertir la plata del baloto en la cría de camellos, la venta y compra de dátiles y de aceite de oliva.
Una mañana de la Pascua Judía marcó a un teléfono. Se perturbó ante el acento suave y desanimado de una mujer que respondió:
– Si? Familia Iscariote, a la orden?
Otra vez la voz sedosa y reposada respondió cuando preguntó por Judas
– Mi hermano anda por ahí con ese Jesús y su combo de hippies.
Era la segunda vez que oía de ese Jesús y sus alborotadores con unas teorías nuevas como el perdón de los pecados, el amor al prójimo y la otra vida después de ésta. Se comentaba que ese Jesús había sido criado en las cuevas del desierto por la secta de los esenios, llevado por un primo de nombre Juan que bautizaba en el río Jordán y era un rabioso predicador contra el rey Herodes porque éste le tenía el ojo echado a Herodías, su propia cuñada.
De Roma, la capital del mundo, en su palacio de la Casa Blanca, César Augusto Trump dispuso mandar a Judea nuevas cohortes de marines bajo la comandancia de Poncho Pilatos, el Gobernador, quien tenía la manía de lavarse las manos, pues le daba culillo cuando la chusma de judíos enardecidos gritaban: ¡Romanos, go home!
José de Arimatea buscó a Judas por el Atrio de los Gentiles en la sinagoga mayor de Jerusalén, donde cambiaba dólares y euros en el mercado negro, pero no lo encontró. Entonces se fue a cobrar su baloto afortunado, pero le descontaron el impuesto a la salud, estampillas pro palacio, retención en la fuente, ganancias ocasionales y el impuesto de guerra. Total, solo le quedó una doceava parte de lo que había ganado. Con ese resto siguió buscando a su amigo Iscariote hasta cuando lo encontró desenguayabando con una copa de mosto en una taberna, porque se le pasó la mano en una boda de Caná.
Se pusieron a idear inversiones en la compraventa de cítaras, puñales árabes, lamparillas de aceite y sandalias de cuero o vender túnicas fenicias con el color púrpura que sacaban de una almeja de mar y estaban exentas de IVA.
Finalmente convinieron contrabandear narcóticos y mercancías chinas que venían por la ruta de la seda.
Días después José de Arimatea escuchó al locutor de La Voz de Cafarnaúm dando la noticia que “a Jesús lo habían condenado a muerte de cruz en las lomas del Gólgota, que el Grupo Antinarcótico había decomisado en el Monte Hebrón, unos camellos con opio y porcelanas chinas, y que el dueño del matute, un señor Iscariote, arruinado, se había colgado de una encina. En su bolsa se encontró un manifiesto de aduana falso y 30 monedas de plata con la silueta de Trump, el emperador”.
Quiso atrapar todo el aire del mundo para asimilar lo que escuchaba, era su ruina, el final de su buena suerte.
Mañana volvería a su triste oficio de enterrar cadáveres con los tres crucificados que dijo el periodista.
Se venía la noche. Un último suspiro de la tarde atrapó el arrebol del sol muriente tinturando de sangre las aguas turbias del Mar Muerto.
Por Rodolfo Ortega Montero