Ladridos de perros callejeros llegaban en la brisa helada de la noche. El prisionero se arrebujó más en un mantón y con un trapo se envolvió la cabeza para descongestionar sus narices. Los vientos fríos le caían mal desde cuando estuvo sepultado vivo en la famosa Torre de Londres, la vez que cayó prisionero de […]
Ladridos de perros callejeros llegaban en la brisa helada de la noche. El prisionero se arrebujó más en un mantón y con un trapo se envolvió la cabeza para descongestionar sus narices. Los vientos fríos le caían mal desde cuando estuvo sepultado vivo en la famosa Torre de Londres, la vez que cayó prisionero de los ingleses en la batalla de Trafalgar, donde había combatido al servicio de las fuerzas franco – españolas.
En las horas de ahora en que pasaba preso en un cuartel de caballería en Santafé de Bogotá, se inundaba con el recuerdo de niño huérfano, con los pies al aire y sin camisa por los arenales de su aldea de mulatos pescadores, recogiendo caracolejos y valvas de almejas. Su huida de Riohacha, siendo muy joven, como sirviente de un barco español donde hacía oficios humillantes, le habían dado el temple para los vientos contrarios.
Una fuga dramática de Londres lo condujo al Caribe, donde se alistó como marino de la Revolución con los corsarios Brión, Renato Beluche, Roly, Chitty y otros lobos de mar que tenían patente de corso de los gobiernos patriotas.
Ahora otra vez, él, José Prudencio Padilla era huésped de una cárcel, sólo que en esta ocasión lo aprisionaron sus compañeros de armas por la denuncia del general Montilla, quien lo delató como autor de un plan que se preparaba en la Costa dizque para derrocar el gobierno del general Bolívar, pero el motivo escondido del acusador era la disputa que tenía con su acusado por los favores de hembra de la “Zamba Jarocha”, una escultural morena con caderas de tiple y tetas de desafío.
Fue en la calle del Portal de los Escribanos, en Cartagena de Indias. Un sargento de infantes al mando de un piquete de tropa, entre mandón y temeroso le susurró con las cejas fruncidas:
– Entienda, general Padilla, que cumplo órdenes. Dése preso, por favor:
Una fuerte escolta lo remontó a Santafé prisionero hasta ese cuartel donde esperaba ser juzgado por el cargo de rebelión contra la dictadura de Bolívar.
José Prudencio Padilla interrumpió esos recuerdos cuando escuchó ruidos en la calle. Ya eran golpes recios en el portón de la guarnición donde él estaba en reclusión. El coronel José Bolívar, su carcelero, quien dormía borrotes por medio en una pieza vecina, se levantó con cara de sobresalto. Ya un alférez y diez fusileros estaban dentro. Un tiro de carabina le quitó la vida al oficial custodio, antes de que levantara la llave de una pistola que a toda prisa había retacado con balines y pólvora.
Entonces esos asaltantes lo invitaron a que saliera y se pusiera al mando militar de la conspiración que esa noche, 25 de septiembre de 1826, se intentaba contra la vida del gobernante Simón Bolívar. Pero él, José Prudencio Padilla, se negó tantas veces como se le insistió.
Cuando el golpe fracasó porque el dictador se escabulló, llegaron las represalias contra los golpistas. No bastaron los testimonios de los mismos conspiradores en los procesos judiciales que se abrieron dando cuenta que Padilla nunca supo lo que se tramaba y tampoco tuvo participación en el complot, pero había que sacrificarlo por ser antibolivariano y amigo de Santander en cuya casa se había alojado en varias ocasiones.
Fue condenado a morir sin honor. Lo degradaron arrebatándole las insignias de general de sus hombros. Llegó la parte final del drama. Con el coronel Guerra ocupó el banquillo de fusilamiento en pecho de camisa en medio de un pavoroso silencio de la gente en la plaza de la ejecución. Con un gesto de cabeza rechazó la venda sobre sus ojos, dando un viva postrero a la libertad. No murió al instante y lo remataron con un tiro de gracia. Una cuadrilla de presidarios desató los cadáveres del poste y los colgó de una horca donde se mecían al impulso de la brisa.
Un aguacero torrencial con granizo se vino a la tercera hora de la tarde. Las cabezas de los colgados quedaron blancas de escarcha. De los cuerpos empapados aún goteaba sangre que se escurría por los pies y bajo ellos se fue formando un acusador manto rojo de hielo granulado.
Ladridos de perros callejeros llegaban en la brisa helada de la noche. El prisionero se arrebujó más en un mantón y con un trapo se envolvió la cabeza para descongestionar sus narices. Los vientos fríos le caían mal desde cuando estuvo sepultado vivo en la famosa Torre de Londres, la vez que cayó prisionero de […]
Ladridos de perros callejeros llegaban en la brisa helada de la noche. El prisionero se arrebujó más en un mantón y con un trapo se envolvió la cabeza para descongestionar sus narices. Los vientos fríos le caían mal desde cuando estuvo sepultado vivo en la famosa Torre de Londres, la vez que cayó prisionero de los ingleses en la batalla de Trafalgar, donde había combatido al servicio de las fuerzas franco – españolas.
En las horas de ahora en que pasaba preso en un cuartel de caballería en Santafé de Bogotá, se inundaba con el recuerdo de niño huérfano, con los pies al aire y sin camisa por los arenales de su aldea de mulatos pescadores, recogiendo caracolejos y valvas de almejas. Su huida de Riohacha, siendo muy joven, como sirviente de un barco español donde hacía oficios humillantes, le habían dado el temple para los vientos contrarios.
Una fuga dramática de Londres lo condujo al Caribe, donde se alistó como marino de la Revolución con los corsarios Brión, Renato Beluche, Roly, Chitty y otros lobos de mar que tenían patente de corso de los gobiernos patriotas.
Ahora otra vez, él, José Prudencio Padilla era huésped de una cárcel, sólo que en esta ocasión lo aprisionaron sus compañeros de armas por la denuncia del general Montilla, quien lo delató como autor de un plan que se preparaba en la Costa dizque para derrocar el gobierno del general Bolívar, pero el motivo escondido del acusador era la disputa que tenía con su acusado por los favores de hembra de la “Zamba Jarocha”, una escultural morena con caderas de tiple y tetas de desafío.
Fue en la calle del Portal de los Escribanos, en Cartagena de Indias. Un sargento de infantes al mando de un piquete de tropa, entre mandón y temeroso le susurró con las cejas fruncidas:
– Entienda, general Padilla, que cumplo órdenes. Dése preso, por favor:
Una fuerte escolta lo remontó a Santafé prisionero hasta ese cuartel donde esperaba ser juzgado por el cargo de rebelión contra la dictadura de Bolívar.
José Prudencio Padilla interrumpió esos recuerdos cuando escuchó ruidos en la calle. Ya eran golpes recios en el portón de la guarnición donde él estaba en reclusión. El coronel José Bolívar, su carcelero, quien dormía borrotes por medio en una pieza vecina, se levantó con cara de sobresalto. Ya un alférez y diez fusileros estaban dentro. Un tiro de carabina le quitó la vida al oficial custodio, antes de que levantara la llave de una pistola que a toda prisa había retacado con balines y pólvora.
Entonces esos asaltantes lo invitaron a que saliera y se pusiera al mando militar de la conspiración que esa noche, 25 de septiembre de 1826, se intentaba contra la vida del gobernante Simón Bolívar. Pero él, José Prudencio Padilla, se negó tantas veces como se le insistió.
Cuando el golpe fracasó porque el dictador se escabulló, llegaron las represalias contra los golpistas. No bastaron los testimonios de los mismos conspiradores en los procesos judiciales que se abrieron dando cuenta que Padilla nunca supo lo que se tramaba y tampoco tuvo participación en el complot, pero había que sacrificarlo por ser antibolivariano y amigo de Santander en cuya casa se había alojado en varias ocasiones.
Fue condenado a morir sin honor. Lo degradaron arrebatándole las insignias de general de sus hombros. Llegó la parte final del drama. Con el coronel Guerra ocupó el banquillo de fusilamiento en pecho de camisa en medio de un pavoroso silencio de la gente en la plaza de la ejecución. Con un gesto de cabeza rechazó la venda sobre sus ojos, dando un viva postrero a la libertad. No murió al instante y lo remataron con un tiro de gracia. Una cuadrilla de presidarios desató los cadáveres del poste y los colgó de una horca donde se mecían al impulso de la brisa.
Un aguacero torrencial con granizo se vino a la tercera hora de la tarde. Las cabezas de los colgados quedaron blancas de escarcha. De los cuerpos empapados aún goteaba sangre que se escurría por los pies y bajo ellos se fue formando un acusador manto rojo de hielo granulado.