Año de gracia de 1780. Los virreinatos de Perú y Nueva Granada se sacuden con la revuelta de José Gabriel Candorcanqui, un descendiente de los reyes incas. Túpac Amaru fue el nombre que tomó para sí, como su antepasado, un soberano inca a quien hizo matar el virrey Francisco Toledo para raparle sus riquezas, y […]
Año de gracia de 1780. Los virreinatos de Perú y Nueva Granada se sacuden con la revuelta de José Gabriel Candorcanqui, un descendiente de los reyes incas. Túpac Amaru fue el nombre que tomó para sí, como su antepasado, un soberano inca a quien hizo matar el virrey Francisco Toledo para raparle sus riquezas, y que traducido del quechua significa “Brillante Culebra”.
El indio alzado en rebeldía no pertenecía a la montonera, pues era noble de parte y parte dado que por su paterna ascendencia venía de los marqueses de Oropeza. Fue en la Universidad de Lima donde investigó su vena indígena hasta quedar deslumbrado por la magnificencia faraónica del pasado incaico. En vano escribió al Rey de las Españas pidiendo la merced de apellidarse Inca, lo que le fue negado.
Del primer Túpac Amaru muerto con vileza por el virrey Toledo, quedó una hija, Beatriz, casada con García Loyola, gobernador de Chile. Hija de ellos fue otra Beatriz que casada con el marqués de Oropeza era el tronco de donde salió nuestro Candorcanqui, cacique de Tungasuca.
Sufría él todos los maltratos de su pueblo indio y por eso endurecía rencores contra las autoridades coloniales. Fueron sus mensajeros indígenas ante la propia Corte del rey Carlos III los que denunciaron los atropellos y despojos que los colonos hacían. El monarca no prestó oídos de los robos y masacres; en forma sospechosa además asesinaron a estos emisarios de infortunio. Con el mal sabor de la burla, Candorcanqui, cacique y marqués, concibe el plan de una sangrienta rebelión.
En Tinta don José Gabriel Candorcanqui tenía casa y hacienda. El corregidor Antonio de Arriaga solicitó a aquél el pago de un tributo en un plazo de ocho días, bajo pena de muerte si no cancelaba la suma al fisco real. Con frio reposo, digno de su raza, don Gabriel disimula la humillación de la amenaza. Dándose mañas, con algún pretexto organiza una fiesta e invita al Corregidor. No bien hubo llegado éste cuando lo mandó a encadenar obligándole a que citara allí a todos los jefes de las guarniciones vecinas. En cuanto iban llegando eran ahorcados hasta un número de doscientos españoles en un solo día.
Desde entonces la atención de la América indiana se volvió hacia el Perú de donde llegaban los ecos de la insurrección. Aquí, para ese tiempo, e influida por aquel suceso, la Revolución Comunera tomó bríos. Se trató de revivir el zipazgo en cabeza de Ambrosio Pisco, descendiente de los zipas, ahora comerciante. En un viaje con mulas cargadas de mercaderías, se topó con las tropas comuneras en Puente Real y allí se incorporó a la multitud alzada que iba a tomarse a Santafé. Las indiadas de Guatavita, Guasca, Tabio y Tenjo, en número superior a diez mil lo proclamaban como señor de Chía y cacique de Bogotá. De mala gana él aceptó el engorroso título, quizás consciente del triunfo imposible o por las ventajas de su buena vida de comerciante próspero. Fracasada la revuelta comunera, fue apresado, confiscado sus bienes y condenado a muerte, pena que se le cambió por cadena perpetua. Caballero y Góngora, el Arzobispo y Virrey, consiguió un perdón, pero ya aquel monarca frustrado había fallecido para ese entonces.
En cuanto a Túpac Amaru, fue abandonado por sus sesenta mil indios cuando llegó la época de siembra, sin poder cumplir su promesa de repartir la tierra y acabar la esclavitud. Crispan los suplicios a que fue sometido después de su derrota por las tropas del Rey. Condenado a muerte igual que a su familia, se le confiscan los bienes. Se le hizo presenciar cuando a Beatriz Bastidas, su esposa, le cortaron la lengua y después le dieron muerte de garrote vil. A Hipólito y Fernando, sus hijos, le dieron espantosas torturas y muerte siendo el último un niño apenas.
Finalmente, al inca se le sacó la lengua, se le introdujo una corona de filosas aristas en el cráneo y fue descuartizado vivo por cuatro caballos opuestos. Así se acalló por terror a la indiada que, pese a su fatalismo, tomó conciencia de su raza macerada de todas las horas y se hizo rebelde un instante.
Año de gracia de 1780. Los virreinatos de Perú y Nueva Granada se sacuden con la revuelta de José Gabriel Candorcanqui, un descendiente de los reyes incas. Túpac Amaru fue el nombre que tomó para sí, como su antepasado, un soberano inca a quien hizo matar el virrey Francisco Toledo para raparle sus riquezas, y […]
Año de gracia de 1780. Los virreinatos de Perú y Nueva Granada se sacuden con la revuelta de José Gabriel Candorcanqui, un descendiente de los reyes incas. Túpac Amaru fue el nombre que tomó para sí, como su antepasado, un soberano inca a quien hizo matar el virrey Francisco Toledo para raparle sus riquezas, y que traducido del quechua significa “Brillante Culebra”.
El indio alzado en rebeldía no pertenecía a la montonera, pues era noble de parte y parte dado que por su paterna ascendencia venía de los marqueses de Oropeza. Fue en la Universidad de Lima donde investigó su vena indígena hasta quedar deslumbrado por la magnificencia faraónica del pasado incaico. En vano escribió al Rey de las Españas pidiendo la merced de apellidarse Inca, lo que le fue negado.
Del primer Túpac Amaru muerto con vileza por el virrey Toledo, quedó una hija, Beatriz, casada con García Loyola, gobernador de Chile. Hija de ellos fue otra Beatriz que casada con el marqués de Oropeza era el tronco de donde salió nuestro Candorcanqui, cacique de Tungasuca.
Sufría él todos los maltratos de su pueblo indio y por eso endurecía rencores contra las autoridades coloniales. Fueron sus mensajeros indígenas ante la propia Corte del rey Carlos III los que denunciaron los atropellos y despojos que los colonos hacían. El monarca no prestó oídos de los robos y masacres; en forma sospechosa además asesinaron a estos emisarios de infortunio. Con el mal sabor de la burla, Candorcanqui, cacique y marqués, concibe el plan de una sangrienta rebelión.
En Tinta don José Gabriel Candorcanqui tenía casa y hacienda. El corregidor Antonio de Arriaga solicitó a aquél el pago de un tributo en un plazo de ocho días, bajo pena de muerte si no cancelaba la suma al fisco real. Con frio reposo, digno de su raza, don Gabriel disimula la humillación de la amenaza. Dándose mañas, con algún pretexto organiza una fiesta e invita al Corregidor. No bien hubo llegado éste cuando lo mandó a encadenar obligándole a que citara allí a todos los jefes de las guarniciones vecinas. En cuanto iban llegando eran ahorcados hasta un número de doscientos españoles en un solo día.
Desde entonces la atención de la América indiana se volvió hacia el Perú de donde llegaban los ecos de la insurrección. Aquí, para ese tiempo, e influida por aquel suceso, la Revolución Comunera tomó bríos. Se trató de revivir el zipazgo en cabeza de Ambrosio Pisco, descendiente de los zipas, ahora comerciante. En un viaje con mulas cargadas de mercaderías, se topó con las tropas comuneras en Puente Real y allí se incorporó a la multitud alzada que iba a tomarse a Santafé. Las indiadas de Guatavita, Guasca, Tabio y Tenjo, en número superior a diez mil lo proclamaban como señor de Chía y cacique de Bogotá. De mala gana él aceptó el engorroso título, quizás consciente del triunfo imposible o por las ventajas de su buena vida de comerciante próspero. Fracasada la revuelta comunera, fue apresado, confiscado sus bienes y condenado a muerte, pena que se le cambió por cadena perpetua. Caballero y Góngora, el Arzobispo y Virrey, consiguió un perdón, pero ya aquel monarca frustrado había fallecido para ese entonces.
En cuanto a Túpac Amaru, fue abandonado por sus sesenta mil indios cuando llegó la época de siembra, sin poder cumplir su promesa de repartir la tierra y acabar la esclavitud. Crispan los suplicios a que fue sometido después de su derrota por las tropas del Rey. Condenado a muerte igual que a su familia, se le confiscan los bienes. Se le hizo presenciar cuando a Beatriz Bastidas, su esposa, le cortaron la lengua y después le dieron muerte de garrote vil. A Hipólito y Fernando, sus hijos, le dieron espantosas torturas y muerte siendo el último un niño apenas.
Finalmente, al inca se le sacó la lengua, se le introdujo una corona de filosas aristas en el cráneo y fue descuartizado vivo por cuatro caballos opuestos. Así se acalló por terror a la indiada que, pese a su fatalismo, tomó conciencia de su raza macerada de todas las horas y se hizo rebelde un instante.