Un extraño movimiento de tropas flaqueaban las calles por donde pasaría la procesión del Martes Santo. Desde las horas de la tarde, en todo Popayán, voces apagadas comentaban que el general Obando y su segundo Sarria, ambos en rebelión armada por las montañas contra el gobierno nacional de José Ignacio de Márquez, se presentarían como […]
Un extraño movimiento de tropas flaqueaban las calles por donde pasaría la procesión del Martes Santo. Desde las horas de la tarde, en todo Popayán, voces apagadas comentaban que el general Obando y su segundo Sarria, ambos en rebelión armada por las montañas contra el gobierno nacional de José Ignacio de Márquez, se presentarían como otros años a pagar su penitencia de nazarenos cargueros de la Virgen de los Dolores, con desafío de las autoridades militares del lugar.
Un monseñor de bonete y atuendos litúrgicos, seguido de monaguillos y clérigos de todas las cofradías religiosas, iban detrás de la Cruz Alta a la cabeza de aquella corriente de gente entre las nubecillas azulosas de sahumerios.
Las oraciones de todos era un rumor de rio apacible. El aire se sentía recalentado por los cirios de cera de laurel y por ese apretujado rebaño humano que transpiraba sudores. Del vetusto templo de San Agustín venían las tallas sevillanas y quiteñas de San Juan Evangelista, La Verónica, El Señor del Huerto, el Señor Caído y cerrando el apretado cortejo la Virgen de los Dolores sobre los hombros de los cargueros.
Una tristeza augusta marcaba un doble de campanas. Las damas cubiertas de negro llevaban mantillas; los caballeros de sacoleva y el pueblo de muda blanca. Las sahumadoras se cubrían con faldas de bayeta oscura ceñida a la cintura con un chumbe, portando bandejas con un ruedo de rosas en cuyo centro había brasas para quemar incienso.
Un piquete de tropa disimulado se apostó en la Calle del Empedrado, cerca de la mansión de doña María Agustina del Campo y López, madre adoptiva del general Obando, pues las autoridades sospechaban que éste tendría la tentación de visitar a dicha dama.
No estaban desavisados los militares aquellos. El día antes, al sitio de Calicanto, a poca distancia de Popayán, habían llegado en secreto Obando y Sarria con un piquete de lanceros.
Pero ese día, Martes Santo, los dos jefes en rebelión dejaron sus sables para vestirse de nazarenos cargueros al estilo sevillano o sea cubriéndose el rostro con un capirote. Por algún portón de traspatio se colaron a la ciudad y con las alcayatas en la mano se fueron al templo de San Agustín para reclamar sus barrotes de promeseros en el paso de la Virgen de los Dolores. A las siete de la noche en la esquina de El Mascarón se metieron ambos y golpeando la alcayata con el empedrado, dijo uno de ellos al carguero que iba adelante sobre la izquierda. “Este es mi puesto y no lo dejaré mientras viva… yo soy Sarria. Igual dijo Obando al carguero del ángulo derecho.
La noticia voló. No se rompió la compostura que llevaban los cargueros, sahumadoras, alumbrantes y las gentes que abarrotaban andenes, ventanas y balcones.
Los soldados, por la severidad y fervor que imponía el momento, no malograron aquello con un aprisionamiento por no herir el sentimiento religioso. La tropa sólo reforzó flancos y esquinas para detenerlos cuando entregaran los barrotes más adelante, ya que por derecho le correspondía el turno a otros promeseros.
En la esquina de La Ermita, los amigos de los dos rebeldes y el pueblo obandista desde siempre, apagaron las velas dejando oscura la calle. Los reemplazantes recibieron los barrotes antes de cumplirse el tramo, sin que ningún feligrés le diera noticia a la tropa de ese acontecimiento.
Con rapidez, los dos nazarenos encapuchados se metieron por la puerta de una casa abierta de par en par y corrieron buscando el patio.
La tropa se vino detrás. Los fugitivos alcanzaron los travesaños de dos escaleras puestas de antemano sobre la tapia, subieron por ella y se dejaron caer al otro lado. Dos caballos ensillados los esperan.
En el tejadillo que cubría el canto de la tapia de adobes, se apoyaron los fusiles de la tropa para hacer unas descargas a la oscuridad por el rumbo donde se sentían los cascos de las cabalgaduras que huían. Los perdigones zumbaban con ansia asesina buscando el ruido del galope que se alejaba. De allá, más lejos, llegaba la risa suelta de dos hombres que se iban perdiendo en la noche.
Por Rodolfo Ortega Montero
Un extraño movimiento de tropas flaqueaban las calles por donde pasaría la procesión del Martes Santo. Desde las horas de la tarde, en todo Popayán, voces apagadas comentaban que el general Obando y su segundo Sarria, ambos en rebelión armada por las montañas contra el gobierno nacional de José Ignacio de Márquez, se presentarían como […]
Un extraño movimiento de tropas flaqueaban las calles por donde pasaría la procesión del Martes Santo. Desde las horas de la tarde, en todo Popayán, voces apagadas comentaban que el general Obando y su segundo Sarria, ambos en rebelión armada por las montañas contra el gobierno nacional de José Ignacio de Márquez, se presentarían como otros años a pagar su penitencia de nazarenos cargueros de la Virgen de los Dolores, con desafío de las autoridades militares del lugar.
Un monseñor de bonete y atuendos litúrgicos, seguido de monaguillos y clérigos de todas las cofradías religiosas, iban detrás de la Cruz Alta a la cabeza de aquella corriente de gente entre las nubecillas azulosas de sahumerios.
Las oraciones de todos era un rumor de rio apacible. El aire se sentía recalentado por los cirios de cera de laurel y por ese apretujado rebaño humano que transpiraba sudores. Del vetusto templo de San Agustín venían las tallas sevillanas y quiteñas de San Juan Evangelista, La Verónica, El Señor del Huerto, el Señor Caído y cerrando el apretado cortejo la Virgen de los Dolores sobre los hombros de los cargueros.
Una tristeza augusta marcaba un doble de campanas. Las damas cubiertas de negro llevaban mantillas; los caballeros de sacoleva y el pueblo de muda blanca. Las sahumadoras se cubrían con faldas de bayeta oscura ceñida a la cintura con un chumbe, portando bandejas con un ruedo de rosas en cuyo centro había brasas para quemar incienso.
Un piquete de tropa disimulado se apostó en la Calle del Empedrado, cerca de la mansión de doña María Agustina del Campo y López, madre adoptiva del general Obando, pues las autoridades sospechaban que éste tendría la tentación de visitar a dicha dama.
No estaban desavisados los militares aquellos. El día antes, al sitio de Calicanto, a poca distancia de Popayán, habían llegado en secreto Obando y Sarria con un piquete de lanceros.
Pero ese día, Martes Santo, los dos jefes en rebelión dejaron sus sables para vestirse de nazarenos cargueros al estilo sevillano o sea cubriéndose el rostro con un capirote. Por algún portón de traspatio se colaron a la ciudad y con las alcayatas en la mano se fueron al templo de San Agustín para reclamar sus barrotes de promeseros en el paso de la Virgen de los Dolores. A las siete de la noche en la esquina de El Mascarón se metieron ambos y golpeando la alcayata con el empedrado, dijo uno de ellos al carguero que iba adelante sobre la izquierda. “Este es mi puesto y no lo dejaré mientras viva… yo soy Sarria. Igual dijo Obando al carguero del ángulo derecho.
La noticia voló. No se rompió la compostura que llevaban los cargueros, sahumadoras, alumbrantes y las gentes que abarrotaban andenes, ventanas y balcones.
Los soldados, por la severidad y fervor que imponía el momento, no malograron aquello con un aprisionamiento por no herir el sentimiento religioso. La tropa sólo reforzó flancos y esquinas para detenerlos cuando entregaran los barrotes más adelante, ya que por derecho le correspondía el turno a otros promeseros.
En la esquina de La Ermita, los amigos de los dos rebeldes y el pueblo obandista desde siempre, apagaron las velas dejando oscura la calle. Los reemplazantes recibieron los barrotes antes de cumplirse el tramo, sin que ningún feligrés le diera noticia a la tropa de ese acontecimiento.
Con rapidez, los dos nazarenos encapuchados se metieron por la puerta de una casa abierta de par en par y corrieron buscando el patio.
La tropa se vino detrás. Los fugitivos alcanzaron los travesaños de dos escaleras puestas de antemano sobre la tapia, subieron por ella y se dejaron caer al otro lado. Dos caballos ensillados los esperan.
En el tejadillo que cubría el canto de la tapia de adobes, se apoyaron los fusiles de la tropa para hacer unas descargas a la oscuridad por el rumbo donde se sentían los cascos de las cabalgaduras que huían. Los perdigones zumbaban con ansia asesina buscando el ruido del galope que se alejaba. De allá, más lejos, llegaba la risa suelta de dos hombres que se iban perdiendo en la noche.
Por Rodolfo Ortega Montero