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Columnista - 14 agosto, 2017

Croniquilla. El Gobernador excomulgado

Transcurría el año cristiano de 1619. Las campanas doblaron tocando a la pena de entredicho y excomunión en todas las horas del día, hasta cuando los alcatraces regresaron del mar para pasar la noche en las ramazones del manglar. El dean de la Catedral había puesto una tablilla anunciando la excomunión y la decisión que […]

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Transcurría el año cristiano de 1619. Las campanas doblaron tocando a la pena de entredicho y excomunión en todas las horas del día, hasta cuando los alcatraces regresaron del mar para pasar la noche en las ramazones del manglar.

El dean de la Catedral había puesto una tablilla anunciando la excomunión y la decisión que si el Gobernador, Francisco Martínez Rivomontán Santander, mandatario de Santa Marta y sus provincias por designación del Rey de las Españas, moría en tal condición de excomulgado, su cuerpo no sería enterrado con acompañamiento de sacerdote ni en cementerio católico. En las esquinas de tal ciudad grupos pequeños de personas hacían comentarios en susurros sobre la injusticia de tan terrible censura.

Todos allí lamentaban la muerte reciente del obispo Ocando quien, por ser diestro en el manejo de situaciones humanas, hubiese podido evitar la grieta de ahora entre la autoridad civil y la eclesiástica. El revuelo se había ocasionado por las averiguaciones que el Gobernador llevaba contra Luisa Inés de Manjarrez por la muerte repentina del Alguacil Mayor, Juan Esquilas, su amante secreto, como consecuencia de haber comido una berenjena envenenada.

Se vino a desenvolver el caso por la declaración de un herbolario a quien le entregaron en pago 500 ducados por meter una ponzoña de escorpión en esa fruta, y de una esclava que declaró toda la trama del crimen cuando le dieron tormento en la cárcel del Cabildo.

En el aposento de la señora doña Luisa, la acusada, se encontró enterrado un feto, lo que hacía prueba confirmada de la versión de su esclava quien dijo que ella había quedado encinta del Alguacil Mayor, hombre casado con Isabel de Gasca, persona ésta contra quien iba enviada la berenjena. Pero ella, por alguna indisposición rehusó comerla, y entonces su marido Esquillas, al amante de aquella Luisa, mordió de la fruta, inocente de la trama criminal contra su esposa.

El Gobernador apretaba diligencias para llegar al fondo del asunto que tenía en estado de alboroto a la población. Luis de Manjarrez, hombre importante y padre de la acusada, la sacó de aquellas calles de noche en ancas de un caballo, vestida de hombre, y la llevó en secreto a Cartagena donde la metió en reclusión en un convento de monjas clarisas.

En una de aquellas diligencias el Gobernador ordenó una requisa en casa de un hermano de la reo, quien de viva voz hizo insultos y amenazas contra aquél, apellidándole tirano y otras palabras más.

Con el grito de ¡Prendan a ese bellaco!, el Gobernador mandó a su guardia, pero ese hermano de doña Luisa, don Sebastián de Manjarrez que así se llamaba, corrió a la Catedral buscando asilo, y fue hecho preso antes de que tocara las gradas del atrio. Remachado de cadenas lo metieron de cabeza en el ojo de un cepo.

El parecer del dean de la Catedral fue otro. Por eso las campanas tocaban la censura del entredicho, pues el Gobernador, celoso de su autoridad no había respetado al fuero de la Iglesia llevando a rastras a un asilado, que

según la otra versión, ya había ido más allá de la alcobilla donde se guardan los ornamentos de los oficios divinos.
Todo apocado y triste a causa de este suceso, el Gobernador pidió copia de las actas de excomunión para remitirlas en queja al Real Consejo, pero temeroso el dean de haber obrado con ligereza, lo absolvió en la homilía de una misa de precepto.

Malquistado y con la fama disminuida, como una manera de hacerle quite a ese bochornoso asunto, aquél tomó la decisión entonces de poner los ojos hacia el lejano Valle de Euparí, donde se fue en persona contra el cacique Perigallo, señor de los indios chimilas, que se había sublevado e impuesto un gobierno indígena en la ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, debiendo rescatarla por las armas para pacificar la insurrección y volver a esta población a la obediencia de su rey y señor. Aquí vivió con su esposa, naciendo vallenato uno de sus hijos, Luis Ignacio, que vendría a ser el cuarto abuelo del general Francisco de Paula Santander, una de las espadas libertadoras de Colombia.

Rodolfo Ortega Montero

 

Columnista
14 agosto, 2017

Croniquilla. El Gobernador excomulgado

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Rodolfo Ortega Montero

Transcurría el año cristiano de 1619. Las campanas doblaron tocando a la pena de entredicho y excomunión en todas las horas del día, hasta cuando los alcatraces regresaron del mar para pasar la noche en las ramazones del manglar. El dean de la Catedral había puesto una tablilla anunciando la excomunión y la decisión que […]


Transcurría el año cristiano de 1619. Las campanas doblaron tocando a la pena de entredicho y excomunión en todas las horas del día, hasta cuando los alcatraces regresaron del mar para pasar la noche en las ramazones del manglar.

El dean de la Catedral había puesto una tablilla anunciando la excomunión y la decisión que si el Gobernador, Francisco Martínez Rivomontán Santander, mandatario de Santa Marta y sus provincias por designación del Rey de las Españas, moría en tal condición de excomulgado, su cuerpo no sería enterrado con acompañamiento de sacerdote ni en cementerio católico. En las esquinas de tal ciudad grupos pequeños de personas hacían comentarios en susurros sobre la injusticia de tan terrible censura.

Todos allí lamentaban la muerte reciente del obispo Ocando quien, por ser diestro en el manejo de situaciones humanas, hubiese podido evitar la grieta de ahora entre la autoridad civil y la eclesiástica. El revuelo se había ocasionado por las averiguaciones que el Gobernador llevaba contra Luisa Inés de Manjarrez por la muerte repentina del Alguacil Mayor, Juan Esquilas, su amante secreto, como consecuencia de haber comido una berenjena envenenada.

Se vino a desenvolver el caso por la declaración de un herbolario a quien le entregaron en pago 500 ducados por meter una ponzoña de escorpión en esa fruta, y de una esclava que declaró toda la trama del crimen cuando le dieron tormento en la cárcel del Cabildo.

En el aposento de la señora doña Luisa, la acusada, se encontró enterrado un feto, lo que hacía prueba confirmada de la versión de su esclava quien dijo que ella había quedado encinta del Alguacil Mayor, hombre casado con Isabel de Gasca, persona ésta contra quien iba enviada la berenjena. Pero ella, por alguna indisposición rehusó comerla, y entonces su marido Esquillas, al amante de aquella Luisa, mordió de la fruta, inocente de la trama criminal contra su esposa.

El Gobernador apretaba diligencias para llegar al fondo del asunto que tenía en estado de alboroto a la población. Luis de Manjarrez, hombre importante y padre de la acusada, la sacó de aquellas calles de noche en ancas de un caballo, vestida de hombre, y la llevó en secreto a Cartagena donde la metió en reclusión en un convento de monjas clarisas.

En una de aquellas diligencias el Gobernador ordenó una requisa en casa de un hermano de la reo, quien de viva voz hizo insultos y amenazas contra aquél, apellidándole tirano y otras palabras más.

Con el grito de ¡Prendan a ese bellaco!, el Gobernador mandó a su guardia, pero ese hermano de doña Luisa, don Sebastián de Manjarrez que así se llamaba, corrió a la Catedral buscando asilo, y fue hecho preso antes de que tocara las gradas del atrio. Remachado de cadenas lo metieron de cabeza en el ojo de un cepo.

El parecer del dean de la Catedral fue otro. Por eso las campanas tocaban la censura del entredicho, pues el Gobernador, celoso de su autoridad no había respetado al fuero de la Iglesia llevando a rastras a un asilado, que

según la otra versión, ya había ido más allá de la alcobilla donde se guardan los ornamentos de los oficios divinos.
Todo apocado y triste a causa de este suceso, el Gobernador pidió copia de las actas de excomunión para remitirlas en queja al Real Consejo, pero temeroso el dean de haber obrado con ligereza, lo absolvió en la homilía de una misa de precepto.

Malquistado y con la fama disminuida, como una manera de hacerle quite a ese bochornoso asunto, aquél tomó la decisión entonces de poner los ojos hacia el lejano Valle de Euparí, donde se fue en persona contra el cacique Perigallo, señor de los indios chimilas, que se había sublevado e impuesto un gobierno indígena en la ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, debiendo rescatarla por las armas para pacificar la insurrección y volver a esta población a la obediencia de su rey y señor. Aquí vivió con su esposa, naciendo vallenato uno de sus hijos, Luis Ignacio, que vendría a ser el cuarto abuelo del general Francisco de Paula Santander, una de las espadas libertadoras de Colombia.

Rodolfo Ortega Montero