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Columnista - 14 octubre, 2017

Croniquilla. El asesinato de Berruecos

Eran cinco bestias de monta con sus jinetes y cuatro de carga, sobre el lomo aplanado de la colina. Un sol débil por ser los instantes que anteceden a la noche, dibujaba las sombras del grupo, grotescas y monstruosas, que se estiraban hasta una hondonada de la orilla. Había que acampar en los tambos de […]

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Eran cinco bestias de monta con sus jinetes y cuatro de carga, sobre el lomo aplanado de la colina. Un sol débil por ser los instantes que anteceden a la noche, dibujaba las sombras del grupo, grotescas y monstruosas, que se estiraban hasta una hondonada de la orilla. Había que acampar en los tambos de Mayo por no haber más techos por aquellos parajes. Una mujer montada como un varón vino a galope tendido al encuentro de los viajeros con un sable ceñido y dos pistoleras de cuero ajustadas a las caderas. Su mirada pasó revista a la comitiva que llegaba, hizo preguntas y otra vez a la carrera de su potro se devolvió para darle cuenta a alguien en los tambos, que ya estaban a la vista. Salió entonces José Erazo a recibir a los viajeros pidiendo excusa por la inspección.

Antonio José de Sucre, el Mariscal de Ayacucho que iba en tránsito a Quito, midió al hombre que les salió al encuentro: unos ojos rasgados que no miraban de frente, el pelo rebelde y una piel renegrida por los soles del Patía. El Mariscal sabía de la fama que tuvo como salteador de caminos y guerrillero monárquico, cambiado ahora a miliciano republicano.

El sitio de los tambos estaba al borde de un despeñadero del rio Mayo. Los asistentes desmontaron las cargas de las mulas. Después una cena de campamento, un tabaco y una conversación a la lumbre de un fogón, puso ánimo al Mariscal y García Trellez, su compañero de viaje de aquella ocasión. Sin embargo de ese hecho, los viajeros sabían que los anfitriones no eran de fiar. No cerraron del todo los ojos en toda la noche y se acostaron con los sables al alcance de la mano y las carabinas cargadas. Nada pasó y al amanecer salieron para La Venta, caserío pajizo a poca distancia de Berruecos. Pero en tal villorrio encontraron a Erazo. El mariscal Sucre le dijo entonces:

– Usted debe ser brujo, pues le he dejado en su casa y aunque no me ha pasado en el camino, lo encuentro delante de mí.

La respuesta evasiva dio sospechas. Los viajeros rehusaron seguir adelante y con un pretexto pidieron albergue en alguno de aquellos ranchos. No mucho tiempo había pasado cuando llegó a La Venta Juan Gregorio Sarria, antiguo guerrillero realista y ahora también republicano. De él se decía que mordido de celos había vaciado con navaja los testículos a un joven de Popayán para castigarle un entendimiento oculto con una de sus mujeres.

Con el peso de la duda, el Mariscal quiso domesticar a estos dos hombres. Los invitó a una cena y a unos brandys. Sólo aceptaron lo último, porque pretextando algunos quehaceres, se despidieron. Mala noche vivieron los viajeros. Cargaron armas otra vez y estuvieron atentos a cualquier apuro.

Vino la luz del otro día y con ella el renacer de la tranquilidad de todos. Entonces emprendieron viaje hacia la montaña de Berruecos. Adelante iban los asistentes. Seguía García Trellez y su criado, tras ellos el Mariscal cubierto con capote negro, botas altas y pantalones blancos. Más atrás otro asistente. Una angostura de lodazales era el camino ahora. De pronto de la espesura del monte sonó un estampido de fusil. El Mariscal sintió que una fuerza invisible lo volteaba atrás y se le escuchó decir cuando caía: “¡Ay balazo!”.

Más tiros salieron de ambos lados del camino. Los demás viajeros creyéndose atacados por ladrones, picaron espuelas. Un trecho más allá los alcanzó herido el mulo que montaba el Mariscal. Todos espantados volvieron grupas hacia La Venta con brincos de sus cabalgaduras para despegar el lodo que les atascaban las corvas.

Semanas después el general Bolívar, ya en la antesala de su fin, esperaba en Cartagena una fragata inglesa que le llevaría a Londres para curarse de su tisis. Vió frente a su hospedaje un carruaje con el general Montilla que venía presuroso.

– Excelencia, asesinaron en Berruecos al Gran Mariscal de Ayacucho – dijo el general que llegaba.
Simón Bolívar, dándose una palmada en la frente, ante de sumergirse en un silencio total, sólo dijo con dolorosa quejumbre:

– ¡Han matado a Abel!

Por Rodolfo Ortega Montero

Columnista
14 octubre, 2017

Croniquilla. El asesinato de Berruecos

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodolfo Ortega Montero

Eran cinco bestias de monta con sus jinetes y cuatro de carga, sobre el lomo aplanado de la colina. Un sol débil por ser los instantes que anteceden a la noche, dibujaba las sombras del grupo, grotescas y monstruosas, que se estiraban hasta una hondonada de la orilla. Había que acampar en los tambos de […]


Eran cinco bestias de monta con sus jinetes y cuatro de carga, sobre el lomo aplanado de la colina. Un sol débil por ser los instantes que anteceden a la noche, dibujaba las sombras del grupo, grotescas y monstruosas, que se estiraban hasta una hondonada de la orilla. Había que acampar en los tambos de Mayo por no haber más techos por aquellos parajes. Una mujer montada como un varón vino a galope tendido al encuentro de los viajeros con un sable ceñido y dos pistoleras de cuero ajustadas a las caderas. Su mirada pasó revista a la comitiva que llegaba, hizo preguntas y otra vez a la carrera de su potro se devolvió para darle cuenta a alguien en los tambos, que ya estaban a la vista. Salió entonces José Erazo a recibir a los viajeros pidiendo excusa por la inspección.

Antonio José de Sucre, el Mariscal de Ayacucho que iba en tránsito a Quito, midió al hombre que les salió al encuentro: unos ojos rasgados que no miraban de frente, el pelo rebelde y una piel renegrida por los soles del Patía. El Mariscal sabía de la fama que tuvo como salteador de caminos y guerrillero monárquico, cambiado ahora a miliciano republicano.

El sitio de los tambos estaba al borde de un despeñadero del rio Mayo. Los asistentes desmontaron las cargas de las mulas. Después una cena de campamento, un tabaco y una conversación a la lumbre de un fogón, puso ánimo al Mariscal y García Trellez, su compañero de viaje de aquella ocasión. Sin embargo de ese hecho, los viajeros sabían que los anfitriones no eran de fiar. No cerraron del todo los ojos en toda la noche y se acostaron con los sables al alcance de la mano y las carabinas cargadas. Nada pasó y al amanecer salieron para La Venta, caserío pajizo a poca distancia de Berruecos. Pero en tal villorrio encontraron a Erazo. El mariscal Sucre le dijo entonces:

– Usted debe ser brujo, pues le he dejado en su casa y aunque no me ha pasado en el camino, lo encuentro delante de mí.

La respuesta evasiva dio sospechas. Los viajeros rehusaron seguir adelante y con un pretexto pidieron albergue en alguno de aquellos ranchos. No mucho tiempo había pasado cuando llegó a La Venta Juan Gregorio Sarria, antiguo guerrillero realista y ahora también republicano. De él se decía que mordido de celos había vaciado con navaja los testículos a un joven de Popayán para castigarle un entendimiento oculto con una de sus mujeres.

Con el peso de la duda, el Mariscal quiso domesticar a estos dos hombres. Los invitó a una cena y a unos brandys. Sólo aceptaron lo último, porque pretextando algunos quehaceres, se despidieron. Mala noche vivieron los viajeros. Cargaron armas otra vez y estuvieron atentos a cualquier apuro.

Vino la luz del otro día y con ella el renacer de la tranquilidad de todos. Entonces emprendieron viaje hacia la montaña de Berruecos. Adelante iban los asistentes. Seguía García Trellez y su criado, tras ellos el Mariscal cubierto con capote negro, botas altas y pantalones blancos. Más atrás otro asistente. Una angostura de lodazales era el camino ahora. De pronto de la espesura del monte sonó un estampido de fusil. El Mariscal sintió que una fuerza invisible lo volteaba atrás y se le escuchó decir cuando caía: “¡Ay balazo!”.

Más tiros salieron de ambos lados del camino. Los demás viajeros creyéndose atacados por ladrones, picaron espuelas. Un trecho más allá los alcanzó herido el mulo que montaba el Mariscal. Todos espantados volvieron grupas hacia La Venta con brincos de sus cabalgaduras para despegar el lodo que les atascaban las corvas.

Semanas después el general Bolívar, ya en la antesala de su fin, esperaba en Cartagena una fragata inglesa que le llevaría a Londres para curarse de su tisis. Vió frente a su hospedaje un carruaje con el general Montilla que venía presuroso.

– Excelencia, asesinaron en Berruecos al Gran Mariscal de Ayacucho – dijo el general que llegaba.
Simón Bolívar, dándose una palmada en la frente, ante de sumergirse en un silencio total, sólo dijo con dolorosa quejumbre:

– ¡Han matado a Abel!

Por Rodolfo Ortega Montero