Donde estoy sentado y desde donde escribo esta crónica, quizá muchos no me creerán. Pero sólo lo diré al final. Mientras esto escribo son las 8:50 p.m., mis ojos contemplan algo poco inusual y a la vez increíble. Paradójicamente resulta hermoso, sorprendente y esperanzador, me pregunto ¿de dónde viene esta tradición y costumbre? ¿Qué les […]
Donde estoy sentado y desde donde escribo esta crónica, quizá muchos no me creerán. Pero sólo lo diré al final. Mientras esto escribo son las 8:50 p.m., mis ojos contemplan algo poco inusual y a la vez increíble.
Paradójicamente resulta hermoso, sorprendente y esperanzador, me pregunto ¿de dónde viene esta tradición y costumbre? ¿Qué les mueve a ello? La gente entra a este lugar sagrado como si fuera de día, el silencio invade cada rincón, aunque en la distancia se escuchan cantos vallenatos, canciones de la nueva ola que interrumpen y fácilmente distraen el plácido espectáculo que deleita el espíritu de los aquí presentes.
Mi mente vuelve rápidamente a este santuario, en este lugar hay niños, jóvenes, adultos y ancianos, ellos reciben visitas casi todos los días, pero sobre todo en días especiales como éste. Acá conviven pacíficamente orgullosos y humildes, fuertes y débiles, ricos y pobres, ladrones y honrados, no hay ya distinción ni clases sociales, culturales ni religiosas. Ellos gustosamente reciben flores, sonrisas y lágrimas por doquier. En este lugar el corazón se dilata, la mente se ensancha, el alma se hace más sensible y creo que todos aprendemos a ser más humildes. La gente que me acompañaba va saliendo del santuario, me he quedado sólo y una paz sublime inunda mi alma. Puedo ver luces sobre cada morada, que engalanan y embellecen este escenario.
El silencio es asombroso, me huele a muerte y también a vida. El corazón se acelera y recuerdo la voz del Maestro Jesús: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí”, (Juan 14, 1). La paz vuelve a mi ser, me siento tranquilo y sereno. Es hora de contarles donde me encuentro: estoy sentado sobre una tumba en la Necrópolis Santa de Media Luna, estoy en la ciudad de los muertos, sí, estoy en el Cementerio, asombrado con una antigua tradición heredada por la familia Quintero, que consiste en poner velas a cada tumba del Cementerio y acompañar a todos los difuntos en vigilia de oración por largo tiempo.
Es algo tan hermoso como sorprendente e indescriptible, que cada palabra narrada se queda corta ante lo que mis ojos han contemplado hoy. Son ya las 9:06 p.m. y ahora me encuentro en la puerta del Cementerio, me arrodillo e imploro el perdón para todos los hermanos difuntos de mi Parroquia Nuestra Señora del Carmen de Media Luna que esperan en este santo lugar la hora feliz y gloriosa de la Resurrección. Me voy del Cementerio y concluyo diciendo: “Cristo tú eres la luz que iluminas nuestras tinieblas y en cada cirio encendido sobre las tumbas de este Cementerio, puedo percibir tu victoria sobre el mal, el pecado y la muerte. Gracias Señor por esta experiencia, nuevamente confirmo que reflexionar sobre la muerte, me ayude a vivir mejor”.
Son las 9:20 p.m., el frío de la noche y de la muerte poco a poco es disipado por el calor de cada cirio encendido como muestra de la fe y la esperanza en el amor absoluto e inquebrantable de Dios, que nos rescata de la muerte y de la nada. Son las 9:27 p.m., esta Crónica hasta aquí por ahora. Ya es hora de ir a mi casa, a la casa cural, vuelvo a la parroquia, me voy alegre y con la certeza de que un día también yo reposaré en una Necrópolis, en un Cementerio con la esperanza en Cristo Resucitado para volver a vivir:
¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe […] ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron». (1 Co 15, 12-14. 20).
Por Juan Carlos Mendoza
Donde estoy sentado y desde donde escribo esta crónica, quizá muchos no me creerán. Pero sólo lo diré al final. Mientras esto escribo son las 8:50 p.m., mis ojos contemplan algo poco inusual y a la vez increíble. Paradójicamente resulta hermoso, sorprendente y esperanzador, me pregunto ¿de dónde viene esta tradición y costumbre? ¿Qué les […]
Donde estoy sentado y desde donde escribo esta crónica, quizá muchos no me creerán. Pero sólo lo diré al final. Mientras esto escribo son las 8:50 p.m., mis ojos contemplan algo poco inusual y a la vez increíble.
Paradójicamente resulta hermoso, sorprendente y esperanzador, me pregunto ¿de dónde viene esta tradición y costumbre? ¿Qué les mueve a ello? La gente entra a este lugar sagrado como si fuera de día, el silencio invade cada rincón, aunque en la distancia se escuchan cantos vallenatos, canciones de la nueva ola que interrumpen y fácilmente distraen el plácido espectáculo que deleita el espíritu de los aquí presentes.
Mi mente vuelve rápidamente a este santuario, en este lugar hay niños, jóvenes, adultos y ancianos, ellos reciben visitas casi todos los días, pero sobre todo en días especiales como éste. Acá conviven pacíficamente orgullosos y humildes, fuertes y débiles, ricos y pobres, ladrones y honrados, no hay ya distinción ni clases sociales, culturales ni religiosas. Ellos gustosamente reciben flores, sonrisas y lágrimas por doquier. En este lugar el corazón se dilata, la mente se ensancha, el alma se hace más sensible y creo que todos aprendemos a ser más humildes. La gente que me acompañaba va saliendo del santuario, me he quedado sólo y una paz sublime inunda mi alma. Puedo ver luces sobre cada morada, que engalanan y embellecen este escenario.
El silencio es asombroso, me huele a muerte y también a vida. El corazón se acelera y recuerdo la voz del Maestro Jesús: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí”, (Juan 14, 1). La paz vuelve a mi ser, me siento tranquilo y sereno. Es hora de contarles donde me encuentro: estoy sentado sobre una tumba en la Necrópolis Santa de Media Luna, estoy en la ciudad de los muertos, sí, estoy en el Cementerio, asombrado con una antigua tradición heredada por la familia Quintero, que consiste en poner velas a cada tumba del Cementerio y acompañar a todos los difuntos en vigilia de oración por largo tiempo.
Es algo tan hermoso como sorprendente e indescriptible, que cada palabra narrada se queda corta ante lo que mis ojos han contemplado hoy. Son ya las 9:06 p.m. y ahora me encuentro en la puerta del Cementerio, me arrodillo e imploro el perdón para todos los hermanos difuntos de mi Parroquia Nuestra Señora del Carmen de Media Luna que esperan en este santo lugar la hora feliz y gloriosa de la Resurrección. Me voy del Cementerio y concluyo diciendo: “Cristo tú eres la luz que iluminas nuestras tinieblas y en cada cirio encendido sobre las tumbas de este Cementerio, puedo percibir tu victoria sobre el mal, el pecado y la muerte. Gracias Señor por esta experiencia, nuevamente confirmo que reflexionar sobre la muerte, me ayude a vivir mejor”.
Son las 9:20 p.m., el frío de la noche y de la muerte poco a poco es disipado por el calor de cada cirio encendido como muestra de la fe y la esperanza en el amor absoluto e inquebrantable de Dios, que nos rescata de la muerte y de la nada. Son las 9:27 p.m., esta Crónica hasta aquí por ahora. Ya es hora de ir a mi casa, a la casa cural, vuelvo a la parroquia, me voy alegre y con la certeza de que un día también yo reposaré en una Necrópolis, en un Cementerio con la esperanza en Cristo Resucitado para volver a vivir:
¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe […] ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron». (1 Co 15, 12-14. 20).
Por Juan Carlos Mendoza