Publicidad
Categorías
Categorías
Columnista - 23 abril, 2017

Si creo en él es porque lo he visto

Habían sido días intensos, difíciles, extraños. Cuando todos pensaban que había llegado el momento de devolver al reino de Israel su antiguo esplendor y expulsar de la tierra santa al invasor pagano, sucedió lo inesperado. El Maestro, que se había declarado a sí mismo como el Hijo del Altísimo y Mesías, fue traicionado por uno […]

Boton Wpp

Habían sido días intensos, difíciles, extraños. Cuando todos pensaban que había llegado el momento de devolver al reino de Israel su antiguo esplendor y expulsar de la tierra santa al invasor pagano, sucedió lo inesperado. El Maestro, que se había declarado a sí mismo como el Hijo del Altísimo y Mesías, fue traicionado por uno de los suyos y apresado por las autoridades judías, quienes lo entregaron a los romanos, mientras sus discípulos se dispersaban presa del miedo y la frustración.

Un juicio injusto, burlas de los poderosos, insultos y salivazos, la corona de espinas, los azotes despiadados y el grito de las masas enardecidas y hambrientas de sangre (¡Crucifícalo!), fueron solo algunos de los momentos cargados de dramatismo de aquellas horas en las que el Todo poderoso Hijo de Dios se sometió al poder humano de quienes no sabían lo que hacían.

Con los pies y las manos clavados en un madero, suspendido entre el cielo y la tierra, fuera de la ciudad, contado entre los malhechores, habiendo perdido por los golpes su aspecto humano y con el costado abierto por el certero golpe de una afilada lanza militar, la esperanza de Israel yacía muerta. Los escasos seguidores que llegaron al lugar, contemplaban a distancia aquella horrorosa escena. No había ya nada que esperar, nada había más allá de la muerte, todos los planes y las ilusiones acababan en el sepulcro. Dios había muerto.

El profundo vacío y el sinsentido que agobiaba a los desconsolados seguidores del crucificado fue reemplazado luego por la alegría: la tumba fue encontrada vacía el primer día de la semana, la Magdalena vio al Señor, el sepulcro no venció al maestro, y el que es la Vida misma emergió victorioso de la muerte. Al principio se creyó que las mujeres deliraban, que, fuera de sí por el dolor, simplemente alucinaban. Pero Jesús apareció en medio de los suyos, les deseó la paz, les echó en cara su incredulidad, les mostró las manos, los pies y el costado, y en ellos las heridas de la lanza y los clavos. Ellos creyeron. Dios había resucitado.

Tomás no estaba con el grupo cuando se presentó el Señor. No podía creer que todo fuera cierto. Aunque los demás le aseguraban haber visto al Mesías, él quería verlo por sí mismo, quería tocarlo, saber que aquello que escuchaba y cuya veracidad anhelaba con todo su corazón, no era simplemente una ilusión colectiva. No se trata de una incredulidad temeraria. Durante siglos la figura de Tomás ha sido malinterpretada y juzgada, pero en realidad se trata de un hombre cuya fe debería servirnos de ejemplo. Los cimientos de la fe no pueden ser los relatos y las experiencias de los demás. Aunque estos pudieran llegar a ser el inicio de la misma, la fe adulta se asienta sobre las propias experiencias. Si creo en Dios no es porque otros me han contado que existe, sí creo en el Jesús que venció a la muerte no es simplemente por los relatos de quienes lo vieron, sí creo en el resucitado es porque yo mismo lo he visto y porque, de diversas formas, introduje mis dedos en los agujeros de sus manos y mi mano en la herida de su costado.

Por Marlon Domínguez

 

Columnista
23 abril, 2017

Si creo en él es porque lo he visto

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

Habían sido días intensos, difíciles, extraños. Cuando todos pensaban que había llegado el momento de devolver al reino de Israel su antiguo esplendor y expulsar de la tierra santa al invasor pagano, sucedió lo inesperado. El Maestro, que se había declarado a sí mismo como el Hijo del Altísimo y Mesías, fue traicionado por uno […]


Habían sido días intensos, difíciles, extraños. Cuando todos pensaban que había llegado el momento de devolver al reino de Israel su antiguo esplendor y expulsar de la tierra santa al invasor pagano, sucedió lo inesperado. El Maestro, que se había declarado a sí mismo como el Hijo del Altísimo y Mesías, fue traicionado por uno de los suyos y apresado por las autoridades judías, quienes lo entregaron a los romanos, mientras sus discípulos se dispersaban presa del miedo y la frustración.

Un juicio injusto, burlas de los poderosos, insultos y salivazos, la corona de espinas, los azotes despiadados y el grito de las masas enardecidas y hambrientas de sangre (¡Crucifícalo!), fueron solo algunos de los momentos cargados de dramatismo de aquellas horas en las que el Todo poderoso Hijo de Dios se sometió al poder humano de quienes no sabían lo que hacían.

Con los pies y las manos clavados en un madero, suspendido entre el cielo y la tierra, fuera de la ciudad, contado entre los malhechores, habiendo perdido por los golpes su aspecto humano y con el costado abierto por el certero golpe de una afilada lanza militar, la esperanza de Israel yacía muerta. Los escasos seguidores que llegaron al lugar, contemplaban a distancia aquella horrorosa escena. No había ya nada que esperar, nada había más allá de la muerte, todos los planes y las ilusiones acababan en el sepulcro. Dios había muerto.

El profundo vacío y el sinsentido que agobiaba a los desconsolados seguidores del crucificado fue reemplazado luego por la alegría: la tumba fue encontrada vacía el primer día de la semana, la Magdalena vio al Señor, el sepulcro no venció al maestro, y el que es la Vida misma emergió victorioso de la muerte. Al principio se creyó que las mujeres deliraban, que, fuera de sí por el dolor, simplemente alucinaban. Pero Jesús apareció en medio de los suyos, les deseó la paz, les echó en cara su incredulidad, les mostró las manos, los pies y el costado, y en ellos las heridas de la lanza y los clavos. Ellos creyeron. Dios había resucitado.

Tomás no estaba con el grupo cuando se presentó el Señor. No podía creer que todo fuera cierto. Aunque los demás le aseguraban haber visto al Mesías, él quería verlo por sí mismo, quería tocarlo, saber que aquello que escuchaba y cuya veracidad anhelaba con todo su corazón, no era simplemente una ilusión colectiva. No se trata de una incredulidad temeraria. Durante siglos la figura de Tomás ha sido malinterpretada y juzgada, pero en realidad se trata de un hombre cuya fe debería servirnos de ejemplo. Los cimientos de la fe no pueden ser los relatos y las experiencias de los demás. Aunque estos pudieran llegar a ser el inicio de la misma, la fe adulta se asienta sobre las propias experiencias. Si creo en Dios no es porque otros me han contado que existe, sí creo en el Jesús que venció a la muerte no es simplemente por los relatos de quienes lo vieron, sí creo en el resucitado es porque yo mismo lo he visto y porque, de diversas formas, introduje mis dedos en los agujeros de sus manos y mi mano en la herida de su costado.

Por Marlon Domínguez