La figura presidencial en Colombia se ha vuelto inverosímil en niveles impensables. La violencia y degradación política se impone cada día con más ahínco como reflejo de la inoperancia de todo un gabinete para actuar de forma vehemente cuando los hechos lo apremian. En el afán de mostrar resultados y jactarse de los mismos, un […]
La figura presidencial en Colombia se ha vuelto inverosímil en niveles impensables. La violencia y degradación política se impone cada día con más ahínco como reflejo de la inoperancia de todo un gabinete para actuar de forma vehemente cuando los hechos lo apremian.
En el afán de mostrar resultados y jactarse de los mismos, un presidente que llegó a la Casa de Nariño para aprender a desempeñar su cargo, calificó en 2019 con gran orgullo una operación militar autorizada por él como “estratégica, meticulosa e impecable”, por el hecho de exterminar a un grupo de guerrilleros, escondiéndole al país que en ese campamento había presencia de siete menores de edad inocentes, que murieron de la forma más infame. Su único delito: nacer en Colombia, crecer y sobrevivir a la suerte de una guerra sin fin.
Ese fue el éxito de la operación de las fuerzas militares, dirigidas en ese momento por el exministro Guillermo Botero, un hombre indolente, blindado de arrogancia. Para entonces, su renuncia no fue un hecho que pudiéramos celebrar, pues este gobierno desde sus inicios viene haciendo trizas todo. Vivimos en el país de los sucesos insólitos, que aun con las evidencias por delante no tiene la más mínima explicación a nada, pues son abanderados en justificar cualquier acontecimiento, planean en privado la coartada y se lavan las manos, como siempre pasa.
Dos años después de este infortunio, el debate vuelve a instalarse, esta vez por el actual ministro de Defensa, Diego Molano, que de manera indolente se atrevió a llamar “máquinas de guerra” a los menores de edad que son reclutados forzosamente por grupos armados. Llama la atención que las palabras salgan de un hombre que estuvo a cargo del ICBF, institución que propende por la protección de la primera infancia, la niñez y la adolescencia en condiciones de amenaza.
No es difícil determinar si un menor que está en un grupo armado es víctima o victimario. Claramente es un niño que no pidió estar ahí, y que con seguridad fue seducido con engaños u obligado, porque su condición lo hace vulnerable y víctima directa de cualquier conflicto. El reclutamiento forzoso infantil ha sido una constante, y no solo para unir cuerpos a la guerra, sino también para prostituirlos, traficarlos y hacer de ellos un instrumento de explotación.
Se habrá preguntado el ministro Molano y el presidente Duque ¿qué aspiraciones o sueños tienen nuestros niños para cuando sean grandes? Quizás no, porque la falta de empatía les nubla la razón -aun cuando ambos tienen hijos menores, que sí gozan de futuro, educación, salud y calidad de vida-, y su capacidad de actuar conforme a lo que la ley expide. Tal como consta en los derechos de protección del Código de Infancia y Adolescencia (Ley 1098 de 2006), donde el Estado está en la obligación de proteger a los niños de las guerras, reclutamiento y los conflictos armados internos.
La figura presidencial en Colombia se ha vuelto inverosímil en niveles impensables. La violencia y degradación política se impone cada día con más ahínco como reflejo de la inoperancia de todo un gabinete para actuar de forma vehemente cuando los hechos lo apremian. En el afán de mostrar resultados y jactarse de los mismos, un […]
La figura presidencial en Colombia se ha vuelto inverosímil en niveles impensables. La violencia y degradación política se impone cada día con más ahínco como reflejo de la inoperancia de todo un gabinete para actuar de forma vehemente cuando los hechos lo apremian.
En el afán de mostrar resultados y jactarse de los mismos, un presidente que llegó a la Casa de Nariño para aprender a desempeñar su cargo, calificó en 2019 con gran orgullo una operación militar autorizada por él como “estratégica, meticulosa e impecable”, por el hecho de exterminar a un grupo de guerrilleros, escondiéndole al país que en ese campamento había presencia de siete menores de edad inocentes, que murieron de la forma más infame. Su único delito: nacer en Colombia, crecer y sobrevivir a la suerte de una guerra sin fin.
Ese fue el éxito de la operación de las fuerzas militares, dirigidas en ese momento por el exministro Guillermo Botero, un hombre indolente, blindado de arrogancia. Para entonces, su renuncia no fue un hecho que pudiéramos celebrar, pues este gobierno desde sus inicios viene haciendo trizas todo. Vivimos en el país de los sucesos insólitos, que aun con las evidencias por delante no tiene la más mínima explicación a nada, pues son abanderados en justificar cualquier acontecimiento, planean en privado la coartada y se lavan las manos, como siempre pasa.
Dos años después de este infortunio, el debate vuelve a instalarse, esta vez por el actual ministro de Defensa, Diego Molano, que de manera indolente se atrevió a llamar “máquinas de guerra” a los menores de edad que son reclutados forzosamente por grupos armados. Llama la atención que las palabras salgan de un hombre que estuvo a cargo del ICBF, institución que propende por la protección de la primera infancia, la niñez y la adolescencia en condiciones de amenaza.
No es difícil determinar si un menor que está en un grupo armado es víctima o victimario. Claramente es un niño que no pidió estar ahí, y que con seguridad fue seducido con engaños u obligado, porque su condición lo hace vulnerable y víctima directa de cualquier conflicto. El reclutamiento forzoso infantil ha sido una constante, y no solo para unir cuerpos a la guerra, sino también para prostituirlos, traficarlos y hacer de ellos un instrumento de explotación.
Se habrá preguntado el ministro Molano y el presidente Duque ¿qué aspiraciones o sueños tienen nuestros niños para cuando sean grandes? Quizás no, porque la falta de empatía les nubla la razón -aun cuando ambos tienen hijos menores, que sí gozan de futuro, educación, salud y calidad de vida-, y su capacidad de actuar conforme a lo que la ley expide. Tal como consta en los derechos de protección del Código de Infancia y Adolescencia (Ley 1098 de 2006), donde el Estado está en la obligación de proteger a los niños de las guerras, reclutamiento y los conflictos armados internos.