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Columnista - 14 abril, 2021

Concesión Real

Los títulos nobiliarios  constituyen la figura más particular de las monarquías en el mundo, creadas para distinguir privilegios de los afortunados miembros de la realeza, quienes con beneplácito aceptan dicha designación. A propósito de ello, el pasado jueves en horas de la mañana murió el advenedizo príncipe de Edimburgo, esposo consorte de la Reina Isabel […]

Los títulos nobiliarios  constituyen la figura más particular de las monarquías en el mundo, creadas para distinguir privilegios de los afortunados miembros de la realeza, quienes con beneplácito aceptan dicha designación. A propósito de ello, el pasado jueves en horas de la mañana murió el advenedizo príncipe de Edimburgo, esposo consorte de la Reina Isabel Segunda y uno de los más longevos beneficiarios de dicha distinción,  quien había acompañado de una manera admirable  dicha responsabilidad real.

Este griego y danés de origen vivió en carne propia la Segunda Guerra Mundial, ya que hizo parte de la Armada Británica y quien al comienzo se rehusaba a servir a la corona y a ostentar el título que finalmente  le entregó su suegro el rey Jorge VI en el año 1947,   y este a su  vez se refirió a la transferencia del mismo, la cual sería para el primogénito de la reina, es decir, el príncipe Carlos, como su sucesor. 

Sin embargo, mediante comunicado oficial del Palacio de Buckingham, en el año 1999, cuando se celebraba la boda del hijo menor de Isabel Segunda, se acordó que tras la muerte de este  (príncipe Felipe) y su ascenso al trono (príncipe Carlos), este título pasaría a manos del hijo menor, Eduardo Duque de Wessex.

Pero el príncipe Felipe de Edimburgo, en sus más de 22.000 actos públicos, se distinguió también por sus elocuentes y desatinados comentarios públicos; así mismo, se hizo famoso en la época de los escandalosos y notorios episodios con su yerna la princesa de Gales, una advenediza más, pero que con su carisma logró acaparar la atención incluso  por encima de quien es la cabeza  del palacio de Windsor. 

La muerte que parece no tocar a los legendarios sangre azul, esta vez le tocaría al desapercibido príncipe de Edimburgo; este nuevo episodio real desataría un inminente conflicto de intereses alrededor de la empresa o the firm, como es denominada de manera despectiva  la casa Windsor, ya que deja la incertidumbre del otorgamiento de su título de príncipe de Edimburgo, aún cuando críticos aseveran que este desaparecería; en todo caso, la Reina Isabel II deberá resolver sobre quién recaerá esta responsabilidad. 

Para muchos el próximo en ostentar este título sería Eduardo de Wessex, el último hijo varón de la Reina Isabel II, quien además ha tenido el privilegio de trabajar con su padre el príncipe  Felipe en los premios que llevan este mismo nombre real y que busca en su altruista  labor el desarrollo de habilidades para niños y de las  comunidades a las que pertenecen. 

Qué tanto interés puede haber de un miembro de estas familias en pertenecer a una empresa de esta naturaleza, la cual tiene una financiación producto de inversión privada de la Reina, el 15 % del presupuesto anual del Reino Unido, y The Crown, que son los terrenos de la corona por toda Galés, Inglaterra e Irlanda del Norte.

No es en vano tanto escándalo ni alharacas por los denominados títulos nobiliarios. Más allá del nombre y la etiqueta real que surgió en los jardines de Versalles, esta supone más un asunto de intereses sobre los cuales se ha cimentado la humanidad, en una retrospectiva de distinción de clase o eslabón social; así mismo se ostenta el poder aún de quienes no son de sangre azul, una dinámica monárquica que aplica el beneficio y privilegio para quienes, asumen, han nacido con ellos. 

Aunque los llamados “Lords” se conocen como figuras decorativas desde la instauración de los sistemas  parlamentarios y la figura del primer ministro, cabe anotar que el fuerte legado y pertenecía cultural de estos sigue siendo parte de la identidad de estas naciones, las cuales se rehúsan a perder los privilegios vitalicios  que el destino y la ley real les provee.

Columnista
14 abril, 2021

Concesión Real

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Luis Blanco Calderón

Los títulos nobiliarios  constituyen la figura más particular de las monarquías en el mundo, creadas para distinguir privilegios de los afortunados miembros de la realeza, quienes con beneplácito aceptan dicha designación. A propósito de ello, el pasado jueves en horas de la mañana murió el advenedizo príncipe de Edimburgo, esposo consorte de la Reina Isabel […]


Los títulos nobiliarios  constituyen la figura más particular de las monarquías en el mundo, creadas para distinguir privilegios de los afortunados miembros de la realeza, quienes con beneplácito aceptan dicha designación. A propósito de ello, el pasado jueves en horas de la mañana murió el advenedizo príncipe de Edimburgo, esposo consorte de la Reina Isabel Segunda y uno de los más longevos beneficiarios de dicha distinción,  quien había acompañado de una manera admirable  dicha responsabilidad real.

Este griego y danés de origen vivió en carne propia la Segunda Guerra Mundial, ya que hizo parte de la Armada Británica y quien al comienzo se rehusaba a servir a la corona y a ostentar el título que finalmente  le entregó su suegro el rey Jorge VI en el año 1947,   y este a su  vez se refirió a la transferencia del mismo, la cual sería para el primogénito de la reina, es decir, el príncipe Carlos, como su sucesor. 

Sin embargo, mediante comunicado oficial del Palacio de Buckingham, en el año 1999, cuando se celebraba la boda del hijo menor de Isabel Segunda, se acordó que tras la muerte de este  (príncipe Felipe) y su ascenso al trono (príncipe Carlos), este título pasaría a manos del hijo menor, Eduardo Duque de Wessex.

Pero el príncipe Felipe de Edimburgo, en sus más de 22.000 actos públicos, se distinguió también por sus elocuentes y desatinados comentarios públicos; así mismo, se hizo famoso en la época de los escandalosos y notorios episodios con su yerna la princesa de Gales, una advenediza más, pero que con su carisma logró acaparar la atención incluso  por encima de quien es la cabeza  del palacio de Windsor. 

La muerte que parece no tocar a los legendarios sangre azul, esta vez le tocaría al desapercibido príncipe de Edimburgo; este nuevo episodio real desataría un inminente conflicto de intereses alrededor de la empresa o the firm, como es denominada de manera despectiva  la casa Windsor, ya que deja la incertidumbre del otorgamiento de su título de príncipe de Edimburgo, aún cuando críticos aseveran que este desaparecería; en todo caso, la Reina Isabel II deberá resolver sobre quién recaerá esta responsabilidad. 

Para muchos el próximo en ostentar este título sería Eduardo de Wessex, el último hijo varón de la Reina Isabel II, quien además ha tenido el privilegio de trabajar con su padre el príncipe  Felipe en los premios que llevan este mismo nombre real y que busca en su altruista  labor el desarrollo de habilidades para niños y de las  comunidades a las que pertenecen. 

Qué tanto interés puede haber de un miembro de estas familias en pertenecer a una empresa de esta naturaleza, la cual tiene una financiación producto de inversión privada de la Reina, el 15 % del presupuesto anual del Reino Unido, y The Crown, que son los terrenos de la corona por toda Galés, Inglaterra e Irlanda del Norte.

No es en vano tanto escándalo ni alharacas por los denominados títulos nobiliarios. Más allá del nombre y la etiqueta real que surgió en los jardines de Versalles, esta supone más un asunto de intereses sobre los cuales se ha cimentado la humanidad, en una retrospectiva de distinción de clase o eslabón social; así mismo se ostenta el poder aún de quienes no son de sangre azul, una dinámica monárquica que aplica el beneficio y privilegio para quienes, asumen, han nacido con ellos. 

Aunque los llamados “Lords” se conocen como figuras decorativas desde la instauración de los sistemas  parlamentarios y la figura del primer ministro, cabe anotar que el fuerte legado y pertenecía cultural de estos sigue siendo parte de la identidad de estas naciones, las cuales se rehúsan a perder los privilegios vitalicios  que el destino y la ley real les provee.