“El mal es un misterio que solo desde la libertad y el amor se puede vislumbrar su comprensión, remediar su daño y poner fin para siempre”: (JCMV). Este es el nombre de una película bellísima y que tocando las fibras más íntimas del corazón deja grandes enseñanzas. Se trata de un niño ciego, se llama […]
“El mal es un misterio que solo desde la libertad y el amor se puede vislumbrar su comprensión, remediar su daño y poner fin para siempre”: (JCMV).
Este es el nombre de una película bellísima y que tocando las fibras más íntimas del corazón deja grandes enseñanzas. Se trata de un niño ciego, se llama Mohammad, es un mal físico el que sufre.
Pero, adicionalmente carga sobre sus hombros un mal moral, como una pesada cruz; su madre ha muerto y su padre vivo, no lo ama y esto lo nota cualquiera. El padre del niño ciego, desea rehacer su vida amorosa y lamentablemente ve en su hijo un obstáculo para tal propósito. A medida que la película avanza, hace descubrir que cada ser humano vive una ceguera más dramática que la física: la de su corazón, cuando el egoísmo gana la pelea en la batalla de la existencia. La bondad de la abuela y las dos hermanas, son un bálsamo amoroso ante el dolor y sufrimiento que vive este niño ciego, cuya ternura y bondad revisten todo su ser.
El niño Mohammad posee unos sentidos agudos, una gran percepción para captar todo lo que acontece a su alrededor: los olores, los sonidos, el tacto. Especialmente, con sus manos toca y reconoce lo que a su paso encuentra: las flores, la fauna, los animales y cualquier hábitat natural. Pero también es capaz de captar algo más allá de lo tangible: los sentimientos buenos y malos. Él sabe del amor de su abuela y hermanas, así mismo conoce y padece la indiferencia y desamor de su padre egocéntrico, quien lo trata como si fuera una maldición. En esta obra honesta y majestuosa del cine iraní, se puede ver como en un espejo, la ceguera de muchos hombres, pero la ceguera propia también, cuando triunfa el orgullo, el egoísmo y desamor que rompe las auténticas relaciones humanas “cosificando a las personas y personificando a las cosas”.
Este niño Mohammad Ramazani, protagonista de la película, me ha enseñado mucho: sus dedos son sus ojos, con ellos busca a Dios, que lo ama más que cualquier otro ser del universo. Aunque, en verdad el mayor y peor drama no lo vive el niño enfermo, sino su propio padre prisionero del egoísmo y desamor.
Por momentos la película sugiere una verdad difícil de asimilar: se puede ser feliz con poco y hasta sin nada de bienes y posesiones materiales. Basta detenerse con cuidado en el rostro radiante de la abuela y las hermanas del niño, quiénes son felices en medio de la extrema pobreza que viven. Impacta una escena en que la abuela habla a su nieto, consolándolo mientras éste llora: “Yo daría mi vida por ti, Mohammad”. Estas palabras me estremecieron, me sacaron lágrimas, me evocan a mi Dios y Señor Jesucristo, quien literalmente lo hizo por mí en la Cruz. El amor de esta abuelita, se derrama también sobre su hijo, que vive un infierno en su interior, ella casi moribunda, da palabras de amor: “Hijo mío, eres tú el que me preocupa, no mi nieto”. Ella sabe que el sufrimiento más cruel y triste lo vive su hijo dentro de sí y esa carbonera donde trabaja es prueba visible de ello.
Otra escena memorable, es la del puente caído, el caballo y el niño arrasados por el río, son un vivo simbolismo de la intervención de Dios, como en otro tiempo lo hizo con San Pablo, tumbándole del caballo. Es un accidente, un mal físico tolerado por Dios para un bien mayor en la vida de estas personas. Por fin, el drama de Mohammad y su padre adquieren un color inesperado: es el color del paraíso que toda la película intenta mostrar desde sus inicios. El miedo a perder a su hijo, lleva al padre del niño a asumir su dolor, tragedia y destino, entre lágrimas como si elevara al Cielo una súplica desesperada por una nueva oportunidad para enmendar sus errores y pecados de su vida vacía y miserable. Llegamos así, al final de esta historia, esto ocurre frente a la inmensidad del mar, que ahora recoge las lágrimas de un padre arrepentido e impotente con su niño muerto entre sus brazos. Ahí en medio del dolor más desgarrador, el dolor sin nombre, el dolor de perder un hijo no tiene nombre, porque cuando muere el esposo, se es viudo o viuda, cuando se pierde al progenitor, se llama orfandad… ahí en ese dolor sin nombre, florece el milagro más hermoso. Ante mis ojos, emerge el Color del Paraíso, es para mí el color “rosado”, color de la ternura, de la delicadeza, el color de la misericordia. Sí, despunta el amor, ese amor que produce vida, porque el niño vuelve a mover sus dedos, en señal esplendorosa que la vida es más fuerte que la muerte, la luz que la oscuridad, el amor más grande que el egoísmo, así como el mar más grande que todos los ríos.
Concluyo esta reseña, mencionando a dos personas muy importantes en la vida del niño Mohammad, fueron como ángeles en el camino, sus dos maestros, ambos movidos por el amor, uno le enseñó teoría y el otro práctica en momentos distintos de su vida.
Por Juan Carlos Mendoza, Pbr.
“El mal es un misterio que solo desde la libertad y el amor se puede vislumbrar su comprensión, remediar su daño y poner fin para siempre”: (JCMV). Este es el nombre de una película bellísima y que tocando las fibras más íntimas del corazón deja grandes enseñanzas. Se trata de un niño ciego, se llama […]
“El mal es un misterio que solo desde la libertad y el amor se puede vislumbrar su comprensión, remediar su daño y poner fin para siempre”: (JCMV).
Este es el nombre de una película bellísima y que tocando las fibras más íntimas del corazón deja grandes enseñanzas. Se trata de un niño ciego, se llama Mohammad, es un mal físico el que sufre.
Pero, adicionalmente carga sobre sus hombros un mal moral, como una pesada cruz; su madre ha muerto y su padre vivo, no lo ama y esto lo nota cualquiera. El padre del niño ciego, desea rehacer su vida amorosa y lamentablemente ve en su hijo un obstáculo para tal propósito. A medida que la película avanza, hace descubrir que cada ser humano vive una ceguera más dramática que la física: la de su corazón, cuando el egoísmo gana la pelea en la batalla de la existencia. La bondad de la abuela y las dos hermanas, son un bálsamo amoroso ante el dolor y sufrimiento que vive este niño ciego, cuya ternura y bondad revisten todo su ser.
El niño Mohammad posee unos sentidos agudos, una gran percepción para captar todo lo que acontece a su alrededor: los olores, los sonidos, el tacto. Especialmente, con sus manos toca y reconoce lo que a su paso encuentra: las flores, la fauna, los animales y cualquier hábitat natural. Pero también es capaz de captar algo más allá de lo tangible: los sentimientos buenos y malos. Él sabe del amor de su abuela y hermanas, así mismo conoce y padece la indiferencia y desamor de su padre egocéntrico, quien lo trata como si fuera una maldición. En esta obra honesta y majestuosa del cine iraní, se puede ver como en un espejo, la ceguera de muchos hombres, pero la ceguera propia también, cuando triunfa el orgullo, el egoísmo y desamor que rompe las auténticas relaciones humanas “cosificando a las personas y personificando a las cosas”.
Este niño Mohammad Ramazani, protagonista de la película, me ha enseñado mucho: sus dedos son sus ojos, con ellos busca a Dios, que lo ama más que cualquier otro ser del universo. Aunque, en verdad el mayor y peor drama no lo vive el niño enfermo, sino su propio padre prisionero del egoísmo y desamor.
Por momentos la película sugiere una verdad difícil de asimilar: se puede ser feliz con poco y hasta sin nada de bienes y posesiones materiales. Basta detenerse con cuidado en el rostro radiante de la abuela y las hermanas del niño, quiénes son felices en medio de la extrema pobreza que viven. Impacta una escena en que la abuela habla a su nieto, consolándolo mientras éste llora: “Yo daría mi vida por ti, Mohammad”. Estas palabras me estremecieron, me sacaron lágrimas, me evocan a mi Dios y Señor Jesucristo, quien literalmente lo hizo por mí en la Cruz. El amor de esta abuelita, se derrama también sobre su hijo, que vive un infierno en su interior, ella casi moribunda, da palabras de amor: “Hijo mío, eres tú el que me preocupa, no mi nieto”. Ella sabe que el sufrimiento más cruel y triste lo vive su hijo dentro de sí y esa carbonera donde trabaja es prueba visible de ello.
Otra escena memorable, es la del puente caído, el caballo y el niño arrasados por el río, son un vivo simbolismo de la intervención de Dios, como en otro tiempo lo hizo con San Pablo, tumbándole del caballo. Es un accidente, un mal físico tolerado por Dios para un bien mayor en la vida de estas personas. Por fin, el drama de Mohammad y su padre adquieren un color inesperado: es el color del paraíso que toda la película intenta mostrar desde sus inicios. El miedo a perder a su hijo, lleva al padre del niño a asumir su dolor, tragedia y destino, entre lágrimas como si elevara al Cielo una súplica desesperada por una nueva oportunidad para enmendar sus errores y pecados de su vida vacía y miserable. Llegamos así, al final de esta historia, esto ocurre frente a la inmensidad del mar, que ahora recoge las lágrimas de un padre arrepentido e impotente con su niño muerto entre sus brazos. Ahí en medio del dolor más desgarrador, el dolor sin nombre, el dolor de perder un hijo no tiene nombre, porque cuando muere el esposo, se es viudo o viuda, cuando se pierde al progenitor, se llama orfandad… ahí en ese dolor sin nombre, florece el milagro más hermoso. Ante mis ojos, emerge el Color del Paraíso, es para mí el color “rosado”, color de la ternura, de la delicadeza, el color de la misericordia. Sí, despunta el amor, ese amor que produce vida, porque el niño vuelve a mover sus dedos, en señal esplendorosa que la vida es más fuerte que la muerte, la luz que la oscuridad, el amor más grande que el egoísmo, así como el mar más grande que todos los ríos.
Concluyo esta reseña, mencionando a dos personas muy importantes en la vida del niño Mohammad, fueron como ángeles en el camino, sus dos maestros, ambos movidos por el amor, uno le enseñó teoría y el otro práctica en momentos distintos de su vida.
Por Juan Carlos Mendoza, Pbr.