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La victoria de David sobre Goliat fue un acontecimiento extraordinario. El canto de las mujeres simplemente expresaba lo que era evidente para todos: el rey Saúl, paralizado por el miedo y la indecisión, no brindó la dirección que su ejército necesitaba.
“Saúl hirió a sus miles y David a sus diez miles. Saúl se enojó mucho y le desagradaron estas palabras…” (1Samuel 18,7-8)
La victoria de David sobre Goliat fue un acontecimiento extraordinario. El canto de las mujeres simplemente expresaba lo que era evidente para todos: el rey Saúl, paralizado por el miedo y la indecisión, no brindó la dirección que su ejército necesitaba. En contraste, el joven pastor de Belén se destacó por su valentía y determinación, logrando un triunfo que marcó un antes y un después.
Sin embargo, en ningún momento David buscó reconocimiento ni se atribuyó méritos. Fue el pueblo quien proclamó su grandeza. David no hizo alarde de su proeza. Y fue mientras la gente todavía celebraba que el corazón del rey se llenó de ira. El historiador de ese momento captó la situación y nos hace partícipes de dicha decisión nacida de esa experiencia de celos: “Y desde aquel día Saúl no miró con buenos ojos a David”.
Aquí radica el verdadero conflicto: cuando un líder permite que los celos y la envidia se apoderen de su corazón, su percepción se distorsiona. Una vez que un líder ha permitido que los celos y la envidia se apoderen de su corazón, siempre verá con malos ojos, negativamente, el trabajo de los que están a su alrededor. Su juicio permanentemente estará opacado por la amargura de su propio corazón. En estas condiciones, gran parte de su tiempo estará enfocado en buscar la manera de descalificar la vida de los demás. Así, verá toda acción de sus seguidores como una amenaza para su propia posición. De hecho, esta es la triste historia de Saúl, quien se dedicó, en adelante, y con fanatismo a intentar extinguir la vida de David.
Tanto en tiempos bíblicos como en la actualidad, pocos personajes resultan más tristes que un líder consumido por la envidia del éxito ajeno. Es triste la figura de un líder que tiene celos de los logros de sus seguidores. Tal persona siempre va a estar dominada por las sospechas y el miedo, e inevitablemente, su trabajo y realizaciones sufrirán las consecuencias. Es en la reacción de un líder frente al éxito de otros, que se ve su verdadera grandeza.
Un líder maduro no tiene temor de ser eclipsado por el trabajo o los logros de otros, sino que procura que los demás avancen y alcancen su máximo potencial. La mayor alegría de un líder debería ser ver prosperar a todos aquellos que están a su alrededor. Con espíritu de generosidad deberá invertir en sus vidas y animarlos y procurar que ellos cada día sean mejores, incluso que lo puedan superar.
Jesús mismo nos dejó un ejemplo claro cuando afirmó que quienes creyeran en él harían sus mismas obras y aún mayores, porque él iría al Padre. En la Escritura, la grandeza no se mide por el tamaño de la obra, sino por la fidelidad con la que se cumple el propósito divino. Oro por los líderes de mi nación y mi comunidad, para que sepan guiar a otros en el camino de la superación.
El Señor no tiene celos de nosotros, sino nos estimula a hacer lo mejor cada día. Actuemos sin celos amargos frente a otros y disfrutemos de la libertad de avanzar hasta el infinito con el amor de Cristo.
Abrazos y bendiciones.
Por: Valerio Mejía.
La victoria de David sobre Goliat fue un acontecimiento extraordinario. El canto de las mujeres simplemente expresaba lo que era evidente para todos: el rey Saúl, paralizado por el miedo y la indecisión, no brindó la dirección que su ejército necesitaba.
“Saúl hirió a sus miles y David a sus diez miles. Saúl se enojó mucho y le desagradaron estas palabras…” (1Samuel 18,7-8)
La victoria de David sobre Goliat fue un acontecimiento extraordinario. El canto de las mujeres simplemente expresaba lo que era evidente para todos: el rey Saúl, paralizado por el miedo y la indecisión, no brindó la dirección que su ejército necesitaba. En contraste, el joven pastor de Belén se destacó por su valentía y determinación, logrando un triunfo que marcó un antes y un después.
Sin embargo, en ningún momento David buscó reconocimiento ni se atribuyó méritos. Fue el pueblo quien proclamó su grandeza. David no hizo alarde de su proeza. Y fue mientras la gente todavía celebraba que el corazón del rey se llenó de ira. El historiador de ese momento captó la situación y nos hace partícipes de dicha decisión nacida de esa experiencia de celos: “Y desde aquel día Saúl no miró con buenos ojos a David”.
Aquí radica el verdadero conflicto: cuando un líder permite que los celos y la envidia se apoderen de su corazón, su percepción se distorsiona. Una vez que un líder ha permitido que los celos y la envidia se apoderen de su corazón, siempre verá con malos ojos, negativamente, el trabajo de los que están a su alrededor. Su juicio permanentemente estará opacado por la amargura de su propio corazón. En estas condiciones, gran parte de su tiempo estará enfocado en buscar la manera de descalificar la vida de los demás. Así, verá toda acción de sus seguidores como una amenaza para su propia posición. De hecho, esta es la triste historia de Saúl, quien se dedicó, en adelante, y con fanatismo a intentar extinguir la vida de David.
Tanto en tiempos bíblicos como en la actualidad, pocos personajes resultan más tristes que un líder consumido por la envidia del éxito ajeno. Es triste la figura de un líder que tiene celos de los logros de sus seguidores. Tal persona siempre va a estar dominada por las sospechas y el miedo, e inevitablemente, su trabajo y realizaciones sufrirán las consecuencias. Es en la reacción de un líder frente al éxito de otros, que se ve su verdadera grandeza.
Un líder maduro no tiene temor de ser eclipsado por el trabajo o los logros de otros, sino que procura que los demás avancen y alcancen su máximo potencial. La mayor alegría de un líder debería ser ver prosperar a todos aquellos que están a su alrededor. Con espíritu de generosidad deberá invertir en sus vidas y animarlos y procurar que ellos cada día sean mejores, incluso que lo puedan superar.
Jesús mismo nos dejó un ejemplo claro cuando afirmó que quienes creyeran en él harían sus mismas obras y aún mayores, porque él iría al Padre. En la Escritura, la grandeza no se mide por el tamaño de la obra, sino por la fidelidad con la que se cumple el propósito divino. Oro por los líderes de mi nación y mi comunidad, para que sepan guiar a otros en el camino de la superación.
El Señor no tiene celos de nosotros, sino nos estimula a hacer lo mejor cada día. Actuemos sin celos amargos frente a otros y disfrutemos de la libertad de avanzar hasta el infinito con el amor de Cristo.
Abrazos y bendiciones.
Por: Valerio Mejía.