Publicidad
Categorías
Categorías
Columnista - 2 septiembre, 2021

Carteles, cartelitos y minicartelitos

“No hay virtud más grande que la de ser honrado, y no hay actitud más preciada que la disposición a defender con dignidad su honradez”. Esto quedó grabado en mi mente de una de mis lecturas. En nuestro país la corrupción es tan monstruosa, que de veras es difícil ­por no decir imposible­ saber quiénes […]

“No hay virtud más grande que la de ser honrado, y no hay actitud más preciada que la disposición a defender con dignidad su honradez”. Esto quedó grabado en mi mente de una de mis lecturas.

En nuestro país la corrupción es tan monstruosa, que de veras es difícil ­por no decir imposible­ saber quiénes son los honestos y quiénes los inmorales. En Colombia la corrupción es tan enorme que en cualquier momento y lugar a cualquiera lo tientan o intiman a ser o a incurrir en la impudicia.

Ya que se está hablando de amnistía general es bueno confesar las indignidades, en las cuales hemos estado involucrados, a veces sin querer, incluso sin darnos cuenta, últimamente, engañados o en las espaldas. Con total sinceridad confieso que la palabra ‘contratista’ la escuché por primera vez cuando cumplí el primer mes como médico interno (último año de la carrera médica) en la clínica Rafael Uribe Uribe de Cali, donde entonces me abordó un hombre elegantemente vestido y de buenos modales, y me preguntó: “¿Doctor Romero, a usted no le entregaron 4 tiqueteras, cada una de color diferente?”. “Sí, están en mi dormitorio”, le respondí.

“En vista de que usted no las ha usado se las compro”. Inquieto le riposté: “¿Usted quién es?”. Muy majo me respondió: “Mucho gusto, soy el contratista que maneja la cafetería de la clínica, tráigame las tiqueteras y las negociamos”.  Cada tiquetera contenía los vales para mis desayunos, almuerzos, cenas y meriendas del mes, 120 en total, cada uno con su respectivo precio. Me ofreció el 50 %, perplejo le dije que el 70 %, quedamos en el 60 %. No había utilizado las tiqueteras porque me iba a comer al hospital universitario Evaristo García. Después de la primera compra comencé a usar los vales, y el contratista cada mes me compraba los que me sobraban, lo cual me servían para mis gastos extras.

Muchos trabajadores de la clínica Rafael Uribe Uribe, tanto del sector administrativo, como de la parte asistencial de la salud, me solicitaban el favor de que les formulara medicamentos o les hiciera órdenes para exámenes paraclínicos (de sangre, radiografías y otros) que en realidad eran para familiares, amigos o para venderlos.

Tal anomalía se la informé al médico jefe de urgencias y, orondamente, me dijo: “Doctor Romero, a usted en esta clínica le entregaron un sello con su nombre para que lo estampe sobre su firma”, y me recalcó: “No se olvide que la orden de los médicos ni el presidente de la República la puede desautorizar; a los médicos, además de estudiar para curar enfermos, también nos forman para que nuestras órdenes medicas las obedezcan”.   

Al día siguiente de graduarme como médico general llegué a Valledupar en busca de plaza para hacer la medicatura rural obligatoria. Ese mismo día por la noche, la secretaria del Hospital Rosario Pumarejo de López, que vivía al frente de la casa de mi madre, me pidió el favor de hacer el turno nocturno en urgencias porque el médico titular no podía.

El director del hospital me llevó y me presentó a la enfermera de turno, la cual me informó que del producido por la atención de los pacientes a ella le correspondía el 20 %, el camillero y el chofer de la ambulancia de turno se conformaban con lo que los médicos les regalaran; después de repartir lo cobrado me quedaron más de 600 pesos. $0 de ingresos para el hospital.

Al otro día el director me nombró médico de urgencias de planta con sueldo mayor de 2 mil pesos mensual, todos eran médicos rurales de los corregimientos, a quienes la secretaría de salud departamental les pagaba otro salario de similar cantidad; es decir, recibían dos salarios mientras cumplían la medicatura rural.

Se me agotó el espacio con apenas una pequeña parte de la punta del iceberg de lo que debo confesar. Por ahora me despido diciendo que la Ley 100 de 1993 al menos sirvió para erradicar y disminuir las irregularidades que se cometían en el anterior sistema de salud.      

Columnista
2 septiembre, 2021

Carteles, cartelitos y minicartelitos

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Romero Churio

“No hay virtud más grande que la de ser honrado, y no hay actitud más preciada que la disposición a defender con dignidad su honradez”. Esto quedó grabado en mi mente de una de mis lecturas. En nuestro país la corrupción es tan monstruosa, que de veras es difícil ­por no decir imposible­ saber quiénes […]


“No hay virtud más grande que la de ser honrado, y no hay actitud más preciada que la disposición a defender con dignidad su honradez”. Esto quedó grabado en mi mente de una de mis lecturas.

En nuestro país la corrupción es tan monstruosa, que de veras es difícil ­por no decir imposible­ saber quiénes son los honestos y quiénes los inmorales. En Colombia la corrupción es tan enorme que en cualquier momento y lugar a cualquiera lo tientan o intiman a ser o a incurrir en la impudicia.

Ya que se está hablando de amnistía general es bueno confesar las indignidades, en las cuales hemos estado involucrados, a veces sin querer, incluso sin darnos cuenta, últimamente, engañados o en las espaldas. Con total sinceridad confieso que la palabra ‘contratista’ la escuché por primera vez cuando cumplí el primer mes como médico interno (último año de la carrera médica) en la clínica Rafael Uribe Uribe de Cali, donde entonces me abordó un hombre elegantemente vestido y de buenos modales, y me preguntó: “¿Doctor Romero, a usted no le entregaron 4 tiqueteras, cada una de color diferente?”. “Sí, están en mi dormitorio”, le respondí.

“En vista de que usted no las ha usado se las compro”. Inquieto le riposté: “¿Usted quién es?”. Muy majo me respondió: “Mucho gusto, soy el contratista que maneja la cafetería de la clínica, tráigame las tiqueteras y las negociamos”.  Cada tiquetera contenía los vales para mis desayunos, almuerzos, cenas y meriendas del mes, 120 en total, cada uno con su respectivo precio. Me ofreció el 50 %, perplejo le dije que el 70 %, quedamos en el 60 %. No había utilizado las tiqueteras porque me iba a comer al hospital universitario Evaristo García. Después de la primera compra comencé a usar los vales, y el contratista cada mes me compraba los que me sobraban, lo cual me servían para mis gastos extras.

Muchos trabajadores de la clínica Rafael Uribe Uribe, tanto del sector administrativo, como de la parte asistencial de la salud, me solicitaban el favor de que les formulara medicamentos o les hiciera órdenes para exámenes paraclínicos (de sangre, radiografías y otros) que en realidad eran para familiares, amigos o para venderlos.

Tal anomalía se la informé al médico jefe de urgencias y, orondamente, me dijo: “Doctor Romero, a usted en esta clínica le entregaron un sello con su nombre para que lo estampe sobre su firma”, y me recalcó: “No se olvide que la orden de los médicos ni el presidente de la República la puede desautorizar; a los médicos, además de estudiar para curar enfermos, también nos forman para que nuestras órdenes medicas las obedezcan”.   

Al día siguiente de graduarme como médico general llegué a Valledupar en busca de plaza para hacer la medicatura rural obligatoria. Ese mismo día por la noche, la secretaria del Hospital Rosario Pumarejo de López, que vivía al frente de la casa de mi madre, me pidió el favor de hacer el turno nocturno en urgencias porque el médico titular no podía.

El director del hospital me llevó y me presentó a la enfermera de turno, la cual me informó que del producido por la atención de los pacientes a ella le correspondía el 20 %, el camillero y el chofer de la ambulancia de turno se conformaban con lo que los médicos les regalaran; después de repartir lo cobrado me quedaron más de 600 pesos. $0 de ingresos para el hospital.

Al otro día el director me nombró médico de urgencias de planta con sueldo mayor de 2 mil pesos mensual, todos eran médicos rurales de los corregimientos, a quienes la secretaría de salud departamental les pagaba otro salario de similar cantidad; es decir, recibían dos salarios mientras cumplían la medicatura rural.

Se me agotó el espacio con apenas una pequeña parte de la punta del iceberg de lo que debo confesar. Por ahora me despido diciendo que la Ley 100 de 1993 al menos sirvió para erradicar y disminuir las irregularidades que se cometían en el anterior sistema de salud.