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Columnista - 23 enero, 2020

Carnavales, un rezago pagano

Las festividades y los mitos se repiten de pueblo en pueblo con connotaciones religiosas; así, la cuaresma comienza el miércoles de ceniza, día en que se suspenden las carnes, símbolo del pecado. Otro indicador de esta relación es la fecha del Domingo de Ramos, contado 40 días después de los carnavales. Las fiestas carnestolendas son […]

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Las festividades y los mitos se repiten de pueblo en pueblo con connotaciones religiosas; así, la cuaresma comienza el miércoles de ceniza, día en que se suspenden las carnes, símbolo del pecado. Otro indicador de esta relación es la fecha del Domingo de Ramos, contado 40 días después de los carnavales.

Las fiestas carnestolendas son de vieja práctica; hace 3.000 años a. C, ya en el Egipto de Apis, un toro sagrado, hijo de Isis, y en la Sumeria cuneiforme donde la gente se disfrazaba y danzaba para retirar las influencias de los malos espíritus y poder preservar sus cosechas. Luego esta cultura bucólica pasó a Grecia donde festejaban al dios Dionisio y en Roma homenajeaban a Baco.

Todas estas tradiciones estaban asociadas a fenómenos espirituales, astronómicos y a ciclos de la naturaleza. Era una celebración pagana aunque, ¿habrá dioses verdaderos? En Roma le sumaron el libertinaje, el sexo y la extroversión total; las fiestas báquicas eran unas orgías irracionales.

A nuestras tierras lo trajeron españoles y portugueses. Aún, en pleno siglo XXI, el carnaval está arraigado en muchas partes del mundo pero su mensaje original claudicó ante el desenfreno, el relajo, la diversión y el ocultamiento físico tal como se hacía en Roma, más allá de lo lúdico.

En Valledupar estas festividades tuvieron un gran arraigo en las décadas del 50 al 70, y se vivían con intensidad frenética; el empoderamiento del género vallenato y su materialización en un festival no se vislumbraban; el porro era lo predominante, tocado en instrumentos de viento, no de acordeón. Pero, dice el adagio, “no se pueden atender dos señores a la vez”, los carnavales, carentes de una cultura autóctona, fueron desplazados. Y menos mal, con tanta gente encapuchada el crimen que padecemos sería superior.

El carnaval llegó a ser una fiesta de incógnitos, se jugaba al misterio, el hombre no sabía con quién bailaba y la pareja disfrazada aprovechaba para aliviar frustraciones amorosas o investigar al marido, aprovechando la pérdida de identidad que ofrecía el disfraz, detrás del cual estaba el verdadero “yo”. Ahora, algunas personas quieren reeditarlo, ya por nostalgia, ya por altruismo económico; ambos argumentos son frívolos, es una propuesta etílica y distractora.

Claro, quien quiera carnavalear que lo haga con sus propios recursos. Del dinero que corre en este tipo de festividades nada queda, al menos, no conozco su impacto en el PIB; si alguien lo tiene que me lo de para retractarme.

Está muy bien que los pueblos tengan su lúdica como un premio a sus actividades productivas durante el año, que ya la tenemos con la navidad, el festival y hasta con la Semana Santa, pero el recíproco no es cierto, que la lúdica extendida contribuya al crecimiento y al desarrollo.

Las grandes potencias económicas del mundo son escasas en festejos y actos religiosos; España, p.ej., tuvo muchos y los resultados están a la vista; mientras sus vecinos, Francia, Inglaterra, Italia y Alemania se dedicaron a la ciencia y a establecer las bases filosóficas de la sociedad, aquella se rezagó entretenida en los ruedos de toros, en riñas de gallo, en las procesiones y defensa de dogmas religiosos, persiguiendo a sus contradictores a quienes llamaron herejes.

Perdió más de 300 años irrecuperables, nada le quedó de sus jolgorios. ¡A pensar en serio, amigos carnavaleros!

Columnista
23 enero, 2020

Carnavales, un rezago pagano

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Luis Napoleón de Armas P.

Las festividades y los mitos se repiten de pueblo en pueblo con connotaciones religiosas; así, la cuaresma comienza el miércoles de ceniza, día en que se suspenden las carnes, símbolo del pecado. Otro indicador de esta relación es la fecha del Domingo de Ramos, contado 40 días después de los carnavales. Las fiestas carnestolendas son […]


Las festividades y los mitos se repiten de pueblo en pueblo con connotaciones religiosas; así, la cuaresma comienza el miércoles de ceniza, día en que se suspenden las carnes, símbolo del pecado. Otro indicador de esta relación es la fecha del Domingo de Ramos, contado 40 días después de los carnavales.

Las fiestas carnestolendas son de vieja práctica; hace 3.000 años a. C, ya en el Egipto de Apis, un toro sagrado, hijo de Isis, y en la Sumeria cuneiforme donde la gente se disfrazaba y danzaba para retirar las influencias de los malos espíritus y poder preservar sus cosechas. Luego esta cultura bucólica pasó a Grecia donde festejaban al dios Dionisio y en Roma homenajeaban a Baco.

Todas estas tradiciones estaban asociadas a fenómenos espirituales, astronómicos y a ciclos de la naturaleza. Era una celebración pagana aunque, ¿habrá dioses verdaderos? En Roma le sumaron el libertinaje, el sexo y la extroversión total; las fiestas báquicas eran unas orgías irracionales.

A nuestras tierras lo trajeron españoles y portugueses. Aún, en pleno siglo XXI, el carnaval está arraigado en muchas partes del mundo pero su mensaje original claudicó ante el desenfreno, el relajo, la diversión y el ocultamiento físico tal como se hacía en Roma, más allá de lo lúdico.

En Valledupar estas festividades tuvieron un gran arraigo en las décadas del 50 al 70, y se vivían con intensidad frenética; el empoderamiento del género vallenato y su materialización en un festival no se vislumbraban; el porro era lo predominante, tocado en instrumentos de viento, no de acordeón. Pero, dice el adagio, “no se pueden atender dos señores a la vez”, los carnavales, carentes de una cultura autóctona, fueron desplazados. Y menos mal, con tanta gente encapuchada el crimen que padecemos sería superior.

El carnaval llegó a ser una fiesta de incógnitos, se jugaba al misterio, el hombre no sabía con quién bailaba y la pareja disfrazada aprovechaba para aliviar frustraciones amorosas o investigar al marido, aprovechando la pérdida de identidad que ofrecía el disfraz, detrás del cual estaba el verdadero “yo”. Ahora, algunas personas quieren reeditarlo, ya por nostalgia, ya por altruismo económico; ambos argumentos son frívolos, es una propuesta etílica y distractora.

Claro, quien quiera carnavalear que lo haga con sus propios recursos. Del dinero que corre en este tipo de festividades nada queda, al menos, no conozco su impacto en el PIB; si alguien lo tiene que me lo de para retractarme.

Está muy bien que los pueblos tengan su lúdica como un premio a sus actividades productivas durante el año, que ya la tenemos con la navidad, el festival y hasta con la Semana Santa, pero el recíproco no es cierto, que la lúdica extendida contribuya al crecimiento y al desarrollo.

Las grandes potencias económicas del mundo son escasas en festejos y actos religiosos; España, p.ej., tuvo muchos y los resultados están a la vista; mientras sus vecinos, Francia, Inglaterra, Italia y Alemania se dedicaron a la ciencia y a establecer las bases filosóficas de la sociedad, aquella se rezagó entretenida en los ruedos de toros, en riñas de gallo, en las procesiones y defensa de dogmas religiosos, persiguiendo a sus contradictores a quienes llamaron herejes.

Perdió más de 300 años irrecuperables, nada le quedó de sus jolgorios. ¡A pensar en serio, amigos carnavaleros!