Cuando la vi, me quedé paralizado. Respiré profundo y haciendo gala de mi espontaneidad, la saludé con la esperanza de un cambio en su rostro serio e intimidante. El resultado fue instantáneo. No solo me respondió con un tono de voz más alto al que yo había utilizado para entrar en confianza, sino que me […]
Cuando la vi, me quedé paralizado. Respiré profundo y haciendo gala de mi espontaneidad, la saludé con la esperanza de un cambio en su rostro serio e intimidante. El resultado fue instantáneo. No solo me respondió con un tono de voz más alto al que yo había utilizado para entrar en confianza, sino que me regaló una leve sonrisa que logró calmar mi duda de si podía continuar con la conversación que iniciaba.
Había entrado a El Hueco, con el firme propósito de probar uno de esos manjares que lo transportan a uno a la infancia, pero que claramente, en mi caso, no había hecho su más firme propósito de convencerme a seguir comiéndolo por siempre. Recuerdo que pocas veces lo probé y tal vez, había perdido la presencia de su sabor. Ya muchos me habían convencido que era ahí donde debía probar el mejor que se hacía, por lo menos, en Valledupar.
– ¿Qué va a comer?, me pregunta Edith sin vacilación
Hice un repaso rápido de lo que había en la vitrina y solo se me ocurrió pedir lo que siempre como en estos casos, cuando quiero ir a la fija.
– Un dedito, respondí aliviado.
Un día, un camión lleno de ganado parqueó justo al lado del patio de Carmen Rosa Molina de López. Iba en reversa y de un momento a otro, excedió su recorrido y logró tumbar una parte de la tapia que cubría el patio de su casa e hizo un gran hueco. Ese patio ya se había convertido en el merendero de la Viuda Molina.
Eran los tiempo en los que los Chulavitas se tomaron estas tierras, y las de todo el país, imponiendo su ley y destrozando todo lo que en su andar se llamara o proclamara Liberal. Cuando Carmen Rosa los divisaba en la lejanía, corría a entrar la mesa, en la que encima, exhibía sus fritos. Una de sus hijas se metía debajo de la pieza de madera para levantarla con su espalda y poderla entrar rápidamente, pero en varias ocasiones, los después llamados pájaros, bajaban a la niña que estuviera sosteniendo la mesa de un manotón y la que era, caía aterrorizada.
– “Eran peor que los paracos”, dice Edith en un tono desmedido.
En ese tiempo, la zona de la calle 13 con carrera novena, era una calle de bares en donde iban los hombres a divertirse. Tiempo después, el bar El Palito, se convertiría en la casa de Carmen Rosa y ahí logró junto a su esposo, sacar adelante a sus 11 hijos. Las señoras que antiguamente trabajaban ahí, la apodaron la Viuda Molina y así se quedó por siempre.
Me senté en una de las tres únicas mesas que hay en el lugar, y desde allí, esperaba inquieto la aprobación de Edith para empezar a conversar. La gente que entraba y salía del lugar era constante y no se podía descuidar a ningún cliente. Un impulso me hizo pedir, casi a regañadientes el famoso manjar que en ese momento se vendía uno tras otros sin parar.
– Me regala un peto por favor, dije atontado.
La sensación fue la misma que mi memoria recuerda: El maíz que contiene el peto no me permite comerlo con tranquilidad, aunque el sabor me resultaba distinto, adictivo, sabroso.
Edith, es una de las hijas de Carmen Rosa y desde niña, ayudó a su mamá en el negocio de venta de peto y de fritos que siempre ha existido en su casa. Heredó su capacidad de trabajo, su disciplina en el manejo de la plata, el sabor para preparar todo lo que ahí se vende, pero sobre todo, la destreza para poder atender, recibir y entregar plata, dar órdenes, mirar que a nadie le falte nada y que estén cómodos, todo, al mismo tiempo.
El Hueco es un patio típico de las viejas casonas de Valledupar, en los que no puede faltar un palo de mango. Parte del solar, está cubierto por un techo de zinc que es sostenido por algunas vigas de madera de color negro, que se oscurecieron por el fogaje que expandía la candela.
– “El humo del fogón de leña que recibieron cuando lo teníamos”, me cuenta Edith.
Antes, fritaban a punta de leña frente a todo el mundo. Un día, uno de los clientes dio un mal paso y terminó salpicado por la manteca caliente que hervía desaforadamente y cayó casi encima del caldero de los fritos. Edith y el resto de la familia, lo levantaron de inmediato, y afortunadamente la cosa no pasó a mayores. A raíz de ese impasse, decidieron modificar el lugar y construir una cocina con fogones de gas.
Solo hay tres mesones grandes para sentarse a comer, uno en los que perfectamente caben 10 personas máximo y, 8 en cada uno de los otros dos. El que llega se sienta donde haya puesto, nadie mira con quién le va a tocar en la mesa, porque acá todo el mundo come con todo el mundo, sin ningún tipo de diferencia.
– “¿Que comió?”, le pregunta Edith a uno de los clientes que acaba de acercarse a pagar la cuenta.
El cliente le hace un recuento de lo que pidió junto a su familia, e inmediatamente y sin dudar, Edith le responde: “once mil pesos”, mientras yo intentaba sacar la cuenta en mi cabeza al mismo tiempo, pero sin éxito alguno.
Entonces después de un rato dije: sí, once mil pesos y Edith, con su mirada, me da a entender que no serviría, por lo menos, para cobrar en su negocio.
El Hueco abre todos los días a las 6:00 de la mañana y cierra a las 11:00 de la noche. La jornada empieza a las 4:00 de la madrugada y contrario a lo que se pueda pensar, lo primero que hace Edith con sus hermanas, es prepararse un tinto para aguantar la jornada. Preparan el desayuno de todos, que pueden ser unas arepas asadas, unas tajadas o guineos con queso, de todo, menos un frito.
– “A uno ya no le provoca”, me dice Edith
Aquí se hacen 5 tipos de masas para los diferentes fritos que ascienden en su totalidad a 200 diarios en época de vacas flacas y más de 300 para los días de Festival Vallenato y para Festividades Navideñas. Se hacen 10 bolsas diarias de harina de trigo, más los otros tipos de masa para hacer las caribañolas, los patacones rellenos, las arepas asadas y el resto de fritos con lo que se deleitan los comensales.
Adicionalmente, se deben preparar los guisos; salsas de suero con verduras, un picadillo de vinagre criollo con cebolla y cebollín y picante natural, el jugo de corozo, avena y chicha de maíz. Se debe dejar listo el chicharrón, mondongo, la gallina, pajarilla, el bofe, chinchurria y la carne, muchas de éstas para el almuerzo, pero de consumo hasta altas horas de la noche.
– Me dijeron que este lugar era conocido sobre todo por el peto.
– “Sí, acá se venden los mejores petos de la ciudad porque es puro”.
– ¿Puro?
– “Se hace con leche pura, puro maíz y esto no se chimbea con nada”, me explicó Edith.
Había olvidado que mi misión era descubrir ese manjar, al que la mayoría de vallenatos rinde pleitesía diariamente en El Hueco. La encargada de elaborarlo es Etilbia, una mujer de piel morena, acentuadas canas y de movimientos lentos y precisos, que me causó mucha curiosidad.
“Tengo 66 años, la edad del diablo”, me dijo mientras me miraba fijamente.
– ¿Cuénteme como hace el peto?, le pregunté apresurado, tratando de disimular el temor que me despertó su declaración de años vividos y su relación con el diablo.
Etilbia lleva haciendo el peto desde que nació,
“porque nací y crecí aquí en el huacal”, afirma. Para hacer un buen peto hay que dejar más o menos 2 kilos de maíz en remojo desde la noche anterior. Cuando amanece, el agua se le saca y se le echa una nueva. Ahí va hirviendo hasta que va quedando espesito y se va calculando la cantidad para medir el momento justo donde se le empieza a echar la leche, el azúcar, la canela y un toque de sal y, si se quiere, un toquecito de vainilla, para que quede más sabroso.
Tan simple me lo relató, que entendí de inmediato que no era tan simple como me lo expresaba. Tocaba sentarme a su lado, meter mano, cargar el maíz, estar pendiente de los tiempos de cocción, agregar los ingredientes en las cantidades exactas, que solo calcula Etilbia con las manos, y finalmente menearlo para darle consistencia. Pero Etilbia solo iría hasta ahí, porque no se podía revelar el secreto del mejor peto de Valledupar.
Etilbia es además, la encargada de hacer los almuerzos, hace hayacas, pasteles y todo, por lo que pude constatar, está a la altura del sabor criollo de la cocina vallenata.
Me voy rápidamente hacía donde Edith y me siento a su lado. El calor es intenso y trato de mostrarme cómodo aun cuando el ajetreo es frecuente.
– ¿Mi reina cómo estás? Le dice a una cliente que se muestra muy elegante y distinguida
– Bien, gracias ¿tienes bofe?
– Claro que sí, ¿cuántos te doy?
– Regálame uno con yuca para comer acá.
El Bofe, es otro de los manjares gastronómicos del lugar. El día anterior se relaja y se ‘guinda’ al sol. Queda tan tostado, que solo se debe fritar durante15 segundos para que no se queme. Comerlo es otra de las gratas experiencias.
Miro detenidamente a Edith y la veo como una diosa egipcia, siempre está sentada con su mirada fija y atenta, sus brazos extendidos y apoyado en el mesón como si le pesaran.
– ¿Por qué siempre está en la misma posición?
– “Porque debo estar pendiente de la gaveta”
Y no le quita sus manos, aun cuando en el negocio los únicos que trabajan son los miembros de la familia. Cuando no está trabajando directamente una de las hermanas, está algún hijo o nieto, pero siempre hay alguien de la familia atendiendo y trabajando.
Veo una gran cantidad de fritos y me suscita la preocupación de qué se hace con ellos cuando al terminar la jornada, no se venden.
– Se los damos a los pedigüeños, y como por acá pasan tantos, pues se los damos a ellos, porque esos fritos no sirven para venderse al día siguiente. Por eso es que nunca nos ha pasado nada acá, porque ellos en agradecimiento, nos cuidan.
Los pedigueños, como les dice Edith, hacen una fila larga todos los días después de las 10 de la noche. A esa hora ya se sabe qué sobró y qué se les puede regalar. Es el manejo de responsabilidad social que, sin saberlo, Edith tiene en su negocio.
El hueco es, además, internacional, o por lo menos el famoso peto se embotella y llega hasta los Estados Unidos “y todo el que visita Valledupar, en vez llegar a su casa u hotel agarra es para acá”, asegura Edtih.
– “La única preocupación que tengo es saber quién va a seguir con el negocio porque a esta generación ya no le gusta trabajar, por lo menos no como nosotros”.
– ¿Cuándo descansa?
– “He estado toda mi vida acá, no recuerdo que haya descansado como tal, porque nosotros abrimos todos los días, de lunes a lunes, sobre todo los domingos porque nos va bien”.
Hace 20 días, Carmen Rosa Molina murió y aunque hacía meses estaba postrada en una cama con poca movilidad, todavía seguía siendo el punto de partida para los siete hijos que están vivos y que conservan el negocio. Su deceso se produjo sin una particularidad especial. Tal vez fue el cansancio de haber trabajado toda su vida que fue debilitando sus huesos y su cuerpo. Edith y Etilbia se muestran tristes y desanimadas. El Hueco duró 16 días sin abrir y deben retomar el ritmo porque de eso viven.
– ¿Cuánto le debo?
– “El Bofe es un regalo para que lo pruebe”
– Gracias, pero ¿Cuánto le debo de lo otro?
– 7.500
– Debería descansar
– “Ya tendré tiempo, apenas tengo 55 años”.
Por: Antonio Peralta Nieto
Cuando la vi, me quedé paralizado. Respiré profundo y haciendo gala de mi espontaneidad, la saludé con la esperanza de un cambio en su rostro serio e intimidante. El resultado fue instantáneo. No solo me respondió con un tono de voz más alto al que yo había utilizado para entrar en confianza, sino que me […]
Cuando la vi, me quedé paralizado. Respiré profundo y haciendo gala de mi espontaneidad, la saludé con la esperanza de un cambio en su rostro serio e intimidante. El resultado fue instantáneo. No solo me respondió con un tono de voz más alto al que yo había utilizado para entrar en confianza, sino que me regaló una leve sonrisa que logró calmar mi duda de si podía continuar con la conversación que iniciaba.
Había entrado a El Hueco, con el firme propósito de probar uno de esos manjares que lo transportan a uno a la infancia, pero que claramente, en mi caso, no había hecho su más firme propósito de convencerme a seguir comiéndolo por siempre. Recuerdo que pocas veces lo probé y tal vez, había perdido la presencia de su sabor. Ya muchos me habían convencido que era ahí donde debía probar el mejor que se hacía, por lo menos, en Valledupar.
– ¿Qué va a comer?, me pregunta Edith sin vacilación
Hice un repaso rápido de lo que había en la vitrina y solo se me ocurrió pedir lo que siempre como en estos casos, cuando quiero ir a la fija.
– Un dedito, respondí aliviado.
Un día, un camión lleno de ganado parqueó justo al lado del patio de Carmen Rosa Molina de López. Iba en reversa y de un momento a otro, excedió su recorrido y logró tumbar una parte de la tapia que cubría el patio de su casa e hizo un gran hueco. Ese patio ya se había convertido en el merendero de la Viuda Molina.
Eran los tiempo en los que los Chulavitas se tomaron estas tierras, y las de todo el país, imponiendo su ley y destrozando todo lo que en su andar se llamara o proclamara Liberal. Cuando Carmen Rosa los divisaba en la lejanía, corría a entrar la mesa, en la que encima, exhibía sus fritos. Una de sus hijas se metía debajo de la pieza de madera para levantarla con su espalda y poderla entrar rápidamente, pero en varias ocasiones, los después llamados pájaros, bajaban a la niña que estuviera sosteniendo la mesa de un manotón y la que era, caía aterrorizada.
– “Eran peor que los paracos”, dice Edith en un tono desmedido.
En ese tiempo, la zona de la calle 13 con carrera novena, era una calle de bares en donde iban los hombres a divertirse. Tiempo después, el bar El Palito, se convertiría en la casa de Carmen Rosa y ahí logró junto a su esposo, sacar adelante a sus 11 hijos. Las señoras que antiguamente trabajaban ahí, la apodaron la Viuda Molina y así se quedó por siempre.
Me senté en una de las tres únicas mesas que hay en el lugar, y desde allí, esperaba inquieto la aprobación de Edith para empezar a conversar. La gente que entraba y salía del lugar era constante y no se podía descuidar a ningún cliente. Un impulso me hizo pedir, casi a regañadientes el famoso manjar que en ese momento se vendía uno tras otros sin parar.
– Me regala un peto por favor, dije atontado.
La sensación fue la misma que mi memoria recuerda: El maíz que contiene el peto no me permite comerlo con tranquilidad, aunque el sabor me resultaba distinto, adictivo, sabroso.
Edith, es una de las hijas de Carmen Rosa y desde niña, ayudó a su mamá en el negocio de venta de peto y de fritos que siempre ha existido en su casa. Heredó su capacidad de trabajo, su disciplina en el manejo de la plata, el sabor para preparar todo lo que ahí se vende, pero sobre todo, la destreza para poder atender, recibir y entregar plata, dar órdenes, mirar que a nadie le falte nada y que estén cómodos, todo, al mismo tiempo.
El Hueco es un patio típico de las viejas casonas de Valledupar, en los que no puede faltar un palo de mango. Parte del solar, está cubierto por un techo de zinc que es sostenido por algunas vigas de madera de color negro, que se oscurecieron por el fogaje que expandía la candela.
– “El humo del fogón de leña que recibieron cuando lo teníamos”, me cuenta Edith.
Antes, fritaban a punta de leña frente a todo el mundo. Un día, uno de los clientes dio un mal paso y terminó salpicado por la manteca caliente que hervía desaforadamente y cayó casi encima del caldero de los fritos. Edith y el resto de la familia, lo levantaron de inmediato, y afortunadamente la cosa no pasó a mayores. A raíz de ese impasse, decidieron modificar el lugar y construir una cocina con fogones de gas.
Solo hay tres mesones grandes para sentarse a comer, uno en los que perfectamente caben 10 personas máximo y, 8 en cada uno de los otros dos. El que llega se sienta donde haya puesto, nadie mira con quién le va a tocar en la mesa, porque acá todo el mundo come con todo el mundo, sin ningún tipo de diferencia.
– “¿Que comió?”, le pregunta Edith a uno de los clientes que acaba de acercarse a pagar la cuenta.
El cliente le hace un recuento de lo que pidió junto a su familia, e inmediatamente y sin dudar, Edith le responde: “once mil pesos”, mientras yo intentaba sacar la cuenta en mi cabeza al mismo tiempo, pero sin éxito alguno.
Entonces después de un rato dije: sí, once mil pesos y Edith, con su mirada, me da a entender que no serviría, por lo menos, para cobrar en su negocio.
El Hueco abre todos los días a las 6:00 de la mañana y cierra a las 11:00 de la noche. La jornada empieza a las 4:00 de la madrugada y contrario a lo que se pueda pensar, lo primero que hace Edith con sus hermanas, es prepararse un tinto para aguantar la jornada. Preparan el desayuno de todos, que pueden ser unas arepas asadas, unas tajadas o guineos con queso, de todo, menos un frito.
– “A uno ya no le provoca”, me dice Edith
Aquí se hacen 5 tipos de masas para los diferentes fritos que ascienden en su totalidad a 200 diarios en época de vacas flacas y más de 300 para los días de Festival Vallenato y para Festividades Navideñas. Se hacen 10 bolsas diarias de harina de trigo, más los otros tipos de masa para hacer las caribañolas, los patacones rellenos, las arepas asadas y el resto de fritos con lo que se deleitan los comensales.
Adicionalmente, se deben preparar los guisos; salsas de suero con verduras, un picadillo de vinagre criollo con cebolla y cebollín y picante natural, el jugo de corozo, avena y chicha de maíz. Se debe dejar listo el chicharrón, mondongo, la gallina, pajarilla, el bofe, chinchurria y la carne, muchas de éstas para el almuerzo, pero de consumo hasta altas horas de la noche.
– Me dijeron que este lugar era conocido sobre todo por el peto.
– “Sí, acá se venden los mejores petos de la ciudad porque es puro”.
– ¿Puro?
– “Se hace con leche pura, puro maíz y esto no se chimbea con nada”, me explicó Edith.
Había olvidado que mi misión era descubrir ese manjar, al que la mayoría de vallenatos rinde pleitesía diariamente en El Hueco. La encargada de elaborarlo es Etilbia, una mujer de piel morena, acentuadas canas y de movimientos lentos y precisos, que me causó mucha curiosidad.
“Tengo 66 años, la edad del diablo”, me dijo mientras me miraba fijamente.
– ¿Cuénteme como hace el peto?, le pregunté apresurado, tratando de disimular el temor que me despertó su declaración de años vividos y su relación con el diablo.
Etilbia lleva haciendo el peto desde que nació,
“porque nací y crecí aquí en el huacal”, afirma. Para hacer un buen peto hay que dejar más o menos 2 kilos de maíz en remojo desde la noche anterior. Cuando amanece, el agua se le saca y se le echa una nueva. Ahí va hirviendo hasta que va quedando espesito y se va calculando la cantidad para medir el momento justo donde se le empieza a echar la leche, el azúcar, la canela y un toque de sal y, si se quiere, un toquecito de vainilla, para que quede más sabroso.
Tan simple me lo relató, que entendí de inmediato que no era tan simple como me lo expresaba. Tocaba sentarme a su lado, meter mano, cargar el maíz, estar pendiente de los tiempos de cocción, agregar los ingredientes en las cantidades exactas, que solo calcula Etilbia con las manos, y finalmente menearlo para darle consistencia. Pero Etilbia solo iría hasta ahí, porque no se podía revelar el secreto del mejor peto de Valledupar.
Etilbia es además, la encargada de hacer los almuerzos, hace hayacas, pasteles y todo, por lo que pude constatar, está a la altura del sabor criollo de la cocina vallenata.
Me voy rápidamente hacía donde Edith y me siento a su lado. El calor es intenso y trato de mostrarme cómodo aun cuando el ajetreo es frecuente.
– ¿Mi reina cómo estás? Le dice a una cliente que se muestra muy elegante y distinguida
– Bien, gracias ¿tienes bofe?
– Claro que sí, ¿cuántos te doy?
– Regálame uno con yuca para comer acá.
El Bofe, es otro de los manjares gastronómicos del lugar. El día anterior se relaja y se ‘guinda’ al sol. Queda tan tostado, que solo se debe fritar durante15 segundos para que no se queme. Comerlo es otra de las gratas experiencias.
Miro detenidamente a Edith y la veo como una diosa egipcia, siempre está sentada con su mirada fija y atenta, sus brazos extendidos y apoyado en el mesón como si le pesaran.
– ¿Por qué siempre está en la misma posición?
– “Porque debo estar pendiente de la gaveta”
Y no le quita sus manos, aun cuando en el negocio los únicos que trabajan son los miembros de la familia. Cuando no está trabajando directamente una de las hermanas, está algún hijo o nieto, pero siempre hay alguien de la familia atendiendo y trabajando.
Veo una gran cantidad de fritos y me suscita la preocupación de qué se hace con ellos cuando al terminar la jornada, no se venden.
– Se los damos a los pedigüeños, y como por acá pasan tantos, pues se los damos a ellos, porque esos fritos no sirven para venderse al día siguiente. Por eso es que nunca nos ha pasado nada acá, porque ellos en agradecimiento, nos cuidan.
Los pedigueños, como les dice Edith, hacen una fila larga todos los días después de las 10 de la noche. A esa hora ya se sabe qué sobró y qué se les puede regalar. Es el manejo de responsabilidad social que, sin saberlo, Edith tiene en su negocio.
El hueco es, además, internacional, o por lo menos el famoso peto se embotella y llega hasta los Estados Unidos “y todo el que visita Valledupar, en vez llegar a su casa u hotel agarra es para acá”, asegura Edtih.
– “La única preocupación que tengo es saber quién va a seguir con el negocio porque a esta generación ya no le gusta trabajar, por lo menos no como nosotros”.
– ¿Cuándo descansa?
– “He estado toda mi vida acá, no recuerdo que haya descansado como tal, porque nosotros abrimos todos los días, de lunes a lunes, sobre todo los domingos porque nos va bien”.
Hace 20 días, Carmen Rosa Molina murió y aunque hacía meses estaba postrada en una cama con poca movilidad, todavía seguía siendo el punto de partida para los siete hijos que están vivos y que conservan el negocio. Su deceso se produjo sin una particularidad especial. Tal vez fue el cansancio de haber trabajado toda su vida que fue debilitando sus huesos y su cuerpo. Edith y Etilbia se muestran tristes y desanimadas. El Hueco duró 16 días sin abrir y deben retomar el ritmo porque de eso viven.
– ¿Cuánto le debo?
– “El Bofe es un regalo para que lo pruebe”
– Gracias, pero ¿Cuánto le debo de lo otro?
– 7.500
– Debería descansar
– “Ya tendré tiempo, apenas tengo 55 años”.
Por: Antonio Peralta Nieto