Sigue siendo un tema vigente hablar de ciudadanía y de los mecanismos para activarla, más allá de ser un integrante reconocido por el Estado, pero pocas veces se habla de una ciudadanía celestial. Sería interesante contestarnos internamente las preguntas ¿Hasta dónde estamos comprometidos con nuestra ciudadanía en la tierra? ¿Me siento un ciudadano del cielo […]
Sigue siendo un tema vigente hablar de ciudadanía y de los mecanismos para activarla, más allá de ser un integrante reconocido por el Estado, pero pocas veces se habla de una ciudadanía celestial. Sería interesante contestarnos internamente las preguntas ¿Hasta dónde estamos comprometidos con nuestra ciudadanía en la tierra? ¿Me siento un ciudadano del cielo ?
Para ser un ciudadano, a pesar de que al hacernos la pregunta si lo somos o no, cualquiera respondería que sí lo es pues vive en una ciudad y como tal en una Nación. No obstante, las grandes preguntas que nos deben hacer saltar hacia ese territorio poco explorado por nuestro entendimiento y nuestra espiritualidad serían: ¿Honestamente, hoy soy un ciudadano del cielo? ¿Me comporto como un ciudadano del cielo? ¿Cuáles son los requisitos para ser un ciudadano del cielo? ¿Cuáles son mis deberes y derechos como ciudadano del cielo? Preguntas que jamás podrán ser contestadas sino a la luz de la palabra de Dios, como único punto de referencia, pues nuestra moral cristiana no es el producto de una convención o acuerdo de hombres, sino de un mandato divino, desde un diseño que Dios ha elaborado para nosotros.
Para hablar de ciudadano del cielo, es necesario remitirme a Filipenses 1:27 “Sobre todo, deben vivir como ciudadanos del cielo, comportándose de un modo digno de la Buena Noticia acerca de Cristo. Entonces, sea que vuelva a verlos o solamente tenga noticias de ustedes, sabré que están firmes y unidos en un mismo espíritu y propósito, luchando juntos por la fe, es decir la Buena Noticia.”
No podría ser un ciudadano del cielo, sino entendiera lo que significa ser un ciudadano. Empecé a investigar sobre el tema para obedecer ese mandato bíblico. En la cita de Filipenses noté en el uso de la expresión verbal en presente “deben vivir”, que la orden no se estaba aplazando hasta mi llegada al cielo; entiendo, por los términos de referencia de Pablo hacia la iglesia de Filipo que el mandato plenamente está para ser ejecutado en la tierra. Aquí, en esta vida, en el lugar donde Dios nos puso al lado de la familia, de nuestros vecinos, compañeros de trabajo, estudio, de nuestros pastores y hermanos en la fe, con quienes debemos vivir como ciudadanos del cielo.
Cuando se pretende hablar de ciudadanía como elemento esencial para entender un sistema de valores basados en deberes y derechos, muchas veces nos remitimos al concepto de ciudadano, pero solemos confundirlo con el de habitante.
Ciudadano y habitante mantienen una relación cercana sin que por ello se crea que tienen el mismo significado. Ser ciudadano implica una participación activa de los procesos sociales, políticos, económicos, morales de un Estado, basados en el respeto y la tolerancia hacia ellos, distinto a ser un habitante, que implica el mero existir en un lugar, y aunque conozca o no sus deberes y derechos, no los practica, porque no ha desarrollado plena conciencia de su valor dentro de una sociedad, puesto que sus valores y principios son débiles, lo que le dificulta participar activamente en la estructuración de acuerdos y convenios.
Podría definirse a un ciudadano como una persona organizada que ocupa un espacio social y culturalmente conformado por un pueblo o Nación; un ciudadano conoce sus derechos y sus deberes, sabe a dónde pertenece y tiene un concepto claro de su origen; esto le permite participar activamente de su rol para buscar su bienestar y el de su comunidad. Según Hobbes “ser ciudadano equivale a ser súbdito y obediente del soberano.” Es decir, esta concepción moderna establece una serie de controles para adquirir el status de ciudadano que supere el de habitante.
Llevándolo al ámbito de la vida cristiana, podemos llevar décadas en una iglesia, podemos también haber cambiado muchas veces de congregación, ser expertos en el conocimiento de la palabra, haber cursado muchos estudios teológicos, pero si aún no superamos las viejas conductas que nos mantienen atados a una vida pasada y que nos limitan renacer completamente, entonces somos un simple habitante o integrante de la congregación, porque el desconocimiento de Cristo impide obtener la ciudadanía en el cielo.
Sigue siendo un tema vigente hablar de ciudadanía y de los mecanismos para activarla, más allá de ser un integrante reconocido por el Estado, pero pocas veces se habla de una ciudadanía celestial. Sería interesante contestarnos internamente las preguntas ¿Hasta dónde estamos comprometidos con nuestra ciudadanía en la tierra? ¿Me siento un ciudadano del cielo […]
Sigue siendo un tema vigente hablar de ciudadanía y de los mecanismos para activarla, más allá de ser un integrante reconocido por el Estado, pero pocas veces se habla de una ciudadanía celestial. Sería interesante contestarnos internamente las preguntas ¿Hasta dónde estamos comprometidos con nuestra ciudadanía en la tierra? ¿Me siento un ciudadano del cielo ?
Para ser un ciudadano, a pesar de que al hacernos la pregunta si lo somos o no, cualquiera respondería que sí lo es pues vive en una ciudad y como tal en una Nación. No obstante, las grandes preguntas que nos deben hacer saltar hacia ese territorio poco explorado por nuestro entendimiento y nuestra espiritualidad serían: ¿Honestamente, hoy soy un ciudadano del cielo? ¿Me comporto como un ciudadano del cielo? ¿Cuáles son los requisitos para ser un ciudadano del cielo? ¿Cuáles son mis deberes y derechos como ciudadano del cielo? Preguntas que jamás podrán ser contestadas sino a la luz de la palabra de Dios, como único punto de referencia, pues nuestra moral cristiana no es el producto de una convención o acuerdo de hombres, sino de un mandato divino, desde un diseño que Dios ha elaborado para nosotros.
Para hablar de ciudadano del cielo, es necesario remitirme a Filipenses 1:27 “Sobre todo, deben vivir como ciudadanos del cielo, comportándose de un modo digno de la Buena Noticia acerca de Cristo. Entonces, sea que vuelva a verlos o solamente tenga noticias de ustedes, sabré que están firmes y unidos en un mismo espíritu y propósito, luchando juntos por la fe, es decir la Buena Noticia.”
No podría ser un ciudadano del cielo, sino entendiera lo que significa ser un ciudadano. Empecé a investigar sobre el tema para obedecer ese mandato bíblico. En la cita de Filipenses noté en el uso de la expresión verbal en presente “deben vivir”, que la orden no se estaba aplazando hasta mi llegada al cielo; entiendo, por los términos de referencia de Pablo hacia la iglesia de Filipo que el mandato plenamente está para ser ejecutado en la tierra. Aquí, en esta vida, en el lugar donde Dios nos puso al lado de la familia, de nuestros vecinos, compañeros de trabajo, estudio, de nuestros pastores y hermanos en la fe, con quienes debemos vivir como ciudadanos del cielo.
Cuando se pretende hablar de ciudadanía como elemento esencial para entender un sistema de valores basados en deberes y derechos, muchas veces nos remitimos al concepto de ciudadano, pero solemos confundirlo con el de habitante.
Ciudadano y habitante mantienen una relación cercana sin que por ello se crea que tienen el mismo significado. Ser ciudadano implica una participación activa de los procesos sociales, políticos, económicos, morales de un Estado, basados en el respeto y la tolerancia hacia ellos, distinto a ser un habitante, que implica el mero existir en un lugar, y aunque conozca o no sus deberes y derechos, no los practica, porque no ha desarrollado plena conciencia de su valor dentro de una sociedad, puesto que sus valores y principios son débiles, lo que le dificulta participar activamente en la estructuración de acuerdos y convenios.
Podría definirse a un ciudadano como una persona organizada que ocupa un espacio social y culturalmente conformado por un pueblo o Nación; un ciudadano conoce sus derechos y sus deberes, sabe a dónde pertenece y tiene un concepto claro de su origen; esto le permite participar activamente de su rol para buscar su bienestar y el de su comunidad. Según Hobbes “ser ciudadano equivale a ser súbdito y obediente del soberano.” Es decir, esta concepción moderna establece una serie de controles para adquirir el status de ciudadano que supere el de habitante.
Llevándolo al ámbito de la vida cristiana, podemos llevar décadas en una iglesia, podemos también haber cambiado muchas veces de congregación, ser expertos en el conocimiento de la palabra, haber cursado muchos estudios teológicos, pero si aún no superamos las viejas conductas que nos mantienen atados a una vida pasada y que nos limitan renacer completamente, entonces somos un simple habitante o integrante de la congregación, porque el desconocimiento de Cristo impide obtener la ciudadanía en el cielo.