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Columnista - 1 noviembre, 2015

Brujitas enguayabadas

Mercancía navideña en las vitrinas de los almacenes fueron los cuadros de la galería urbana sobre la que en la noche de ayer, con el pretexto de los dulces y los disfraces, se pasearon adultos y niños que salieron a disfrutar de la recolección, de la rumba de brujas. Porque lo que antes fue una […]

Mercancía navideña en las vitrinas de los almacenes fueron los cuadros de la galería urbana sobre la que en la noche de ayer, con el pretexto de los dulces y los disfraces, se pasearon adultos y niños que salieron a disfrutar de la recolección, de la rumba de brujas. Porque lo que antes fue una fecha exclusiva para infantes con ansias de una sobredosis de azúcar, poco a poco se ha convertido en la mejor noche para celebrar a lo grande, gracias a la cultura cinematográfica y – hay que reconocerlo- al comercio, que magnifica cualquier acción cultural para sacarle unos pesitos a cristianos aburridos.

Para algunos este día representa una versión anglosajona y compacta de los carnavales; sin embargo va más allá. Los carnavales son tamboras y flautas. Halloween es beats y electrónica. Los carnavales son calor y luz. Halloween es lobreguez, es la opción del mundo congelado al tedio de los días, es la posibilidad de transformarse y ser otro durante una noche, sin ningún tipo de restricciones. El carnaval es pura mamadera de gallo. Halloween es la ironía de lo macabro, es gozar en la oscuridad, es hacerle un guiño al diablo mientras se rumbea uno a una muerte nalgona, y se sienta a la mesa con celebridades exánimes, come con ellas, las oye conversar.

Para algunos es una noche satánica que representa el aquelarre mayor, una fiesta pagana que debería dejar de celebrarse porque proviene de matanza de niños, de conjuros malditos.

Pero hoy no es así, y así como celebramos el día de los inocentes con bromitas estúpidas hasta en los noticieros, así mismo, este día se ha sublimado hasta convertirse en una fiesta que lo último que pretende es hacer evocaciones malignas. Al contrario, se burla de lo tenebroso al brindar la posibilidad de ser vampiro por una noche, de ser Santos, Maduro o el Tïo Sam cantando Tricky tricky. Es poder confundirse con niños trasnochados al acecho, mientras una luna de caramelo alumbra maquillajes y pelucas, desempolvadas para la ocasión.

Es ser joven y viejo, es estar vivo y muerto, cambiar de sexo, ser un vegetal, ser una canasta de cerveza o un bebé en pañales gozando con un biberón gigante de aguardiente con coco, mientras los gatos negros se camuflan entre las sombras que proyectan ramas secas sobre los techos, con música de fondo. En la noche de las brujas lo surreal se vuelve recurrente.

Vas por la calle y de repente se aproxima un combo de superhéroes miniatura; puedes ver a Gokú y a Cenicienta, compartiendo sobre una acera su botín (una calabaza de golosinas). Incluso la brisa de lluvia se disfraza de veraniega, y en el cerebro se crea un mix con los olores de los perfumes, el alcohol, los dulces y el sudor de todos los que estuvieron toda la mañana y toda la tarde, preparando sus atuendos para salir a gozar de la negrura.

Al amanecer del día siguiente la magia desaparece. Automotores roncos surcan el pavimento y se pierden hacia trabajos inciertos, a pesar de ser domingo. La realidad se convierte en una pesadilla cómica con visos de tristeza, una postal amarillenta donde se zambullen expectativas de adultos y niños, que encontraron en la noche de ayer una oportunidad para trastocar la realidad. Las calles están llenas de brujitas enguayabadas, se puede sentir en el ambiente matinal el tufo azucarado de su aliento, se pueden ver deprimidas y trajinadas, cuando salen a la tienda a buscar acetaminofén y Gatorade, para sobrellevar los estragos por las celebraciones de anoche.

Columnista
1 noviembre, 2015

Brujitas enguayabadas

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jarol Ferreira

Mercancía navideña en las vitrinas de los almacenes fueron los cuadros de la galería urbana sobre la que en la noche de ayer, con el pretexto de los dulces y los disfraces, se pasearon adultos y niños que salieron a disfrutar de la recolección, de la rumba de brujas. Porque lo que antes fue una […]


Mercancía navideña en las vitrinas de los almacenes fueron los cuadros de la galería urbana sobre la que en la noche de ayer, con el pretexto de los dulces y los disfraces, se pasearon adultos y niños que salieron a disfrutar de la recolección, de la rumba de brujas. Porque lo que antes fue una fecha exclusiva para infantes con ansias de una sobredosis de azúcar, poco a poco se ha convertido en la mejor noche para celebrar a lo grande, gracias a la cultura cinematográfica y – hay que reconocerlo- al comercio, que magnifica cualquier acción cultural para sacarle unos pesitos a cristianos aburridos.

Para algunos este día representa una versión anglosajona y compacta de los carnavales; sin embargo va más allá. Los carnavales son tamboras y flautas. Halloween es beats y electrónica. Los carnavales son calor y luz. Halloween es lobreguez, es la opción del mundo congelado al tedio de los días, es la posibilidad de transformarse y ser otro durante una noche, sin ningún tipo de restricciones. El carnaval es pura mamadera de gallo. Halloween es la ironía de lo macabro, es gozar en la oscuridad, es hacerle un guiño al diablo mientras se rumbea uno a una muerte nalgona, y se sienta a la mesa con celebridades exánimes, come con ellas, las oye conversar.

Para algunos es una noche satánica que representa el aquelarre mayor, una fiesta pagana que debería dejar de celebrarse porque proviene de matanza de niños, de conjuros malditos.

Pero hoy no es así, y así como celebramos el día de los inocentes con bromitas estúpidas hasta en los noticieros, así mismo, este día se ha sublimado hasta convertirse en una fiesta que lo último que pretende es hacer evocaciones malignas. Al contrario, se burla de lo tenebroso al brindar la posibilidad de ser vampiro por una noche, de ser Santos, Maduro o el Tïo Sam cantando Tricky tricky. Es poder confundirse con niños trasnochados al acecho, mientras una luna de caramelo alumbra maquillajes y pelucas, desempolvadas para la ocasión.

Es ser joven y viejo, es estar vivo y muerto, cambiar de sexo, ser un vegetal, ser una canasta de cerveza o un bebé en pañales gozando con un biberón gigante de aguardiente con coco, mientras los gatos negros se camuflan entre las sombras que proyectan ramas secas sobre los techos, con música de fondo. En la noche de las brujas lo surreal se vuelve recurrente.

Vas por la calle y de repente se aproxima un combo de superhéroes miniatura; puedes ver a Gokú y a Cenicienta, compartiendo sobre una acera su botín (una calabaza de golosinas). Incluso la brisa de lluvia se disfraza de veraniega, y en el cerebro se crea un mix con los olores de los perfumes, el alcohol, los dulces y el sudor de todos los que estuvieron toda la mañana y toda la tarde, preparando sus atuendos para salir a gozar de la negrura.

Al amanecer del día siguiente la magia desaparece. Automotores roncos surcan el pavimento y se pierden hacia trabajos inciertos, a pesar de ser domingo. La realidad se convierte en una pesadilla cómica con visos de tristeza, una postal amarillenta donde se zambullen expectativas de adultos y niños, que encontraron en la noche de ayer una oportunidad para trastocar la realidad. Las calles están llenas de brujitas enguayabadas, se puede sentir en el ambiente matinal el tufo azucarado de su aliento, se pueden ver deprimidas y trajinadas, cuando salen a la tienda a buscar acetaminofén y Gatorade, para sobrellevar los estragos por las celebraciones de anoche.