Invitamos a el ex Alcalde de Montería Marcos Daniel Pineda García a que nos relatara los los hechos ocurridos en Boston el pasado lunes 15 de abril.
Por: Marcos Daniel Pineda. Ex Alcalde de Montería.
Haré el intento de describir en unos cuantos renglones los minutos más aterradores que me ha tocado vivir.
Tan solo un mes atrás, ante la masiva campaña publicitaria, había advertido la importancia de la Maratón de Boston, la competencia de este tipo más antigua del planeta que ese día llegaba a su versión 117, un certamen que, sin duda, y como buen amante del deporte, no me podía perder.
Era un día soleado con una temperatura agradable que hace mucho tiempo no tenía Boston, anunciaba la llegada de la primavera. El sol brillaba a las 10 a. m., hora de inicio de la Maratón de 42 km. donde participaron 27 mil atletas de todo el mundo. El punto de partida era el vecino pueblo de Hopkinton y la línea final se encontraba como todos los años en la calle Boylston, a la altura de la Biblioteca Pública, en pleno Corazón de la Ciudad. Un momento en el que nadie podría imaginarse lo que pasaría horas después.
Llegué muy temprano, con mi esposa, mi suegra y mi hija Emmanuela de 5 años, a quien días atrás le expliqué en detalle lo que es una maratón, animándola a presenciar y disfrutar de la competencia, respondiendo a todas sus preguntas, típicas de una niña en la edad del ¿por qué?
Acompañados por un par de buenos amigos, desayunamos en un restaurante llamado Max Brenner, muy cerca de la línea de meta donde esperamos la llegada de los primeros corredores. Nos ubicamos justo al frente del restaurante desde donde vimos pasar a la keniana ganadora en la categoría de mujeres y al etíope ganador en la de hombres. En el andén permanecíamos apostados junto a miles de personas que con ilusión esperaban a familiares y amigos que participaban en la carrera.
Recuerdo especialmente a una familia que esperaba a su hija, y que nos contó que el novio le iba a proponer matrimonio en la meta una vez ella llegara. También recuerdo a muchos niños que esperaban a sus padres con pancartas hechas por ellos mismos en las que se podía leer GO DADDY! (¡VAMOS PAPÁ!).
Cuando pasaron los primeros corredores, nos trasladamos unos metros más adelante donde encontramos un mejor espacio, justo a pocos pasos de la línea final y que nos permitía ver llegar el mayor número de atletas. Allí estuvimos de pie dos horas, pegados a la barrera. No puedo olvidar el orgullo que nos invadió cuando pasaron dos colombianos portando nuestra bandera.
Casi a las tres de la tarde, cuando ya la carrera estaba terminando, nos propusimos regresar a casa, tomé de la mano a Emmanuela, abracé a Natalia, mi esposa, y comenzamos a caminar. Cinco segundos más tarde sentimos un fuerte estallido frente a nosotros, nuestras piernas temblaron producto de la onda expansiva, e inmediatamente vimos una nube gigante de humo gris subiendo cargado de objetos voladores.
Mi primer impulso fue cargar a mi hija en brazos, y todos nos miramos con confusión sin imaginarnos que se tratara de una bomba, creímos que la explosión había sido causada por alguna falla eléctrica. Al dar media vuelta buscando alejarnos del lugar del estallido, volvimos a sentir un fuerte estruendo, era la segunda bomba, con la cual llegó el pánico y fue entonces cuando el caos se apoderó de la calle.
La gente corría gritando y llorando. Mi esposa, como la mayoría de los presentes, fue presa de un ataque de nervios. Las calles se volvieron ríos humanos en medio de policías y ambulancias; algunas personas heridas en el suelo; impotente y muy nervioso, preocupado por la vida de mi familia, corrí con ellas y mis amigos por casi cuatro cuadras hasta que pudimos llegar a una calle amplia donde no había tanta multitud.
La confusión, la incertidumbre y el miedo son indescriptibles. No podíamos creer lo que pasaba, y aun sin respuestas nos negábamos a creer que fuera un ataque terrorista. Sin embargo, a medida que caminábamos y nos alejábamos del lugar de los hechos se iba haciendo claro que las explosiones no habían sido accidentes, como en un principio creímos.
Luego de varias horas de pánico, de caminar y esperar para poder atravesar ciertas vías llegamos a nuestro apartamento, nadie hablaba, nos costaba creer lo que había pasado. Nuestra primera reacción fue darle gracias a Dios muchas veces porque estábamos bien, sanos, salvos y juntos.
Encendimos la televisión y comenzó a materializarse lo que temíamos, la primera bomba fue puesta a tres locales de donde estábamos en ese momento, la segunda justo al lado del restaurante donde estuvimos desayunando y donde permanecimos la primera parte de la carrera.
En ese momento nos dimos cuenta de cuán frágil es la vida y de lo maravilloso que fue Dios con nosotros. Otros que estaban cerca no corrieron con nuestra misma suerte. Me pregunto si a la novia le alcanzaron hacer la propuesta, y no dejo de pensar en el niño de 8 años que murió esperando a un familiar en la meta.
Hoy mi hija me pregunta ¿qué paso? y ¿por qué paso?, preguntas que nos hacemos muchos y a la que todavía no le tenemos respuesta. Hoy solo sé que el 15 de abril de 2013, el terror literalmente nos rodeó, pero al mismo tiempo la vida nos sonrió y nos permitió salir juntos de una aterradora experiencia que espero nadie tenga que repetir.
Invitamos a el ex Alcalde de Montería Marcos Daniel Pineda García a que nos relatara los los hechos ocurridos en Boston el pasado lunes 15 de abril.
Por: Marcos Daniel Pineda. Ex Alcalde de Montería.
Haré el intento de describir en unos cuantos renglones los minutos más aterradores que me ha tocado vivir.
Tan solo un mes atrás, ante la masiva campaña publicitaria, había advertido la importancia de la Maratón de Boston, la competencia de este tipo más antigua del planeta que ese día llegaba a su versión 117, un certamen que, sin duda, y como buen amante del deporte, no me podía perder.
Era un día soleado con una temperatura agradable que hace mucho tiempo no tenía Boston, anunciaba la llegada de la primavera. El sol brillaba a las 10 a. m., hora de inicio de la Maratón de 42 km. donde participaron 27 mil atletas de todo el mundo. El punto de partida era el vecino pueblo de Hopkinton y la línea final se encontraba como todos los años en la calle Boylston, a la altura de la Biblioteca Pública, en pleno Corazón de la Ciudad. Un momento en el que nadie podría imaginarse lo que pasaría horas después.
Llegué muy temprano, con mi esposa, mi suegra y mi hija Emmanuela de 5 años, a quien días atrás le expliqué en detalle lo que es una maratón, animándola a presenciar y disfrutar de la competencia, respondiendo a todas sus preguntas, típicas de una niña en la edad del ¿por qué?
Acompañados por un par de buenos amigos, desayunamos en un restaurante llamado Max Brenner, muy cerca de la línea de meta donde esperamos la llegada de los primeros corredores. Nos ubicamos justo al frente del restaurante desde donde vimos pasar a la keniana ganadora en la categoría de mujeres y al etíope ganador en la de hombres. En el andén permanecíamos apostados junto a miles de personas que con ilusión esperaban a familiares y amigos que participaban en la carrera.
Recuerdo especialmente a una familia que esperaba a su hija, y que nos contó que el novio le iba a proponer matrimonio en la meta una vez ella llegara. También recuerdo a muchos niños que esperaban a sus padres con pancartas hechas por ellos mismos en las que se podía leer GO DADDY! (¡VAMOS PAPÁ!).
Cuando pasaron los primeros corredores, nos trasladamos unos metros más adelante donde encontramos un mejor espacio, justo a pocos pasos de la línea final y que nos permitía ver llegar el mayor número de atletas. Allí estuvimos de pie dos horas, pegados a la barrera. No puedo olvidar el orgullo que nos invadió cuando pasaron dos colombianos portando nuestra bandera.
Casi a las tres de la tarde, cuando ya la carrera estaba terminando, nos propusimos regresar a casa, tomé de la mano a Emmanuela, abracé a Natalia, mi esposa, y comenzamos a caminar. Cinco segundos más tarde sentimos un fuerte estallido frente a nosotros, nuestras piernas temblaron producto de la onda expansiva, e inmediatamente vimos una nube gigante de humo gris subiendo cargado de objetos voladores.
Mi primer impulso fue cargar a mi hija en brazos, y todos nos miramos con confusión sin imaginarnos que se tratara de una bomba, creímos que la explosión había sido causada por alguna falla eléctrica. Al dar media vuelta buscando alejarnos del lugar del estallido, volvimos a sentir un fuerte estruendo, era la segunda bomba, con la cual llegó el pánico y fue entonces cuando el caos se apoderó de la calle.
La gente corría gritando y llorando. Mi esposa, como la mayoría de los presentes, fue presa de un ataque de nervios. Las calles se volvieron ríos humanos en medio de policías y ambulancias; algunas personas heridas en el suelo; impotente y muy nervioso, preocupado por la vida de mi familia, corrí con ellas y mis amigos por casi cuatro cuadras hasta que pudimos llegar a una calle amplia donde no había tanta multitud.
La confusión, la incertidumbre y el miedo son indescriptibles. No podíamos creer lo que pasaba, y aun sin respuestas nos negábamos a creer que fuera un ataque terrorista. Sin embargo, a medida que caminábamos y nos alejábamos del lugar de los hechos se iba haciendo claro que las explosiones no habían sido accidentes, como en un principio creímos.
Luego de varias horas de pánico, de caminar y esperar para poder atravesar ciertas vías llegamos a nuestro apartamento, nadie hablaba, nos costaba creer lo que había pasado. Nuestra primera reacción fue darle gracias a Dios muchas veces porque estábamos bien, sanos, salvos y juntos.
Encendimos la televisión y comenzó a materializarse lo que temíamos, la primera bomba fue puesta a tres locales de donde estábamos en ese momento, la segunda justo al lado del restaurante donde estuvimos desayunando y donde permanecimos la primera parte de la carrera.
En ese momento nos dimos cuenta de cuán frágil es la vida y de lo maravilloso que fue Dios con nosotros. Otros que estaban cerca no corrieron con nuestra misma suerte. Me pregunto si a la novia le alcanzaron hacer la propuesta, y no dejo de pensar en el niño de 8 años que murió esperando a un familiar en la meta.
Hoy mi hija me pregunta ¿qué paso? y ¿por qué paso?, preguntas que nos hacemos muchos y a la que todavía no le tenemos respuesta. Hoy solo sé que el 15 de abril de 2013, el terror literalmente nos rodeó, pero al mismo tiempo la vida nos sonrió y nos permitió salir juntos de una aterradora experiencia que espero nadie tenga que repetir.