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Columnista - 12 marzo, 2018

Amor en ficción

Muchas veces hay que perder el equilibrio para que la vida sea equilibrada, parece una jerigonza, pero no lo es, porque mantener los días, los meses, los años en un balance milimétrico es crear una autopista segura a la inercia, a la quietud abúlica de la existencia sin sentido. Cuando andamos por la vida en […]

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Muchas veces hay que perder el equilibrio para que la vida sea equilibrada, parece una jerigonza, pero no lo es, porque mantener los días, los meses, los años en un balance milimétrico es crear una autopista segura a la inercia, a la quietud abúlica de la existencia sin sentido.

Cuando andamos por la vida en la búsqueda de un algo que no sabemos qué es, pero que es necesario vivirlo antes de morir, miramos a todos lados, esculcamos almas y rincones oscuros, escudriñamos sonrisas y miradas brillantes, atesoramos palabras, vemos manos, figuras, pelos, músculos, imaginamos sexo, olemos sudores, respiros, alientos, medimos pisadas, zancadas, derrotamos silencios o los asimilamos, vemos gestos y al final no hay la conjunción de todos esos elementos para decir: lo encontré.
Parece imposible que se piense en un ser que se acomode a lo que simplemente queremos y es en el asombro de esa imposibilidad cuando nos damos cuenta de que la búsqueda estaba errada, que no encontraríamos nada ni en gestos, ni en miradas ni en risas bronca; el encuentro, que no la búsqueda, debía darse en la inteligencia, en hablar el mismo idioma, en coincidir en algo, en tener gustos parecidos, en un no saber qué es, sólo que eso no admite búsqueda, llega en el tiempo y en el lugar menos esperado.

Cuando encontré el equilibrio fue como cuando alguien se enamora, enamoramiento como atracción en todos los sentidos: se vibra, se descubre, se encuentra el asombro en las coincidencias, surgen los detalles, lo que a ti te gusta, lo que a mí también. Lo que detestas y lo que yo también, es un período en que se dice: se equilibró esa partecita de mí, o esa parte grande que necesitaba de la comprensión y que quería dar comprensión.

El equilibrio: ahí está lo que buscábamos, confiamos en él, pedimos pequeñeces, no importa el abismo de los años, somos de espíritus jóvenes y libres, sólo para reír, pensar, escribir, hablar, amar animalitos, nubes y naturaleza, huir muchas veces de la multitud, y decir “que bueno que estás”, pensé que iba a irme de este mundo sin conocer a un humano que compartiera conmigo lo que poco a poco y sin proponérmelo he ido acumulando en mi mente y en mis experiencias de vida de búsqueda errada, pero vida vivida con intensidad, al fin y al cabo.
Cuando se llega a este punto hay dos pensamientos que nos atormentan o nos tranquilizan: la confianza en el otro, él sabe que no queremos ofender ni ser ofendidos, sino sublimizar cada día nuestra condición telúrica, echarla a volar cuando hablamos, sin pensar en que eres él y yo soy ella, somos dos, sin importar el sexo ni el tiempo, hay confianza absoluta, pero lo absoluto también flaquea en algún momento y cuando hay silencio en una de las partes, silencio incomprensible, y comienza el “¿qué hice?”, desechar la duda y ser consciente de que el otro tiene derecho de estar en su propio mundo. Callar uno también es lo más sabio.

(Del Diario de María Olvido)

Columnista
12 marzo, 2018

Amor en ficción

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

Muchas veces hay que perder el equilibrio para que la vida sea equilibrada, parece una jerigonza, pero no lo es, porque mantener los días, los meses, los años en un balance milimétrico es crear una autopista segura a la inercia, a la quietud abúlica de la existencia sin sentido. Cuando andamos por la vida en […]


Muchas veces hay que perder el equilibrio para que la vida sea equilibrada, parece una jerigonza, pero no lo es, porque mantener los días, los meses, los años en un balance milimétrico es crear una autopista segura a la inercia, a la quietud abúlica de la existencia sin sentido.

Cuando andamos por la vida en la búsqueda de un algo que no sabemos qué es, pero que es necesario vivirlo antes de morir, miramos a todos lados, esculcamos almas y rincones oscuros, escudriñamos sonrisas y miradas brillantes, atesoramos palabras, vemos manos, figuras, pelos, músculos, imaginamos sexo, olemos sudores, respiros, alientos, medimos pisadas, zancadas, derrotamos silencios o los asimilamos, vemos gestos y al final no hay la conjunción de todos esos elementos para decir: lo encontré.
Parece imposible que se piense en un ser que se acomode a lo que simplemente queremos y es en el asombro de esa imposibilidad cuando nos damos cuenta de que la búsqueda estaba errada, que no encontraríamos nada ni en gestos, ni en miradas ni en risas bronca; el encuentro, que no la búsqueda, debía darse en la inteligencia, en hablar el mismo idioma, en coincidir en algo, en tener gustos parecidos, en un no saber qué es, sólo que eso no admite búsqueda, llega en el tiempo y en el lugar menos esperado.

Cuando encontré el equilibrio fue como cuando alguien se enamora, enamoramiento como atracción en todos los sentidos: se vibra, se descubre, se encuentra el asombro en las coincidencias, surgen los detalles, lo que a ti te gusta, lo que a mí también. Lo que detestas y lo que yo también, es un período en que se dice: se equilibró esa partecita de mí, o esa parte grande que necesitaba de la comprensión y que quería dar comprensión.

El equilibrio: ahí está lo que buscábamos, confiamos en él, pedimos pequeñeces, no importa el abismo de los años, somos de espíritus jóvenes y libres, sólo para reír, pensar, escribir, hablar, amar animalitos, nubes y naturaleza, huir muchas veces de la multitud, y decir “que bueno que estás”, pensé que iba a irme de este mundo sin conocer a un humano que compartiera conmigo lo que poco a poco y sin proponérmelo he ido acumulando en mi mente y en mis experiencias de vida de búsqueda errada, pero vida vivida con intensidad, al fin y al cabo.
Cuando se llega a este punto hay dos pensamientos que nos atormentan o nos tranquilizan: la confianza en el otro, él sabe que no queremos ofender ni ser ofendidos, sino sublimizar cada día nuestra condición telúrica, echarla a volar cuando hablamos, sin pensar en que eres él y yo soy ella, somos dos, sin importar el sexo ni el tiempo, hay confianza absoluta, pero lo absoluto también flaquea en algún momento y cuando hay silencio en una de las partes, silencio incomprensible, y comienza el “¿qué hice?”, desechar la duda y ser consciente de que el otro tiene derecho de estar en su propio mundo. Callar uno también es lo más sabio.

(Del Diario de María Olvido)