Por la defensa intransigente de los principios conservadores, ‘el régimen’ estigmatizó a su padre y, como si la sangrienta confrontación política del siglo pasado no hubiera sido responsabilidad de las dos colectividades históricas, el mismo régimen lo matriculó de “monstruo” e instigador de inconfesables violencias, mientras sus opositores lo fueron de próceres y estadistas, aunque […]
Por la defensa intransigente de los principios conservadores, ‘el régimen’ estigmatizó a su padre y, como si la sangrienta confrontación política del siglo pasado no hubiera sido responsabilidad de las dos colectividades históricas, el mismo régimen lo matriculó de “monstruo” e instigador de inconfesables violencias, mientras sus opositores lo fueron de próceres y estadistas, aunque hayan dejado sembrada la semilla de la posterior violencia subversiva y narcoterrorista.
‘El régimen’, para Laureano, era la amalgama de gobiernos liberales, de copartidarios disidentes y de los comunistas que emergían triunfantes de la conflagración mundial. Yo nací entre esa noción laureanista y la nueva concepción de Álvaro Gómez, para quien ‘el régimen’ era algo más complejo, subyacente a las estructuras políticas, económicas, sociales y, por ende, culturales del país.
En efecto, ‘el régimen’ así entendido está detrás de las culturas del “todo vale”; del “cómo voy yo”; del “yo te nombro, tú me nombras”; del “usted no sabe quién soy yo”; del “mercado del voto”; de la narcopolítica, la parapolítica, la farcpolítica y tantas otras vergüenzas nacionales. El régimen, al decir de Gómez, es “un sistema de compromisos y de complicidades que está dominando la totalidad de la vida civil”, “el légamo de los intereses creados”, que envileció el ejercicio de la política y en el que se refundieron sus objetivos fundamentales: la paz, la seguridad, el manejo pulcro de la cosa pública y el desarrollo económico.
“Mi revolución es el desarrollo”, proclamó en la Convención Conservadora de 1985, pero ya desde el 74 el régimen lo venía tildando de desarrollista, con esa connotación negativa que se le quiso dar al desarrollo acelerado. Por desarrollista, fue también encasillado como enemigo de las ‘causas sociales’, cuando la justicia social y la lucha contra la pobreza fueron siempre sus causas, más no a partir del asistencialismo populista sino del desarrollo pensado en grande. “Creo en los grandes números”, decía, mientras el país persistía en limitados horizontes.
Como no solo heredó el estigma sino la verticalidad en la defensa de las ideas conservadoras, sin transacciones ni medias tintas, ‘el régimen’ le permitió ocupar muchos espacios de la vida pública, pero le cerró obstinadamente el camino a la Presidencia. El periodismo, el Congreso y la docencia, fueron entonces su atalaya y su foro, donde su voz se hacía sentir con la dignidad del hombre probo y la sabiduría del ilustrado, renacentista, diría yo, que enfrenté en más de una ocasión esa mirada escrutadora, ese reto permanente de reinterpretar la realidad y de reinventarse a partir de su comprensión.
A esas condiciones superiores el país le debe los resultados de su liderazgo en la construcción de la Constitución de 1991, sentado en triunvirato con quienes eran y seguían siendo sus contradictores: el liberalismo socialista y la izquierda revolucionaria reincorporada a la legitimidad.
El ambiente manisucio del régimen permitió su secuestro; ese ambiente violento hasta el magnicidio permitió su asesinato. El régimen de la impunidad dejó caer la guillotina del tiempo sobre tan vergonzosa página de nuestra historia. El mismo régimen que declaró de lesa humanidad el asesinato de Galán, le negó para siempre esa condición al de Álvaro Gómez. No importa si hay alternativas para escamotear la prescripción; el significado de dejar para la historia su asesinato como un delito común, solo se compara con las trampas que en vida le impidieron llegar a la presidencia.
Hoy el país todavía busca el camino “para volver a vivir”, para “la salvación nacional” y “el acuerdo sobre lo fundamental”. A pesar del régimen, Álvaro Gómez todavía respira sobre la realidad nacional.
Por la defensa intransigente de los principios conservadores, ‘el régimen’ estigmatizó a su padre y, como si la sangrienta confrontación política del siglo pasado no hubiera sido responsabilidad de las dos colectividades históricas, el mismo régimen lo matriculó de “monstruo” e instigador de inconfesables violencias, mientras sus opositores lo fueron de próceres y estadistas, aunque […]
Por la defensa intransigente de los principios conservadores, ‘el régimen’ estigmatizó a su padre y, como si la sangrienta confrontación política del siglo pasado no hubiera sido responsabilidad de las dos colectividades históricas, el mismo régimen lo matriculó de “monstruo” e instigador de inconfesables violencias, mientras sus opositores lo fueron de próceres y estadistas, aunque hayan dejado sembrada la semilla de la posterior violencia subversiva y narcoterrorista.
‘El régimen’, para Laureano, era la amalgama de gobiernos liberales, de copartidarios disidentes y de los comunistas que emergían triunfantes de la conflagración mundial. Yo nací entre esa noción laureanista y la nueva concepción de Álvaro Gómez, para quien ‘el régimen’ era algo más complejo, subyacente a las estructuras políticas, económicas, sociales y, por ende, culturales del país.
En efecto, ‘el régimen’ así entendido está detrás de las culturas del “todo vale”; del “cómo voy yo”; del “yo te nombro, tú me nombras”; del “usted no sabe quién soy yo”; del “mercado del voto”; de la narcopolítica, la parapolítica, la farcpolítica y tantas otras vergüenzas nacionales. El régimen, al decir de Gómez, es “un sistema de compromisos y de complicidades que está dominando la totalidad de la vida civil”, “el légamo de los intereses creados”, que envileció el ejercicio de la política y en el que se refundieron sus objetivos fundamentales: la paz, la seguridad, el manejo pulcro de la cosa pública y el desarrollo económico.
“Mi revolución es el desarrollo”, proclamó en la Convención Conservadora de 1985, pero ya desde el 74 el régimen lo venía tildando de desarrollista, con esa connotación negativa que se le quiso dar al desarrollo acelerado. Por desarrollista, fue también encasillado como enemigo de las ‘causas sociales’, cuando la justicia social y la lucha contra la pobreza fueron siempre sus causas, más no a partir del asistencialismo populista sino del desarrollo pensado en grande. “Creo en los grandes números”, decía, mientras el país persistía en limitados horizontes.
Como no solo heredó el estigma sino la verticalidad en la defensa de las ideas conservadoras, sin transacciones ni medias tintas, ‘el régimen’ le permitió ocupar muchos espacios de la vida pública, pero le cerró obstinadamente el camino a la Presidencia. El periodismo, el Congreso y la docencia, fueron entonces su atalaya y su foro, donde su voz se hacía sentir con la dignidad del hombre probo y la sabiduría del ilustrado, renacentista, diría yo, que enfrenté en más de una ocasión esa mirada escrutadora, ese reto permanente de reinterpretar la realidad y de reinventarse a partir de su comprensión.
A esas condiciones superiores el país le debe los resultados de su liderazgo en la construcción de la Constitución de 1991, sentado en triunvirato con quienes eran y seguían siendo sus contradictores: el liberalismo socialista y la izquierda revolucionaria reincorporada a la legitimidad.
El ambiente manisucio del régimen permitió su secuestro; ese ambiente violento hasta el magnicidio permitió su asesinato. El régimen de la impunidad dejó caer la guillotina del tiempo sobre tan vergonzosa página de nuestra historia. El mismo régimen que declaró de lesa humanidad el asesinato de Galán, le negó para siempre esa condición al de Álvaro Gómez. No importa si hay alternativas para escamotear la prescripción; el significado de dejar para la historia su asesinato como un delito común, solo se compara con las trampas que en vida le impidieron llegar a la presidencia.
Hoy el país todavía busca el camino “para volver a vivir”, para “la salvación nacional” y “el acuerdo sobre lo fundamental”. A pesar del régimen, Álvaro Gómez todavía respira sobre la realidad nacional.