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Columnista - 28 agosto, 2017

Adiós al “primísimo”

Todos los lunes, desde hace varios años, recibía sus comentarios a mis columnas que se publican ese día. Qué orgullosa me sentía cuando recibía una reseña como esta: “Prímísima de mi alma, de noble corazón y gran cabeza. Hace unos cinco meses escribiste ‘Entre la ira y las lágrimas’, título que bien podía ser el […]

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Todos los lunes, desde hace varios años, recibía sus comentarios a mis columnas que se publican ese día. Qué orgullosa me sentía cuando recibía una reseña como esta: “Prímísima de mi alma, de noble corazón y gran cabeza. Hace unos cinco meses escribiste ‘Entre la ira y las lágrimas’, título que bien podía ser el de esta misma columna. Porque esa ira, dolor y lágrimas va en aumento y ahora sí que es verdad que mientras unos verborrean, otros guerrean y muchos berrean, la paz en Colombia se va volviendo un crucigrama con las palabras horizontales en sánscrito al revés y las verticales en chino encriptado. El hombre al timón de este barco en mar revuelto y haciendo agua, no es el capitán confiable. Los que mantienen charlas con los guerrilleros burgueses, tampoco saldrán con nada. Ya nos tienen acostumbrados a esas farsas repetidas. Sobre todo cuando las bandas criminales ‘sienten el carey`, término gallero como del tío Enriquito, que indica que las fuerzas del orden les están dando por donde caiga…”.

Ese es apenas un fragmento del comentario del once de diciembre de dos mil doce. De ese tenor eran todos los que me escribía mi lector Gustavo Hinojosa Daza, mi primo, que la mayoría de las veces terminaban con una coletilla, Ñapa, como la llamaba y que estaba cargada de un humor fino que me hacía reír todo el día. Como la vez que escribí sobre el odio y la ira y terminó su reseña con la letra de un bolero: “Ódiame sin piedad yo te lo pido…”

El primísimo, superlativo que no existe, pero que usábamos como afianzador de nuestra familiaridad y afecto, ya no está, se fue por el camino sin retorno, nos dejó un reguero de dolor que no se sabe cómo poner en orden.

Era médico, todos los vallenatos lo saben, de origen patillalero, con una vasta cultura, era un maestro de la mitología clásica, difícil encontrar a alguien que supiera más de las peripecias de los dioses y héroes de la antigüedad que él. Era lector permanente y aunque se había ido a vivir a Medellín, respiraba todos los días aires de su tierra. Una de mis últimas columnas que he escrito versó sobre su libro Cañaguates y Cerezos, una serie de anécdotas y relatos del Valle que tanto quiso.

De cualquier parte del mundo adonde fuera, me escribía: “Prima estoy en Turquía, en Éfeso” y me mandaba fotos siempre abrazado a Rosita su gran amor y rodeado de sus hijos, a los que llamaba “mi tribu”. Su muerte me ha dejado como tanteando las puertas de la vida a ver si alguna se abre y aparece él para comentarme cómo va el mundo y cómo fue el mundo de antes; y me pregunto ¿hoy lunes, con quién comento este escrito? Siempre era por la noche, cuando el silencio es cómplice de nuestros comentarios, críticas, elogios, sueños cumplidos y los que nunca se cumplirán. Y terminaba la charla con una caballerosa y criolla despedida: “Abur mi señora, tengo sueño y hasta hambre”.

Yo sabía que estaba enfermo, pero no me imaginé que su partida sería pronto, hasta cuando me envió esta despedida el catorce de agosto: “…Te cuento que debo interrumpir el correo de los lunes por motivos de salud. Siempre leí con gusto nuestra columna semanal. Lo malo de todo es que tu primo está afectado por una debilidad y un insomnio bastante marcados… esta sí va con un abrazo gigante.” Y remató: “Solo quedan memorias funerales/ donde erraron ya sombras de alto ejemplo; / este llano fue plaza, allí fue templo / de todos apenas quedan las señales…” ¡Se fue mi primísimo, mi maestro, otro sol de mi universo que se apaga!

Columnista
28 agosto, 2017

Adiós al “primísimo”

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

Todos los lunes, desde hace varios años, recibía sus comentarios a mis columnas que se publican ese día. Qué orgullosa me sentía cuando recibía una reseña como esta: “Prímísima de mi alma, de noble corazón y gran cabeza. Hace unos cinco meses escribiste ‘Entre la ira y las lágrimas’, título que bien podía ser el […]


Todos los lunes, desde hace varios años, recibía sus comentarios a mis columnas que se publican ese día. Qué orgullosa me sentía cuando recibía una reseña como esta: “Prímísima de mi alma, de noble corazón y gran cabeza. Hace unos cinco meses escribiste ‘Entre la ira y las lágrimas’, título que bien podía ser el de esta misma columna. Porque esa ira, dolor y lágrimas va en aumento y ahora sí que es verdad que mientras unos verborrean, otros guerrean y muchos berrean, la paz en Colombia se va volviendo un crucigrama con las palabras horizontales en sánscrito al revés y las verticales en chino encriptado. El hombre al timón de este barco en mar revuelto y haciendo agua, no es el capitán confiable. Los que mantienen charlas con los guerrilleros burgueses, tampoco saldrán con nada. Ya nos tienen acostumbrados a esas farsas repetidas. Sobre todo cuando las bandas criminales ‘sienten el carey`, término gallero como del tío Enriquito, que indica que las fuerzas del orden les están dando por donde caiga…”.

Ese es apenas un fragmento del comentario del once de diciembre de dos mil doce. De ese tenor eran todos los que me escribía mi lector Gustavo Hinojosa Daza, mi primo, que la mayoría de las veces terminaban con una coletilla, Ñapa, como la llamaba y que estaba cargada de un humor fino que me hacía reír todo el día. Como la vez que escribí sobre el odio y la ira y terminó su reseña con la letra de un bolero: “Ódiame sin piedad yo te lo pido…”

El primísimo, superlativo que no existe, pero que usábamos como afianzador de nuestra familiaridad y afecto, ya no está, se fue por el camino sin retorno, nos dejó un reguero de dolor que no se sabe cómo poner en orden.

Era médico, todos los vallenatos lo saben, de origen patillalero, con una vasta cultura, era un maestro de la mitología clásica, difícil encontrar a alguien que supiera más de las peripecias de los dioses y héroes de la antigüedad que él. Era lector permanente y aunque se había ido a vivir a Medellín, respiraba todos los días aires de su tierra. Una de mis últimas columnas que he escrito versó sobre su libro Cañaguates y Cerezos, una serie de anécdotas y relatos del Valle que tanto quiso.

De cualquier parte del mundo adonde fuera, me escribía: “Prima estoy en Turquía, en Éfeso” y me mandaba fotos siempre abrazado a Rosita su gran amor y rodeado de sus hijos, a los que llamaba “mi tribu”. Su muerte me ha dejado como tanteando las puertas de la vida a ver si alguna se abre y aparece él para comentarme cómo va el mundo y cómo fue el mundo de antes; y me pregunto ¿hoy lunes, con quién comento este escrito? Siempre era por la noche, cuando el silencio es cómplice de nuestros comentarios, críticas, elogios, sueños cumplidos y los que nunca se cumplirán. Y terminaba la charla con una caballerosa y criolla despedida: “Abur mi señora, tengo sueño y hasta hambre”.

Yo sabía que estaba enfermo, pero no me imaginé que su partida sería pronto, hasta cuando me envió esta despedida el catorce de agosto: “…Te cuento que debo interrumpir el correo de los lunes por motivos de salud. Siempre leí con gusto nuestra columna semanal. Lo malo de todo es que tu primo está afectado por una debilidad y un insomnio bastante marcados… esta sí va con un abrazo gigante.” Y remató: “Solo quedan memorias funerales/ donde erraron ya sombras de alto ejemplo; / este llano fue plaza, allí fue templo / de todos apenas quedan las señales…” ¡Se fue mi primísimo, mi maestro, otro sol de mi universo que se apaga!