Recuerdo como si fuera ayer el 2 de noviembre de 1995. Yo estaba terminando mi primer semestre de Jurisprudencia en la Universidad del Rosario y estaba preparando mis exámenes finales. Era un jueves y como de costumbre llegué al Claustro hacia las 6:30 de la mañana. Recuerdo que de 9:00 a.m. a 11:00 a.m. tenía […]
Recuerdo como si fuera ayer el 2 de noviembre de 1995. Yo estaba terminando mi primer semestre de Jurisprudencia en la Universidad del Rosario y estaba preparando mis exámenes finales. Era un jueves y como de costumbre llegué al Claustro hacia las 6:30 de la mañana. Recuerdo que de 9:00 a.m. a 11:00 a.m. tenía clase de Civil Personas con el gran maestro Juan Enrique Medina Pabón.
Era la época del beeper, ese aparato pequeño que servía para que al llamar a una central y dejar un mensaje para el número que uno tenía, le enviaran por escrito y con redacción de telegrama dicho mensaje. Estaba en plena clase cuando me entró un mensaje de un amigo en el que me decía que algo le había pasado a Álvaro Gómez; yo era un ‘alvarista’ de ‘raca mandaca’ y desde la campaña presidencial de 1986 apoyé irrestrictamente a Gómez; perdimos con Virgilio Barco.
Luego de leer el mensaje en el beeper pedí permiso al doctor Medina para salirme de clase. Para la época siempre llevaba en el morral un radio con audífonos para no aburrirme en los largos trayectos bogotanos. Me senté en la banca de afuera del salón, prendí el radio y sintonicé ‘Radiosucesos RCN’ de Juan Gossaín. Confirmé lo peor: decían que efectivamente había ocurrido un atentado en contra de Álvaro Gómez, que él estaba herido y que había sido trasladado a la Clínica del Country.
Los hechos eran muy confusos y no había mucha información. Decían que Gómez salía de su clase de ‘Historia Política y Constitucional de Colombia’ y recién abordaba su Mercedes Benz, cuando había sido baleado. Me temblaban las manos. Solo esperaba que Álvaro Gómez se recuperara, que no lo fuéramos a perder.
En el mismo piso donde estaba mi salón, el 5º de la torre 1, había un teléfono público de los de monedas, de esos que ya no existen. Saqué una moneda del bolsillo y llamé a mi mamá para preguntarle si sabía algo de lo que estaba pasando. Me dijo que no, que prendería el radio en su oficina para informarse. Recuerdo bien que me tranquilizó y me pidió calma. Es que por esos tiempos yo era muy pasional con los temas políticos y todo el que me conocía bien sabía que yo admiraba al doctor Gómez más que a nadie.
Volví a sentarme en la banca con mi radio y Juan Gossaín, impactado, informó al país que al parecer Gómez había fallecido. Estallé en llanto. La clase del profe Medina terminó antecitos de las 11:00 a.m. y al salir del salón me vio sentado llorando afuera y me preguntó qué había pasado.
Le conté que me había salido de clase porque habían atentado contra Álvaro Gómez y que acababan de confirmar su fallecimiento. Él quedó atónito, estaba impresionado. Mi beeper no dejó de recibir mensajes de muchas personas que me enviaban su apoyo por lo que sabían que estaba sintiendo. Yo estaba devastado.
Venía un puente festivo, lluvioso y frío, que me dio el tiempo suficiente para ir con mi amigo del alma, Fernando Cervantes, a despedir a Gómez Hurtado al Salón Elíptico del Capitolio Nacional donde lo tenían en cámara ardiente. Fuimos con el rector del Rosario de entonces, Mario Suárez Melo, a pie. Nos ofrecieron a la entrada no hacer la cola y acceder rápido al salón pero mi amigo y yo nos negamos porque queríamos hacer la cola como los demás colombianos; así lo hicimos. Fue duro verlo ahí pero mi corazón se alegró por haberlo podido hacer. Era lo mínimo que podía hacer por aquel líder en el que creí, en el que aún creo y a quien acalló el régimen.
¿Por qué estaba tan triste? ¿Quién era Álvaro Gómez? Gómez representaba la esperanza para un sector de la sociedad colombiana que siempre apostó por ejercer la autoridad dentro de los límites constitucionales, por el orden y el respeto de las libertades personales y colectivas, por buscar consensos para tomar las mejores decisiones y por apostarle a la inversión social y a la defensa del campesinado.
Ese era Álvaro Gómez Hurtado. Admirado por muchos, por miles, pero odiado injustamente por otros que siempre le cobraron las actuaciones de su padre, don Laureano Gómez. Generoso con las multitudes que se agolpaban para escucharlo, las mismas que lo aclamaban, siempre enviaba mensajes esperanzadores, positivos, destacaba las cosas buenas del país, contagiaba su orgullo de ser colombiano.
Han pasado 26 años y no sabemos nada oficialmente pero lo sabemos todo: a Álvaro Gómez lo silenció el régimen que él mismo combatió y que le temió.
Continuará…
Recuerdo como si fuera ayer el 2 de noviembre de 1995. Yo estaba terminando mi primer semestre de Jurisprudencia en la Universidad del Rosario y estaba preparando mis exámenes finales. Era un jueves y como de costumbre llegué al Claustro hacia las 6:30 de la mañana. Recuerdo que de 9:00 a.m. a 11:00 a.m. tenía […]
Recuerdo como si fuera ayer el 2 de noviembre de 1995. Yo estaba terminando mi primer semestre de Jurisprudencia en la Universidad del Rosario y estaba preparando mis exámenes finales. Era un jueves y como de costumbre llegué al Claustro hacia las 6:30 de la mañana. Recuerdo que de 9:00 a.m. a 11:00 a.m. tenía clase de Civil Personas con el gran maestro Juan Enrique Medina Pabón.
Era la época del beeper, ese aparato pequeño que servía para que al llamar a una central y dejar un mensaje para el número que uno tenía, le enviaran por escrito y con redacción de telegrama dicho mensaje. Estaba en plena clase cuando me entró un mensaje de un amigo en el que me decía que algo le había pasado a Álvaro Gómez; yo era un ‘alvarista’ de ‘raca mandaca’ y desde la campaña presidencial de 1986 apoyé irrestrictamente a Gómez; perdimos con Virgilio Barco.
Luego de leer el mensaje en el beeper pedí permiso al doctor Medina para salirme de clase. Para la época siempre llevaba en el morral un radio con audífonos para no aburrirme en los largos trayectos bogotanos. Me senté en la banca de afuera del salón, prendí el radio y sintonicé ‘Radiosucesos RCN’ de Juan Gossaín. Confirmé lo peor: decían que efectivamente había ocurrido un atentado en contra de Álvaro Gómez, que él estaba herido y que había sido trasladado a la Clínica del Country.
Los hechos eran muy confusos y no había mucha información. Decían que Gómez salía de su clase de ‘Historia Política y Constitucional de Colombia’ y recién abordaba su Mercedes Benz, cuando había sido baleado. Me temblaban las manos. Solo esperaba que Álvaro Gómez se recuperara, que no lo fuéramos a perder.
En el mismo piso donde estaba mi salón, el 5º de la torre 1, había un teléfono público de los de monedas, de esos que ya no existen. Saqué una moneda del bolsillo y llamé a mi mamá para preguntarle si sabía algo de lo que estaba pasando. Me dijo que no, que prendería el radio en su oficina para informarse. Recuerdo bien que me tranquilizó y me pidió calma. Es que por esos tiempos yo era muy pasional con los temas políticos y todo el que me conocía bien sabía que yo admiraba al doctor Gómez más que a nadie.
Volví a sentarme en la banca con mi radio y Juan Gossaín, impactado, informó al país que al parecer Gómez había fallecido. Estallé en llanto. La clase del profe Medina terminó antecitos de las 11:00 a.m. y al salir del salón me vio sentado llorando afuera y me preguntó qué había pasado.
Le conté que me había salido de clase porque habían atentado contra Álvaro Gómez y que acababan de confirmar su fallecimiento. Él quedó atónito, estaba impresionado. Mi beeper no dejó de recibir mensajes de muchas personas que me enviaban su apoyo por lo que sabían que estaba sintiendo. Yo estaba devastado.
Venía un puente festivo, lluvioso y frío, que me dio el tiempo suficiente para ir con mi amigo del alma, Fernando Cervantes, a despedir a Gómez Hurtado al Salón Elíptico del Capitolio Nacional donde lo tenían en cámara ardiente. Fuimos con el rector del Rosario de entonces, Mario Suárez Melo, a pie. Nos ofrecieron a la entrada no hacer la cola y acceder rápido al salón pero mi amigo y yo nos negamos porque queríamos hacer la cola como los demás colombianos; así lo hicimos. Fue duro verlo ahí pero mi corazón se alegró por haberlo podido hacer. Era lo mínimo que podía hacer por aquel líder en el que creí, en el que aún creo y a quien acalló el régimen.
¿Por qué estaba tan triste? ¿Quién era Álvaro Gómez? Gómez representaba la esperanza para un sector de la sociedad colombiana que siempre apostó por ejercer la autoridad dentro de los límites constitucionales, por el orden y el respeto de las libertades personales y colectivas, por buscar consensos para tomar las mejores decisiones y por apostarle a la inversión social y a la defensa del campesinado.
Ese era Álvaro Gómez Hurtado. Admirado por muchos, por miles, pero odiado injustamente por otros que siempre le cobraron las actuaciones de su padre, don Laureano Gómez. Generoso con las multitudes que se agolpaban para escucharlo, las mismas que lo aclamaban, siempre enviaba mensajes esperanzadores, positivos, destacaba las cosas buenas del país, contagiaba su orgullo de ser colombiano.
Han pasado 26 años y no sabemos nada oficialmente pero lo sabemos todo: a Álvaro Gómez lo silenció el régimen que él mismo combatió y que le temió.
Continuará…