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Columnista - 11 mayo, 2014

A mi madre

El primer -y único- infortunio que he tenido en la vida sucedió una tarde de junio, poco antes de cumplir mis cuatro años de edad. Mi padre partió de casa para nunca más volver. Entonces el mundo se me derrumbó sin poder entender nada. Esto fue tan devastador que aún hoy sufro su ausencia. Mi […]

El primer -y único- infortunio que he tenido en la vida sucedió una tarde de junio, poco antes de cumplir mis cuatro años de edad. Mi padre partió de casa para nunca más volver. Entonces el mundo se me derrumbó sin poder entender nada. Esto fue tan devastador que aún hoy sufro su ausencia.

Mi madre buscó refugio en el único lugar del mundo donde podría encontrarlo. Regresó a su casa materna con sus dos hijos: mi hermana y yo.

Allí viví mis primeros años, criado por mujeres. Recibí todo el amor de mi abuela, tías  y familiares. En casa habían unos  libros de medicina de mi padre –era farmaceuta y autodidacta- con ellos comencé a soñar con ser  médico, lo que era absolutamente imposible para nuestra situación económica.

Mi madre se dedicó a vivir para nosotros, entregándonos todo su amor y protección y no le quedó tiempo para rehacer su vida sentimental. Muy niño me inculcó normas de respeto y urbanidad, también nos dijo que el mundo podía conquistarse, que yo sería lo que quisiera ser si me esforzaba en lograrlo. Me enseñó que nada valioso se consigue fácilmente, que todo nace del esfuerzo y sacrificio. Fue ella quien me enseñó a perseguir mis sueños y en el camino me forjó el carácter y firmeza en mi determinación. El mejor acero –me decía- se forja a golpes y fuego intenso, nunca lo olvides.

Ya está viejita y tiene los ojos cansados, pero todavía me entrega sus consejos, me levanta cuando caigo y endereza mi camino;  somos compinches y nos guardamos secretos, entre ella y yo existe una especie de pacto de compañeros de lucha. Fue una leona para protegernos y valientísima ante la adversidad, jamás claudicó ante sus imposibles y nunca la vi llorar – recientemente supe que muchas veces lo hizo pero nunca permitió que yo la viera- cuando miro atrás y observo todo lo que hizo por sus dos hijos entonces la admiro más. Ella es mi heroína, mi madre es el sol que me ilumina y el viento que me empuja, perdí muchísimo a corta edad, pero ella corrigió mi destino mostrándome un mundo maravilloso de sueños y posibilidades.

En mis intervenciones y discursos siempre la menciono como un tributo a su enorme esfuerzo y dedicación.
En un discurso pronuncié estas palabras: “Quiero contarles un secreto de mi vida personal: de niño me tendía en las piernas de mi madre y acurrucado en su regazo me dormía, el día de año nuevo me dormía esperando los castillos y las luces, ella me despertaba con insistencia, yo adormitado y entre sueños escuchaba los estruendos y divisaba a lo lejos las espléndidas luces multicolores que se elevaban al cielo pero al día siguiente divagaba en la incertidumbre de si esto era real o un delirio onírico de mi imaginación infantil. Mi secreto señoras, es que aún hoy día cuando estoy ante algo sobrecogedor o excepcionalmente hermoso me asalta esta misma duda y no puedo distinguir mis sueños de la realidad”.

Ahora mismo dudo si esta columna realmente  la estoy escribiendo o es otro de mis delirios, pero, por si es real, déjenme felicitar a todas las madres, especialmente a mi esposa Angelly Hoyos, seres maravillosos de bondad, amor y pureza. Gracias Dios mío por  la madre linda que me diste, Efigenia Amaya, por darme y protegerme la  vida, pero ante todo gracias por realizar la extraordinaria utopía de mostrarme un mundo mejor cuando lo creí destruido para siempre.

[email protected]

Columnista
11 mayo, 2014

A mi madre

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Leonardo Maya Amaya

El primer -y único- infortunio que he tenido en la vida sucedió una tarde de junio, poco antes de cumplir mis cuatro años de edad. Mi padre partió de casa para nunca más volver. Entonces el mundo se me derrumbó sin poder entender nada. Esto fue tan devastador que aún hoy sufro su ausencia. Mi […]


El primer -y único- infortunio que he tenido en la vida sucedió una tarde de junio, poco antes de cumplir mis cuatro años de edad. Mi padre partió de casa para nunca más volver. Entonces el mundo se me derrumbó sin poder entender nada. Esto fue tan devastador que aún hoy sufro su ausencia.

Mi madre buscó refugio en el único lugar del mundo donde podría encontrarlo. Regresó a su casa materna con sus dos hijos: mi hermana y yo.

Allí viví mis primeros años, criado por mujeres. Recibí todo el amor de mi abuela, tías  y familiares. En casa habían unos  libros de medicina de mi padre –era farmaceuta y autodidacta- con ellos comencé a soñar con ser  médico, lo que era absolutamente imposible para nuestra situación económica.

Mi madre se dedicó a vivir para nosotros, entregándonos todo su amor y protección y no le quedó tiempo para rehacer su vida sentimental. Muy niño me inculcó normas de respeto y urbanidad, también nos dijo que el mundo podía conquistarse, que yo sería lo que quisiera ser si me esforzaba en lograrlo. Me enseñó que nada valioso se consigue fácilmente, que todo nace del esfuerzo y sacrificio. Fue ella quien me enseñó a perseguir mis sueños y en el camino me forjó el carácter y firmeza en mi determinación. El mejor acero –me decía- se forja a golpes y fuego intenso, nunca lo olvides.

Ya está viejita y tiene los ojos cansados, pero todavía me entrega sus consejos, me levanta cuando caigo y endereza mi camino;  somos compinches y nos guardamos secretos, entre ella y yo existe una especie de pacto de compañeros de lucha. Fue una leona para protegernos y valientísima ante la adversidad, jamás claudicó ante sus imposibles y nunca la vi llorar – recientemente supe que muchas veces lo hizo pero nunca permitió que yo la viera- cuando miro atrás y observo todo lo que hizo por sus dos hijos entonces la admiro más. Ella es mi heroína, mi madre es el sol que me ilumina y el viento que me empuja, perdí muchísimo a corta edad, pero ella corrigió mi destino mostrándome un mundo maravilloso de sueños y posibilidades.

En mis intervenciones y discursos siempre la menciono como un tributo a su enorme esfuerzo y dedicación.
En un discurso pronuncié estas palabras: “Quiero contarles un secreto de mi vida personal: de niño me tendía en las piernas de mi madre y acurrucado en su regazo me dormía, el día de año nuevo me dormía esperando los castillos y las luces, ella me despertaba con insistencia, yo adormitado y entre sueños escuchaba los estruendos y divisaba a lo lejos las espléndidas luces multicolores que se elevaban al cielo pero al día siguiente divagaba en la incertidumbre de si esto era real o un delirio onírico de mi imaginación infantil. Mi secreto señoras, es que aún hoy día cuando estoy ante algo sobrecogedor o excepcionalmente hermoso me asalta esta misma duda y no puedo distinguir mis sueños de la realidad”.

Ahora mismo dudo si esta columna realmente  la estoy escribiendo o es otro de mis delirios, pero, por si es real, déjenme felicitar a todas las madres, especialmente a mi esposa Angelly Hoyos, seres maravillosos de bondad, amor y pureza. Gracias Dios mío por  la madre linda que me diste, Efigenia Amaya, por darme y protegerme la  vida, pero ante todo gracias por realizar la extraordinaria utopía de mostrarme un mundo mejor cuando lo creí destruido para siempre.

[email protected]