MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco Creó un mundo iluminado por genialidades caribeñas, en el que lo insólito es lo cotidiano, en el que la locura es la cordura, en el que la exageración tiene raíces líricas sacada del más complejo oxímoron; un mundo en el que vivimos sin variaciones a pesar de los adelantos […]
MI COLUMNA
Por Mary Daza Orozco
Creó un mundo iluminado por genialidades caribeñas, en el que lo insólito es lo cotidiano, en el que la locura es la cordura, en el que la exageración tiene raíces líricas sacada del más complejo oxímoron; un mundo en el que vivimos sin variaciones a pesar de los adelantos científicos, su esencia está latente; pero en el que su creador se ha contagiado de un mal terrible que azotó y azota a Macondo: la peste del olvido.
Comenzó con la peste del insomnio que trajeron, Visitación y Cataure, dos indígenas que llegaron huyendo de su natal Manaure (La Guajira) atacada por la peste, la primera en contagiarse fue Rebeca “…sus ojos alumbraban como los de un gato en la oscuridad”, ningún macondiano podía dormir, se acostumbraron porque no sentían cansancio, pero la falta de sueño los llevaba al olvido. Los habitantes comenzaron a olvidar los nombres de las cosas y de las personas, pero Aureliano encontró un remedio: cuando buscaba el yunque para seguir en su oficio de la platería a pesar del insomnio, no se acordó del nombre, su padre le dijo se llama tas, lo escribió y lo pegó al yunquecito, idea que José Arcadio utilizó y le recomendó a todos los habitantes del pueblo, se pegaron etiquetas a todos los objetos, animales y plantas que constituían su entorno.
Le leían letreros como “cacerola”, “cocina”, “puerta”, “tranca”, “vaca”, en los corrales, en el monte, en las calles, y el más importante: “Dios existe”. Quedó agotado de etiquetar todo lo que existía en el pueblo, hasta cuando cayó en la cuenta de que olvidarían para qué servían las cosas y escribió debajo del nombre sus utilidades, y se sobresaltó cuando se dio cuenta de que a todos se les estaba olvidando leer. Apareció el nebuloso Melquíades, resucitado de una de sus tantas muertes, y con un jarabe los fue curando de quedar en el olvido absoluto.
Gabo está entrando en el olvido y no necesitará etiquetas en su entorno, Mercedes, la de ojos tristes que en Macondo atendía en una botica, está a su lado, será su Melquíades que le recordará hasta el fin lo grande que es y que será para el mundo.
El pasaje de la peste del olvido en Macondo se presta para corroborar que un autor siempre saca de lo que ha vivido o escuchado de los muy cercanos el insumo sagrado para sus creaciones, en este caso su familia es heredera de la demencia senil, según palabras de su hermano.
Se presta para comprender que él sabía que este es un país, no sólo la Costa Caribe, de olvidos imperdonables, un país en el que se olvida el estruendo vergonzante de la reforma a la justicia por la pantagruélica fiesta de Fritanga, sólo para citar un ejemplo, se tratan de tapar las vergüenzas con otras y así está plagada nuestra historia de una sucesión de desafueros, de tribulaciones, que se cubren con otros más resonantes. Lo grave es que no contaremos nunca con gitanos centenarios que tenga la pócima que nos saque de la demencial existencia y nos lleve a la lucidez de una patria que lo tiene todo para vivir en armonía con sus recuerdos. Los que vienen son simples culebreros expertos en triquiñuelas para atizar el olvido.
Duele el mal de Gabo, ya se sabía por rumores, pero tuvo el privilegio de llegar a la senectud en medio de la gloria, la que nunca podrá sufrir la enfermedad del olvido, porque la gloria de los grandes hombres debe medirse siempre por los medios que han empleado para adquirirla, y él utilizó los más sublimes.
“El secreto de una buena vejez no es otra cosa
que un pacto honrado con la soledad”.
(Gabriel García Márquez)
MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco Creó un mundo iluminado por genialidades caribeñas, en el que lo insólito es lo cotidiano, en el que la locura es la cordura, en el que la exageración tiene raíces líricas sacada del más complejo oxímoron; un mundo en el que vivimos sin variaciones a pesar de los adelantos […]
MI COLUMNA
Por Mary Daza Orozco
Creó un mundo iluminado por genialidades caribeñas, en el que lo insólito es lo cotidiano, en el que la locura es la cordura, en el que la exageración tiene raíces líricas sacada del más complejo oxímoron; un mundo en el que vivimos sin variaciones a pesar de los adelantos científicos, su esencia está latente; pero en el que su creador se ha contagiado de un mal terrible que azotó y azota a Macondo: la peste del olvido.
Comenzó con la peste del insomnio que trajeron, Visitación y Cataure, dos indígenas que llegaron huyendo de su natal Manaure (La Guajira) atacada por la peste, la primera en contagiarse fue Rebeca “…sus ojos alumbraban como los de un gato en la oscuridad”, ningún macondiano podía dormir, se acostumbraron porque no sentían cansancio, pero la falta de sueño los llevaba al olvido. Los habitantes comenzaron a olvidar los nombres de las cosas y de las personas, pero Aureliano encontró un remedio: cuando buscaba el yunque para seguir en su oficio de la platería a pesar del insomnio, no se acordó del nombre, su padre le dijo se llama tas, lo escribió y lo pegó al yunquecito, idea que José Arcadio utilizó y le recomendó a todos los habitantes del pueblo, se pegaron etiquetas a todos los objetos, animales y plantas que constituían su entorno.
Le leían letreros como “cacerola”, “cocina”, “puerta”, “tranca”, “vaca”, en los corrales, en el monte, en las calles, y el más importante: “Dios existe”. Quedó agotado de etiquetar todo lo que existía en el pueblo, hasta cuando cayó en la cuenta de que olvidarían para qué servían las cosas y escribió debajo del nombre sus utilidades, y se sobresaltó cuando se dio cuenta de que a todos se les estaba olvidando leer. Apareció el nebuloso Melquíades, resucitado de una de sus tantas muertes, y con un jarabe los fue curando de quedar en el olvido absoluto.
Gabo está entrando en el olvido y no necesitará etiquetas en su entorno, Mercedes, la de ojos tristes que en Macondo atendía en una botica, está a su lado, será su Melquíades que le recordará hasta el fin lo grande que es y que será para el mundo.
El pasaje de la peste del olvido en Macondo se presta para corroborar que un autor siempre saca de lo que ha vivido o escuchado de los muy cercanos el insumo sagrado para sus creaciones, en este caso su familia es heredera de la demencia senil, según palabras de su hermano.
Se presta para comprender que él sabía que este es un país, no sólo la Costa Caribe, de olvidos imperdonables, un país en el que se olvida el estruendo vergonzante de la reforma a la justicia por la pantagruélica fiesta de Fritanga, sólo para citar un ejemplo, se tratan de tapar las vergüenzas con otras y así está plagada nuestra historia de una sucesión de desafueros, de tribulaciones, que se cubren con otros más resonantes. Lo grave es que no contaremos nunca con gitanos centenarios que tenga la pócima que nos saque de la demencial existencia y nos lleve a la lucidez de una patria que lo tiene todo para vivir en armonía con sus recuerdos. Los que vienen son simples culebreros expertos en triquiñuelas para atizar el olvido.
Duele el mal de Gabo, ya se sabía por rumores, pero tuvo el privilegio de llegar a la senectud en medio de la gloria, la que nunca podrá sufrir la enfermedad del olvido, porque la gloria de los grandes hombres debe medirse siempre por los medios que han empleado para adquirirla, y él utilizó los más sublimes.
“El secreto de una buena vejez no es otra cosa
que un pacto honrado con la soledad”.
(Gabriel García Márquez)