Por: Rodrigo López Barros. Se cumplen dos meses de duelo. Pero, ¿Por qué el cataclismo había de ocurrir en ese territorio habitado por mayorías de gentes calamitosas? En tales o parecidos acontecimientos esa es la primera cuestión que asoma a los labios de todo mundo. Podría agregarse, ¿Por qué Dios ha de cebar su ira […]
Por: Rodrigo López Barros.
Se cumplen dos meses de duelo. Pero, ¿Por qué el cataclismo había de ocurrir en ese territorio habitado por mayorías de gentes calamitosas? En tales o parecidos acontecimientos esa es la primera cuestión que asoma a los labios de todo mundo. Podría agregarse, ¿Por qué Dios ha de cebar su ira en personas de por sí maltrechas? Nunca de Dios, que es puro amor misericordioso, podrá pensarse así.
Lamentablemente, lo que ocurrió allí, como pudo haber pasado en una zona habitada por ricos (a propósito, ya escrita esta columna, ha sucedido una desgracia semejante en la República de Chile), a pesar de la siempre buena voluntad de Dios, pues aquello no es sino producto de una ley natural que responde al geodinamismo del globo terrestre, a la reacomodación de las llamadas placas tectónicas, que integran la estructura física del planeta. De modo que se trata de una vitalidad natural del sistema geológico y que Dios en principio no tiene por qué intervenir directamente.
En cuanto a las muchas desgracias humanas sucedidas, se ha observado, con complacencia y gratitud cómo la humanidad entera ha estado colaborando, primero en el rescate de las personas atrapadas por la catástrofe, por su rehabilitación física y psicológica y luego con las diferentes acciones planificadas para apoyar la reconstrucción física de su hábitat.
Obras verdaderamente plausibles esas, que predican la solidaridad entre las diferentes naciones del mundo. Ahora bien, tanto ese espíritu de fraternidad universal primero, como la inclinación al olvido, después, son condiciones que nos acompañan por naturaleza. Ojalá que en este caso y en otros semejantes, prevalezca la primera sobre la segunda, precisamente, para poder continuar mitigando las devastaciones acaecidas sin miramientos distintivos de niños, adultos o ancianos, a quienes por igual los sepultó la desgracia colectiva, como si las entrañas de la madre tierra no fueran de compasión ni de amor sino de terror.
¿Y qué decir de los sobrevivientes? Muchísimos han quedado mutilados físicamente y de seguro psíquicamente turbadas sus almas. Estarán luchando sin cuento para superar sus propios sufrimientos y confortarse recíprocamente.
Sus deformaciones físicas, sus sinsabores síquicos, pero muy probablemente sus ansias de vivir, traen a mi mente aquel padecimiento mudo e irremediable de los hijos concebidos, a quienes nuestra Corte Constitucional no les permite nacer porque su ser tiene origen en un acceso carnal violento, o porque le detectan mala formación, o porque la vida de la madre pudiera correr peligro. Pamplinadas.
Matar fetos es siempre un crimen injustificado. Ojalá algún día, entre nosotros, las autoridades correspondientes se resuelvan a dar aplicación al artículo 91 del Código Civil, que a la letra dice: “La ley protege la vida del que está por nacer. El juez, en consecuencia, tomará, a petición de cualquiera persona, o de oficio, las providencias que le parezcan convenientes para proteger la existencia del no nacido, siempre que crea que de algún modo peligra”.
Así, sí en vez de condenarlos a la muerte, se les deparara a ellos y a sus madres una atención solidaria semejante a la que afortunadamente se está teniendo con los sobrevivientes de los recientes terremotos, seguramente podríamos afirmar que somos una comunidad humana comprensiva, solicita y amorosa y no la arrogante y petulante con que no pocas veces nos mostramos.
He querido traer a esta columna el caso lacerante de Haití (y ahora de Chile), con los que la comunidad internacional ha mostrado tanta comprensión, asimilándolos con el mudísimo dolor de los nasciturus, aquellos a quienes la Corte mayoritaria no les permite el placer de nacer y vivir, simplemente por un capricho ideológico, por “la doctrina de que la ley del hombre es el mismo hombre” y por falta de una solución humanitaria, de parte de quienes deberían ofrecerla y darla.
Por: Rodrigo López Barros. Se cumplen dos meses de duelo. Pero, ¿Por qué el cataclismo había de ocurrir en ese territorio habitado por mayorías de gentes calamitosas? En tales o parecidos acontecimientos esa es la primera cuestión que asoma a los labios de todo mundo. Podría agregarse, ¿Por qué Dios ha de cebar su ira […]
Por: Rodrigo López Barros.
Se cumplen dos meses de duelo. Pero, ¿Por qué el cataclismo había de ocurrir en ese territorio habitado por mayorías de gentes calamitosas? En tales o parecidos acontecimientos esa es la primera cuestión que asoma a los labios de todo mundo. Podría agregarse, ¿Por qué Dios ha de cebar su ira en personas de por sí maltrechas? Nunca de Dios, que es puro amor misericordioso, podrá pensarse así.
Lamentablemente, lo que ocurrió allí, como pudo haber pasado en una zona habitada por ricos (a propósito, ya escrita esta columna, ha sucedido una desgracia semejante en la República de Chile), a pesar de la siempre buena voluntad de Dios, pues aquello no es sino producto de una ley natural que responde al geodinamismo del globo terrestre, a la reacomodación de las llamadas placas tectónicas, que integran la estructura física del planeta. De modo que se trata de una vitalidad natural del sistema geológico y que Dios en principio no tiene por qué intervenir directamente.
En cuanto a las muchas desgracias humanas sucedidas, se ha observado, con complacencia y gratitud cómo la humanidad entera ha estado colaborando, primero en el rescate de las personas atrapadas por la catástrofe, por su rehabilitación física y psicológica y luego con las diferentes acciones planificadas para apoyar la reconstrucción física de su hábitat.
Obras verdaderamente plausibles esas, que predican la solidaridad entre las diferentes naciones del mundo. Ahora bien, tanto ese espíritu de fraternidad universal primero, como la inclinación al olvido, después, son condiciones que nos acompañan por naturaleza. Ojalá que en este caso y en otros semejantes, prevalezca la primera sobre la segunda, precisamente, para poder continuar mitigando las devastaciones acaecidas sin miramientos distintivos de niños, adultos o ancianos, a quienes por igual los sepultó la desgracia colectiva, como si las entrañas de la madre tierra no fueran de compasión ni de amor sino de terror.
¿Y qué decir de los sobrevivientes? Muchísimos han quedado mutilados físicamente y de seguro psíquicamente turbadas sus almas. Estarán luchando sin cuento para superar sus propios sufrimientos y confortarse recíprocamente.
Sus deformaciones físicas, sus sinsabores síquicos, pero muy probablemente sus ansias de vivir, traen a mi mente aquel padecimiento mudo e irremediable de los hijos concebidos, a quienes nuestra Corte Constitucional no les permite nacer porque su ser tiene origen en un acceso carnal violento, o porque le detectan mala formación, o porque la vida de la madre pudiera correr peligro. Pamplinadas.
Matar fetos es siempre un crimen injustificado. Ojalá algún día, entre nosotros, las autoridades correspondientes se resuelvan a dar aplicación al artículo 91 del Código Civil, que a la letra dice: “La ley protege la vida del que está por nacer. El juez, en consecuencia, tomará, a petición de cualquiera persona, o de oficio, las providencias que le parezcan convenientes para proteger la existencia del no nacido, siempre que crea que de algún modo peligra”.
Así, sí en vez de condenarlos a la muerte, se les deparara a ellos y a sus madres una atención solidaria semejante a la que afortunadamente se está teniendo con los sobrevivientes de los recientes terremotos, seguramente podríamos afirmar que somos una comunidad humana comprensiva, solicita y amorosa y no la arrogante y petulante con que no pocas veces nos mostramos.
He querido traer a esta columna el caso lacerante de Haití (y ahora de Chile), con los que la comunidad internacional ha mostrado tanta comprensión, asimilándolos con el mudísimo dolor de los nasciturus, aquellos a quienes la Corte mayoritaria no les permite el placer de nacer y vivir, simplemente por un capricho ideológico, por “la doctrina de que la ley del hombre es el mismo hombre” y por falta de una solución humanitaria, de parte de quienes deberían ofrecerla y darla.