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Columnista - 19 marzo, 2012

Titina, la cuenta amores

MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco La lejanía avivó el deseo de volver al pueblo. Siempre recuerda días relajados, aventureros, de agradable irresponsabilidad. Siempre recuerda al pueblo. Por eso cuando llegó de la gran ciudad  se fue a vivir unas horas en él, un amigo la esperó entre ramos de trinitarias, la casa impecable, Frida, […]

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MI COLUMNA

Por Mary Daza Orozco

La lejanía avivó el deseo de volver al pueblo. Siempre recuerda días relajados, aventureros, de agradable irresponsabilidad. Siempre recuerda al pueblo. Por eso cuando llegó de la gran ciudad  se fue a vivir unas horas en él, un amigo la esperó entre ramos de trinitarias, la casa impecable, Frida, la gata impasible, observando con ojos cansados y escuchando abúlica lo que hablaban, querían, sobre todo ella, contar pasajes de su viaje, comieron macadamias con miel y coca cola, mientras el sol se fortalecía al llegar al cenit.
Se fueron a almorzar a un restaurante fresco, que le recordó a ella los patios de Manaure: platanales de un verde intenso; luego de saborear la más criolla y deliciosa comida, salieron al ardor del medio día. Ella venció el miedo a las recordaciones gratas o ingratas y dijo: “Hace tiempo quiero visitar a una amiga que ya es abuela”, el hombre, que siempre le cumple sus deseos, enrumbó el carro en la dirección señalada, ella respiró profundo, sobre los recuerdos se había construido una moderna vivienda, amplia, blanca, fresca, una casa que tapó evocaciones.
Titina, con su risa estruendosa, esa que invita a reír también con estruendo, no podía creer que la amiga estuviera allí, y en su afán de hablar de todo lo que se habían dejado de decir hacía varios años, sólo atinó a preguntarle por todos los pretendientes que le conoció a esa mujer que no supo ni la supieron amar para toda la vida. Juan Carlos, Néstor, Andrés, fueron nombres que salieron a relucir, que la amiga afanosa trataba de acallar con otros temas, pero Titina seguía desgranando nombres y recuerdos. El hombre prudente, sólo sonreía y  miraba detalles de la nueva construcción.
Pero los momentos tristes aparecen para darle un toque dramático, despiadado, a la euforia del momento, Titina seguía hablando de amores y mencionó uno inolvidable: “El Flaco se está muriendo en una clínica de otro país”. La amiga sintió  un estrujón en sus adentros y solo dijo: “El hombre que más me ha querido”. No hubo aspaviento, un ratito de silencio, ella amordazó el dolor.
Despedidas y hora de irse del pueblo, el cielo parecía una carpa humosa, atosigante amenazadora de lluvia, el amigo la acompañó a esperar el carro frente al cementerio, hablaron sobre los taxis confiables y los piratas, de pronto una mujer mayor, de cabello nevado, se acercó con pasos quedos, la acompañaba un jovencito sonriente, cuando pasó cerca de la pareja charladora, reconoció a la mujer: “Tú, estás igualita (agradable saludo ancestral) siempre te recordamos, siempre te hemos querido” y se fundieron en un abrazo. Cuando siguió con su caminata de pasos lentos, ella le dijo a él: ‘¿Adivina quién es?’ ‘Yo cómo voy a adivinar’, contestó él, ‘pues es la mamá del que está muriendo en el exterior’. Los dos no salían del asombro de tan grande coincidencia y para aumentar el dramatismo fue en la puerta del cementerio, él dijo: “La señora  de la que Titina dijo que no podía saber de la gravedad de su hijo, porque su corazón no lo resistiría”.
El tiempo se acabó, siempre se acaba aunque se trate de estirarlo, llegó el carro, comenzó el retorno a la ciudad, en la mente de la mujer se reburujaban los momentos vividos: flores, carne asada, platanales, observación gatuna, la risa agradable de él, la enfermedad del amigo por el que rogaba que se salvara, la risa atronadora de Titina, su lista interminable de “amores” y una promesa: volver para que le recuerde no sólo nombres, sino anécdotas de los enamoramientos y pretendientes  que necesitan salir de cualquier lugar del corazón donde, por cualquier razón, estén refundidos.

Columnista
19 marzo, 2012

Titina, la cuenta amores

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco La lejanía avivó el deseo de volver al pueblo. Siempre recuerda días relajados, aventureros, de agradable irresponsabilidad. Siempre recuerda al pueblo. Por eso cuando llegó de la gran ciudad  se fue a vivir unas horas en él, un amigo la esperó entre ramos de trinitarias, la casa impecable, Frida, […]


MI COLUMNA

Por Mary Daza Orozco

La lejanía avivó el deseo de volver al pueblo. Siempre recuerda días relajados, aventureros, de agradable irresponsabilidad. Siempre recuerda al pueblo. Por eso cuando llegó de la gran ciudad  se fue a vivir unas horas en él, un amigo la esperó entre ramos de trinitarias, la casa impecable, Frida, la gata impasible, observando con ojos cansados y escuchando abúlica lo que hablaban, querían, sobre todo ella, contar pasajes de su viaje, comieron macadamias con miel y coca cola, mientras el sol se fortalecía al llegar al cenit.
Se fueron a almorzar a un restaurante fresco, que le recordó a ella los patios de Manaure: platanales de un verde intenso; luego de saborear la más criolla y deliciosa comida, salieron al ardor del medio día. Ella venció el miedo a las recordaciones gratas o ingratas y dijo: “Hace tiempo quiero visitar a una amiga que ya es abuela”, el hombre, que siempre le cumple sus deseos, enrumbó el carro en la dirección señalada, ella respiró profundo, sobre los recuerdos se había construido una moderna vivienda, amplia, blanca, fresca, una casa que tapó evocaciones.
Titina, con su risa estruendosa, esa que invita a reír también con estruendo, no podía creer que la amiga estuviera allí, y en su afán de hablar de todo lo que se habían dejado de decir hacía varios años, sólo atinó a preguntarle por todos los pretendientes que le conoció a esa mujer que no supo ni la supieron amar para toda la vida. Juan Carlos, Néstor, Andrés, fueron nombres que salieron a relucir, que la amiga afanosa trataba de acallar con otros temas, pero Titina seguía desgranando nombres y recuerdos. El hombre prudente, sólo sonreía y  miraba detalles de la nueva construcción.
Pero los momentos tristes aparecen para darle un toque dramático, despiadado, a la euforia del momento, Titina seguía hablando de amores y mencionó uno inolvidable: “El Flaco se está muriendo en una clínica de otro país”. La amiga sintió  un estrujón en sus adentros y solo dijo: “El hombre que más me ha querido”. No hubo aspaviento, un ratito de silencio, ella amordazó el dolor.
Despedidas y hora de irse del pueblo, el cielo parecía una carpa humosa, atosigante amenazadora de lluvia, el amigo la acompañó a esperar el carro frente al cementerio, hablaron sobre los taxis confiables y los piratas, de pronto una mujer mayor, de cabello nevado, se acercó con pasos quedos, la acompañaba un jovencito sonriente, cuando pasó cerca de la pareja charladora, reconoció a la mujer: “Tú, estás igualita (agradable saludo ancestral) siempre te recordamos, siempre te hemos querido” y se fundieron en un abrazo. Cuando siguió con su caminata de pasos lentos, ella le dijo a él: ‘¿Adivina quién es?’ ‘Yo cómo voy a adivinar’, contestó él, ‘pues es la mamá del que está muriendo en el exterior’. Los dos no salían del asombro de tan grande coincidencia y para aumentar el dramatismo fue en la puerta del cementerio, él dijo: “La señora  de la que Titina dijo que no podía saber de la gravedad de su hijo, porque su corazón no lo resistiría”.
El tiempo se acabó, siempre se acaba aunque se trate de estirarlo, llegó el carro, comenzó el retorno a la ciudad, en la mente de la mujer se reburujaban los momentos vividos: flores, carne asada, platanales, observación gatuna, la risa agradable de él, la enfermedad del amigo por el que rogaba que se salvara, la risa atronadora de Titina, su lista interminable de “amores” y una promesa: volver para que le recuerde no sólo nombres, sino anécdotas de los enamoramientos y pretendientes  que necesitan salir de cualquier lugar del corazón donde, por cualquier razón, estén refundidos.